Etiqueta: Literatura Mexicana

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Los dados ya estaban tirados – Relato de Alan Santos

La primera vez que me aproximé con consciencia a la experiencia del miedo tenía alrededor de cuatro años. Claro que tuve miedo antes, pero soy incapaz de recordarlo. De ahí que escoja, un poco arbitrariamente, la primera vez que me dejaron unos instantes solo por la noche, o al menos la primera vez de la que fui consciente de mi soledad, como mi primera experiencia con el miedo. El recuerdo de aquella sensación de abandono me acompaña hasta hoy en día cuando me voy a dormir. Ya no es el miedo en sí mismo —es, más bien, la reinvención del miedo— lo que viene a mi cabeza cuando pienso en aquello que más me ha atemorizado en la vida. Y así fue hasta hace algunos años, cuando pasé de sentir miedo a la soledad a sentir miedo a habitar un cuerpo enfermo. Trataré de aclarar esta cuestión.

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Perros de baldío – Cuento de Mariana Alcántara Lozano

Ilustración de Rubén Ojeda Guzmán

Qué tristes y polvosos son esos perros que viven en los baldíos. Siempre en grupos de tres o cuatro, casi nunca hay más porque con facilidad se detona la violencia y terminan matándose de forma brutal entre ladridos, gruñidos, aullidos y jadeos intermitentes. Ahí están ante el sol inclemente arrebujados en puñados en las ínfimas sombras que va dejando el día, siempre adormilados, mosqueados y rascándose, parecen perdidos, pero no están tanto. Atacan intempestivamente a cualquier otro perro o persona que los toque fortuitamente, con una dosis de la naturaleza violenta y salvaje con la que han curtido sus pieles. Los perros de baldío son nocturnos casi siempre en ausencia del calor y la rasquiña que subleva los bochornos del sol, salen a pasear con mayor ligereza, sin ese letargo infinito que provoca el calor y la deshidratación. Por la noche buscan alimento en la basura o en los restos de los puestos de comida que tiran migajas, llenando casi nada esas panzas vacías, ruidosas infestadas de lombrices. Estos perros van juntos y si se separan no van muy lejos uno de los otros, pues saben de los peligros que implica vivir entre humanos, esa especie ruin que los golpea, los usa para pelearlos, vejarlos o desquitar su propia rabia, esos que día con día los desprecian y ahuyentan de todos los lugares en los que intentan resguardarse. Los humanos representan lo peor, pero también representan el sueño de una vida mejor. Por generaciones han oído el mito del amo, del amoroso dueño. Sus orejas gachas y mordisqueadas, infestadas de garrapatas y ácaros, han escuchado el rumor de que existen algunos humanos capaces de tener actos amorosos, de proporcionarles casa y sustento durante toda su vida, otorgándoles el valioso privilegio de vivir en su manada. Cuentan que es tanto el amor que sienten por los perros que cuando mueren sufren su partida con gran dolor y tristeza, dicen que algunos no lo superan nunca. Esos humanos, los amorosos, les dedican poemas, novelas, retratos, fotografías y disciplinas especializadas para entenderlos y poder curarlos. 

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Cuerpo, palabra, imagen: escribir el instante  

Fotografía de Sarah Cruz

—¿Y si sólo fuéramos la imagen reflejada en un espejo?
—Entonces nada ni nadie podría jamás contestar esta pregunta.

Salvador Elizondo, Farabeuf o la crónica de un instante

Porque los poros o la tinta son una misma cosa. Una misma apuesta.

Luisa Valenzuela

Me gustan los libros que son más que eso. Me gusta que haya un juego en el título, en las palabras, en el libro mismo. Me gusta que un libro pueda ser muchas cosas, como lo es un poema. Me gusta tener en mis manos un entrelazamiento de cosas. Me gustan los libros de poemas que son ensayos, las fotografías que son ensayos y los ensayos que son poéticos. Me gusta masticar de todo un poco al mismo tiempo. Me gustan los enredos, los nudos, los problemas que se esconden. Me gustan las cosas que fluyen en un mismo espacio, pero un espacio sin paredes, un espacio que escapa de sí mismo. Me gustan las cosas reales que son irreales, que son estrechas y son pesadas y son angostas y son diminutas y son inmensas. Me gustan los libros que cambian a cada página; a los que cuesta no regresar, sacar la pluma, doblar la esquina. Me gustan los relatos que se cuentan en una imagen. Me gusta una imagen que cuenta relatos infinitos. Me gustan las palabras en las que el cuerpo se inserta dentro y fuera de ellas; antes, durante y después… para siempre.

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Un lugar para las pérdidas – Poema de Edwin Guillermo Pérez Flores

Oh las cuatro paredes de la celda
[…]
Criadero de nervios, mala brecha,
por sus cuatro rincones cómo arranca
las diarias aherrojadas extremidades.

César Vallejo

I

El insomnio sepulta la noche en mis ojos,
ya no podrán ocultarle al tiempo tu cuerpo.
Mis lágrimas se hacen luciérnagas
suspendidas sobre la rapiña de las sombras.
Sólo han olvidado un vacío en mi boca,
la rabia de las paredes ahora lo destroza,
abandonando en la palabra desperdicio
el cadáver de una vida que todavía no he vivido.

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El asilo – Cuento de Enrique Esparza Vásquez

Se llamaba Pedro. Murió de viejo o, al menos, eso es lo que me dijeron por ahí. El médico me pidió que llamara a su familia para avisarles de su deceso, pero Pedro era huérfano. Era el huérfano más viejo que conocí en la vida. Tenía 86 años, nunca se casó, jamás le supe de algún hijo regado. No le conocí mujeres con las que haya romantizado, ni tampoco hombres.

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Febrero 9, 2023 – Cuento de Judith Valeria Trujillo Morales

No quiero envejecer, pero sin duda es un proceso inevitable. Temo envejecer superficialmente porque me hace dar cuenta de que no puedo hacer borradores de mi vida una y otra vez, comenzando como si tuviera veinte. Siempre ha sido mi más grande miedo y mi fin autoprogramado está llegando.

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En aquel entonces – Cuento de Orlando Sánchez Patiño

Ilustración de Orlando Sánchez Patiño

Nunca me han gustado los caldos. Siempre se sirven cuando hace mucho calor o cuando son acompañados con alguna pieza de pollo mal cocido; sin embargo, el caldo que comí en aquella ocasión no me desagradó. Aunque la carne que contenía era chiclosa, tenía un sabor novedoso que no había probado antes y que jamás probé después.

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Los narradores ante el público. Refracciones autobiográficas – Ensayo de Armando Gutiérrez Victoria

Es 10 de junio de 1965 y está por iniciar un evento sin precedentes en la escritura autobiográfica y en la narrativa mexicanas: la primera de treinta y tres presentaciones en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. El ciclo, que lleva por nombre “Los narradores ante el público” y que se extenderá hasta 1966, se ha anunciado como parte de las continuas actividades y conferencias que viene organizando el Departamento de Literatura del INBA, por iniciativa de Antonio Acevedo Escobedo, crítico, divulgador y estudioso de la literatura que se ha propuesto ya no sólo recuperar la historia de las letras nacionales con sus ciclos de conferencias previos (“El trato con escritores”, “Las revistas literarias de México”), sino que ahora se aventura y expone a los distintos protagonistas y jóvenes promesas que integran el abundante y heterogéneo panorama de la narrativa mexicana de los años sesentas.