En aquel entonces – Cuento de Orlando Sánchez Patiño

Ilustración de Orlando Sánchez Patiño

Nunca me han gustado los caldos. Siempre se sirven cuando hace mucho calor o cuando son acompañados con alguna pieza de pollo mal cocido; sin embargo, el caldo que comí en aquella ocasión no me desagradó. Aunque la carne que contenía era chiclosa, tenía un sabor novedoso que no había probado antes y que jamás probé después.

Mientras comíamos mis hermanos y yo, mi abuela lloraba, llenando quedamente el vacío de la habitación, los demás permanecían en silencio observándonos. Me parecía divertido cómo de un momento a otro la atmósfera de la cocina había cambiado. Un instante antes, mi padre tuvo una discusión con mi madre, mi abuela se había metido en la pelea, entonces una de las personas que vivía en la casa —cuyo rostro no reconocí— se paró de un salto, tirando la silla en la que estaba, tomó su mano y, dando un grito que opacó a los de mis padres, comenzó a darle violentos tirones hacia adelante y atrás rompiéndosela, luego puso la mano en la mesa y dirigiéndose a mi padre gritó:

—¡Córtala!, ¡Córtala!, ¡Puta madre!… ¡Que la cortes!

Mi padre estaba pálido. Tambaleante y con ojos viscos se acercó a los cajones de los cubiertos y sacó un cuchillo de carnicero. Volteé a ver al sujeto que gritaba, nuestras miradas se cruzaron, éste me sonrió con dificultad y yo le correspondí con una risita alegre.

Luego del corte tocó preparar la comida. Mi abuela, quien lo hacía, no paraba de llorar. Mi madre, sentada en el piso, se tomaba la cabeza mientras mi padre vomitaba en una esquina de la habitación. A cada uno de mis hermanos y a mí nos tocó una porción de caldo; el dichoso caldo por el que mis familiares nos habían proporcionado un teatro constaba de pura agua rojiza con una tirita de carne, un poco de musculo y ligamentos unidos a un huesito.

Mientras comía, las cosas se fueron calmando de a poco, hasta el punto en que los adultos, sentados del lado contrario de la mesa, nos miraban a los niños con caras lánguidas. Yo observaba la venda del tipo que nos había dado su carne; la mancha roja había tornado rosa el trapo de tela que le cubría la muñeca. Alcé la vista, cruzándome con la del sujeto, hice la misma risita de antes, pero él bajó el rostro con una mueca de reprimida repulsión.

Las cosas en la casa iban muy bien. Es cierto que la cantidad de ración a la hora de la comida bajó, pero no estuvo mal, nunca fui de comer mucho, además de que con porciones más reducidas no había sermones por no terminarse la comida. Antes los adultos nos reñían por cualquier motivo, pero luego del encierro estos estaban ocupados en otras cosas, parecían pensar en algo que los distraía de nuestras travesuras. Cabe mencionar: el cúmulo de personas que habitaban la casa se fue reduciendo; después de aquel caldo, el tipo que nos dio de comer su carne nunca volvió a verse en la casa. Todo iba mejorando cada vez más. Mis padres estaban tan en lo suyo, que mi abuelo y mi abuela nos terminaron por cuidar, o eso intentaban.

Al principio del encierro, mi abuelo jugaba conmigo al caballito, yo lo montaba y él me paseaba por la casa relinchando. Pasado el tiempo, dejamos ese juego porque sus huesos comenzaban a lastimarme cuando me subía a su espalda, cambiándolo por lanzarnos una pelota. Después de un incidente mientras jugábamos con la pelota, mi abuelo desapareció. Me había quedado sin alguien con quien jugar, pero rápidamente descubrí que al lanzar la pelota contra la pared ésta regresaba a mí; la pared hacía la misma función que mi abuelo, y era mejor que él pues no se cansaba.

Por ese periodo nunca dejé de sonreír, todo era fantástico, hasta el cielo era diferente, más nublado y oscuro. Sólo recuerdo dos ocasiones de llanto, el primero fue el de mis hermanos, esto sucedió cuando mi mamá nos dejó. Mis hermanos habían sido testigos, yo estaba jugando y no me di cuenta de su partida. Ellos, inconsolables perdieron las ganas de jugar; aproveché esto para ocupar el patio que, hasta ese momento, la mayor parte del tiempo era de ellos. El que mi madre nos dejara no supuso ningún cambio para mí, desde inicios del encierro estuvo ausente y eventualmente, antes de que se marchara, ya me había olvidado de ella. El segundo recuerdo de llanto en la casa fue meses después de que mi madre se fuera. La lloriquera de mi abuela me despertó.

—¿Qué pasa, abuela? —le pregunté, ella me miró ahogando los sollozos sin poder hablar—. ¿Dónde está mi papá? —volví a preguntar y ella se me abalanzo para abrazarme. Nunca me respondió.

Después de todas esas desapariciones, en la casa sólo quedamos mis hermanos, mi abuela y yo.

Pasó el tiempo, eventualmente el encierro terminó. Mis hermanos y yo crecimos, cada quien tomó su rumbo, excepto mi abuela, ella siguió dentro de la casa como si el encierro no hubiera terminado. Yo hice mi vida, me casé y tuve hijos. Allí termina todo, lo que sigue de mi historia de padre es una masa de recuerdos sin emociones de ningún tipo.

Hace unos días recibí la noticia de la muerte de mi abuela. A su funeral asistimos pocas personas; unos cuantos de sus hermanos, mis hijos y yo. Cuando me acerqué a despedirla, como la tradición manda, me encontré con un saco arrugado de pellejos y ligamentos que rodeaban a unos pequeños huesitos que casi se asomaban —recordé el caldo que comí en la infancia—. No reconocí a esa mujer, y no era porque hubiera vivido tantos años que las innumerables arrugas me hicieran imposible reconocer, sino que simplemente no la conocía. Creo que hasta ese momento nuca me había detenido a mirarla fijamente más de dos segundos.

De regreso a casa, mis hijos comenzaron a interrogarme. Me cuestionaron sobre el motivo por el que nunca los llevé con la abuela, no supe qué decirles. Esperaba que mi silencio ahuyentara sus dudas, pero no fue así: el interrogatorio siguió y culminaron preguntándome sobre esa época tan terrible de la que tanto les hablan los mayores, aquella época del “encierro”. Al recordar, una sonrisa comenzó a esbozarse en mi rostro, pero me detuve al ver sus ojos de seriedad —una seriedad que me resulta incomprensible—. Les pedí tiempo para poder ordenar mis ideas y contarles aquello. Ellos parecieron entender.

Por este motivo es que comencé a recordar aquellos días. Cierto es que esos momentos de los que quieren saber fueron los mejores de mi vida, los más felices. Pero no se los puedo decir, no lo entenderían, ¿qué pensarían de mí? Lo que debo hacer es mentirles, contarles la historia a través de los ojos de mis difuntos familiares, narrarles la agónica muerte por hemorragia de mi tío, el fulminante infarto de mi abuelo, el abandono de mi madre y el suicidio de mi padre. Debo fingir pesadez, tal vez deba llorar… no lo sé… el propio relato me guiará.

Al final sólo me queda guardar los verdaderos y bellos recuerdos de la infancia para mí.


Autor: Orlando Sánchez Patiño (Ciudad de México, 1999). Estudiante de Física por la Facultad de Ciencias, Universidad Nacional Autónoma de México. Sumamente interesado en la narrativa literaria, ilustración, dibujo artístico, pintura y escultura. Obtuvo mención honorífica en el Concurso de Cuento Corto que convocó Desierto Calavera en su edición de 2017, Cuéntale a la muerte. Ha participado como ilustrador en el libro de Carlos Sánchez “Emir”, Tan de pronto mañana, publicado por Sangre Ediciones y en el primer número de la revista El sombrero del cocodrilo, editado por Cuauhtémoc Fénix Martínez Sánchez.