El asilo – Cuento de Enrique Esparza Vásquez

Se llamaba Pedro. Murió de viejo o, al menos, eso es lo que me dijeron por ahí. El médico me pidió que llamara a su familia para avisarles de su deceso, pero Pedro era huérfano. Era el huérfano más viejo que conocí en la vida. Tenía 86 años, nunca se casó, jamás le supe de algún hijo regado. No le conocí mujeres con las que haya romantizado, ni tampoco hombres.

A Pedro lo conocí en el asilo cuando tenía 72 años, era alcohólico. Llegó con un hedor a licor que podría jurar, no se le quitó durante días. En el asilo lo cuidaba al mismo tiempo que a Sonia, Elvira, Alfonso, Bernardo y María. De todos ellos, él era el más longevo, era el tipo más horrendo, majadero, cejudo, enojón, burlesco. Me costó mucho trabajo que el señor tuviera un poco de educación.

Si les soy sincero, nunca supe quién era, pues de él, sólo conocía su nombre. Siempre le vi cara de Ignacio. Así me llamo yo y para ser sincero, me identificaba mucho con él. Yo también he sido horrendo, tanto que he desperdiciado 15 años de mi vida cuidando ancianos que no me habían importado sólo para no salir a la calle a buscar otro trabajo, porque si les soy sincero, he sido remunerado bien y pienso que llegué a sacrificar el gusto por la plata.

Pedro era pesimista. Su pasatiempo era mirar la pared antes que la televisión. Criticaba el cabello de Elvira, odiaba a Elvira, pero nunca supe por qué. Era corajudo, indiferente, siempre buscando la manera de mostrar su enfado. A ojos de todos, era un sin vergüenza, pero yo no podía odiarlo. Me miraba en él como quien mira su propio reflejo. Hubiera sido un hipócrita quejarme de tales actos.

En los años que vivió aquí, murieron todos. Alfonso fue el primero, los demás no los recuerdo en orden. Pero en cada entierro los demás asistían sin falta, los ancianos se protegían y se apoyaban entre ellos. Comenzaba a pensar en lo triste que era acabar así. Ningún anciano que estaba a mi cuidado fue visitado ni de vivo ni de muerto por sus familiares. Murieron mirando en sus últimos momentos a gente desconocida como yo, que no les importaba sus vidas.

Elvira fue la última en morir de los demás, recuerdo que era amada por todos y muchos ancianos la despidieron cuando la enterré en el campo. Recuerdo que Pedro estaba ahí, alejado de la multitud, pero mirando hacia nosotros. Si me hubiera acercado un poco, pude haber jurado verlo llorar. Siempre me pregunté qué escondía bajo esa mirada cansada y aborrecible. ¿Por qué venía a despedirse de la persona que más humillaba? ¿Sería la culpa? Eso tampoco lo supe. Cuando murieron todos, Pedro tenía ya 85 años. En aquel entonces, me pusieron otros ancianos a mi cuidado, pero todos lo conocían y nadie quería convivir con él. Pedro lo sabía y sentí que eso no le importaba.

A días de su muerte, acostado en la cama, mientras le leía un libro de relatos árabes, me dijo que me estimaba. Terminó por decirme que me parecía mucho a él. Me dijo que me quería, pero noté que se arrepintió a los segundos de decírmelo. No tuvo el valor, ni tampoco las fuerzas para rectificar sus palabras. Por mi parte, no le contesté, no le regalé sonrisa alguna, pero algo me decía que ya sentía la muerte. Supongo que aquel que ha vivido arrepentido de sus actos tiene la presión de arreglar, en poco tiempo, todo el desorden que ha hecho en toda su vida. Pero eso nunca lo sabré, porque de su vida sólo conocí su nombre. También llegué a observar sus acciones, pero imaginaba que nunca se mostró como era.

Ahora que lo sepulté, nadie acudió a su entierro. A lo lejos, veía que los ancianos seguían con su vida como si nadie hubiese muerto. Se miraba vacío su epitafio. Nadie se había tomado la molestia de ponerle su apellido, pero para ser verdad, ni si quiera yo lo sabía. La tumba de cantera que cubría su cuerpo sólo tenía el nombre de Pedro en la parte superior. Qué desdicha que tu funeral sea más fúnebre que tu propio acto de muerte. Claro, el muerto no sabe eso, tal vez es más difícil para los familiares ver un velorio vacío. Pero Pedro no tenía a nadie.

Días después, le dejé un ramo de flores en su tumba. Me preguntaba si algún día llegaría a estar igual de solo que Pedro, todo apunta a que sí. Pero quizá la miseria del hombre nos enseña a no ser miserables, quizás el abismo repleto de secretos es quien nos empuja a la soledad oscura, quizás aquel que está totalmente cerrado olvidó la llave en algún lado. He pensado que es natural equivocarse en la vida, pero las personas ni el tiempo perdonan los percances del individuo.

Mientras miro el cielo estrellado recuerdo a Pedro. Me ha hecho ver que hay cosas que debo cambiar, ahora yo soy quien ha quedado solo, y, como siempre, acompañado de desconocidos, un refugiado más de este asilo que me carcome la edad. ¿Tendré el valor para corregirme? Tal vez Pedro no tuvo opción, ¿la tendré yo? Sólo espero que si en algún momento de la vida me convierto en Pedro, llegue un Ignacio a mi vida para hacerme ver a tiempo que el camino amargo, por muy camino que sea, no es el camino. 


Autor: Enrique Esparza Vázquez (Guadalajara, Jalisco, 1996). Egresado de la carrera en Ciencias de la Comunicación. Ha colaborado para la revista Primera Página y publicó su primera novela Inepcia. Actualmente, prepara un segundo libro de antología de cuentos.