I Son las nueve y ya se ha acostadodetrás de la obra, como en una hamaca,maliciosa la creciente luna.Como mujer desnuda en un cuadro,seduce e inhibe, tiene en cuenta miradas descaradas, congelándolesen un encantamiento silencioso.Pero, por […]

I Son las nueve y ya se ha acostadodetrás de la obra, como en una hamaca,maliciosa la creciente luna.Como mujer desnuda en un cuadro,seduce e inhibe, tiene en cuenta miradas descaradas, congelándolesen un encantamiento silencioso.Pero, por […]
Los Silabergs, ese grupo social al que el crecimiento explosivo de la comunidad relegó a los suburbios, seres inteligentes de barbas lacias y serenidad en los rostros, tribu de antaño golpeada y discriminada cuyos hábitats fueron devorados por espantosas y desordenadas colonias de interés social construidas por el gobierno, comenzaron a involucrarse, con los escasos recursos que les daban sus trabajos de asistencia en ingeniería, en la compraventa y construcción de drones. Al paso de los años construyeron algunos tan grandes que cabían casas dentro. Preocupados siempre, y cuidadosos con las leyes para que la velocidad o dimensiones de los drones no fueran afectados por ellas, no pasó mucho tiempo para que sus viviendas se desplazaran en grupos de tres o hasta cinco juntas.
Fotografía de Adriana Villegas
Durante 2018, en una cafetería de la Ciudad, Andrea L. de Aragón y Salomón Mondragón compartían sus impresiones sobre “El rinoceronte”, un cuento de Eugène Ionesco. Tras decidir adoptarlo y traerlo a la vida, florecería, primero, la compañía Sonámbulos Teatro, y después, una obra teatral que, sin que nadie pudiera anticiparlo, debería atravesar una pandemia mundial para estrenarse y, más importante aún, para encontrarnos en un tiempo donde todxs nos hemos tenido que refugiar de un exterior que marcha a un ritmo cada vez más hostil y apabullante.
Parado e inmóvil, se quedó ahí un momento. Acababa de colgar el antiguo teléfono de baquelita negro, ubicado en la angosta y oscura entrada del garito. Nervioso, le había confesado a su mujer que no podía resistir los impulsos de seguir apostando, que una vez más había perdido prácticamente todo y que cuando terminara —o, mejor dicho, terminaran con él— volvería a casa. Aquella noche, y como en ninguna otra, había pensado en regresar, pero su tentación era tan fuerte que no lo pudo hacer.
Para leer a María Negroni hay que deslastrarse de lo preconcebido, abrir los ojos y la mente a otras formas de entender la narrativa, la poesía, el ensayo, y simplemente entregarse al disfrute de la mezcla.
Al término del conteo, el cohete despegó desde el Centro de Lanzamiento de Satélites, y elevándose hacia el cielo iba dejando una espesa estela de color blanco, semejante a las nubes. Mirando hacia lo alto, Matías, el niño del poblado cercano, su abuelo, y la gente reunida en las afueras del centro aplaudían y se abrazaban mientras el cohete se hacía cada vez más pequeño a la vista, hasta perderse finalmente en el espacio.
El cuerpo de Minerva permanecía quieto en la orilla de la cama. Dos mujeres, confusas y trastabilladas, le sobaban el pecho y las manos, mientras otras dos corrían sin rumbo aparente alrededor de la casa. Buscaban un médico en los rescoldos del invierno, entre los montones de objetos antiguos. Telefoneaban, se nublaban, aullaban en silencio. No fue sino hasta que todo hubo terminado que una de ellas pudo al fin salir en busca de auxilio. Era tarde, o tal vez muy temprano. Eran quizá el cielo azul y sus nubes los que condicionaban el tiempo. La mujer entró en la habitación y escuchó un latido ilusorio debajo del metal redondo y frío. Entonces, pronunció las palabras y la más joven saltó desquiciada sobre el cuerpo, volviéndose de mar turbio como una pintura de Turner. Las otras la detuvieron, serenas, en sosiego, y ella se contuvo apretando el vacío con los dientes menguantes.
Amélie Nothomb nació en la ciudad de Kobe, Japón (1967). Es hija de padres belgas y actualmente reside en París. Es escritora de novelas breves que, gracias a sus diferentes intereses narrativos, no parece repetirse. Sin embargo —como ocurre con muchos escritores—, hay temas recurrentes dentro de su poética: el cuerpo, la sed, el dolor, el sufrimiento, la divinidad, el amor y la soledad, por mencionar algunos puntos de referencia en la obra de la autora. Así lo vemos en Metafísica de los tubos (2000), novela en la cual el personaje principal se obsesiona con el agua, la divinidad y el ser Dios durante sus primeros años de vida. Biografía del hambre (2004) es otra de sus novelas donde la protagonista muestra su avidez por comer, beber agua y experimentar placer en todos los excesos. De sus veintidós novelas publicadas, hago referencia sólo a dos títulos que coinciden con esos temas.
Podría decirse que los Pequeños tratados (Sexto Piso, 2017) es una obra singular en su ambición y en su género: la primera por su voluntad de compendiar una enorme cantidad de historias, fuentes, biografías y temáticas; el segundo por su carácter fragmentario que evita la visión de un conjunto. Se ha visto este libro como un diccionario del autor, Pascal Quignard, donde aparecen de forma disgregada las inquietudes que rondan el cuerpo de su obra, esas “pequeñas cosas en la frontera del mundo”. Si bien es reductivo, puede decirse que en esta obra se encuentra el germen de piezas futuras, sin por ello predecirlas.
Provincia del anochecer En este poema hay un gato negroy lo miras desde tus sueñosal notar que conoces sus ojosél también sueña contigoy están sentenciados a viajar juntospor un laberinto infinito mientras cae fango de […]