Los narradores ante el público. Refracciones autobiográficas – Ensayo de Armando Gutiérrez Victoria

Es 10 de junio de 1965 y está por iniciar un evento sin precedentes en la escritura autobiográfica y en la narrativa mexicanas: la primera de treinta y tres presentaciones en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. El ciclo, que lleva por nombre “Los narradores ante el público” y que se extenderá hasta 1966, se ha anunciado como parte de las continuas actividades y conferencias que viene organizando el Departamento de Literatura del INBA, por iniciativa de Antonio Acevedo Escobedo, crítico, divulgador y estudioso de la literatura que se ha propuesto ya no sólo recuperar la historia de las letras nacionales con sus ciclos de conferencias previos (“El trato con escritores”, “Las revistas literarias de México”), sino que ahora se aventura y expone a los distintos protagonistas y jóvenes promesas que integran el abundante y heterogéneo panorama de la narrativa mexicana de los años sesentas.

Pero qué hizo tan especial e importante a este proyecto, qué lo hace destacar del resto y por qué hoy debiera interesar no sólo a los especialistas y críticos, sino al público lector en general, a quien sea que esté interesado en conocer un poco más sobre la literatura mexicana de mediados del siglo XX. Antes siquiera de intentar contestar estas preguntas, sería pertinente señalar quiénes fueron algunos de los convocados a Bellas Artes en 1965 y luego en 1966. Entre ellos sin duda alguna destacan los nombres de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Ricardo Garibay, Rosario Castellanos, Sergio Galindo, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, José Revueltas, Edmundo Valadés, Guadalupe Dueñas, Jorge Ibargüengoitia, Salvador Elizondo y Gustavo Sainz; en suma, la mayoría de los escritores que hoy por hoy integran el canon de la narrativa mexicana del pasado siglo. Si bien, en algunos casos su obra ha corrido con más suerte que la de otros (reediciones, estudios, premios con su nombre, interés del público lector), en términos generales, se reconoce en ellos a indiscutibles protagonistas de las letras mexicanas.

¿Pero qué fue exactamente lo que expusieron estos autores en sus respectivas sesiones como parte del proyecto? Pues, precisamente, a ellos mismos: su infancia, sus lecturas, su formación, sus aficiones, sus convicciones artísticas y personales, las distintas dificultades y problemas que debían afrontar como individuos y como escritores en aquel México de los años sesenta; es decir, lo que aquellos narradores compartieron con los asistentes de la sala Manuel M. Ponce fue, en síntesis, su autobiografía.

El gesto no podía pasar inadvertido, nunca antes se había organizado un ciclo de conferencias (y además en un lugar tan emblemático de la cultura como lo era ya Bellas Artes) en el cual el centro, el tema y principal interés hayan sido los autores mismos, su vida, o al menos lo que de ella quisieran compartir con el público. Los comentarios en la prensa de la época no se hicieron esperar, pues no era para menos, porque, además del espectáculo autobiográfico, los convocados encarnaban un cruce generacional, un encuentro de visiones y principios a veces contradictorios sobre la literatura y su práctica. Por un lado, los nombres que ya empezaban a conocerse en el extranjero y que en el país representaban lo mejor de nuestra literatura (Arreola, Rulfo, Castellanos, Revueltas) fueron escuchados con respeto y expectación. De la intervención de Rulfo sólo quedan las crónicas y los comentarios periodísticos en los cuales se da cuenta de su renuencia a la exposición pública, la necesidad del amigo Juan José Arreola para mover al diálogo y la añoranza de un campo lejano. De Castellanos, en cambio, nos queda una fascinante crónica que recorre con detalle su infancia, la familia, su búsqueda incesante por una vocación, por hacer algo con aquel vivir que, en su opinión, no era del todo necesario, pero ya que se está aquí al menos habrá que pasarlo escribiendo.

Los jóvenes, o mejor dicho, los que a mediados de la década de 1960 eran considerados los jóvenes narradores (Leñero, Pacheco, Melo, García Ponce, Arredondo), más promesas que trayectorias, tuvieron su propio espacio, a la par que los maestros, que los escritores con un poco más de camino recorrido. No extraña en algunos el afán por autofigurarse como escritores capaces, con las lecturas, con las convicciones, con el mundo y las ganas de hacer todavía mucho en el futuro. Tampoco está ausente la infancia, lugar predilecto para signar su destino, así como sus relaciones con sus semejantes, compañeros de generación, maestros y figuras que de un modo u otro los alentaron a seguir por un determinado camino. Común a todos ellos sin duda es el sentido crítico, ya sea desde su faceta más práctica en sus labores como comentaristas y reseñistas en las páginas de revistas y suplementos culturales, hasta sus aficiones, aunque nunca fanatismo, por ciertos autores, por ciertas ideas, por ciertas tendencias estéticas; son cosmopolitas, universales, pero son independientes, pensadores autónomos, nunca epígonos, nunca dominados por la ansiedad de las influencias. Han dejado atrás el campo rulfiano, la provincia, la ironía arroleanas y el oficio castellanesco. Se interesan, en su lugar, por la experimentación, por la ciudad, por la literatura que se escribe en aquellos momentos en todo el mundo, por los debates internacionales, por la escritura misma. Es esta misma la generación que publicó en aquellos años títulos como Farabeuf, Morirás lejos, Los albañiles, Figura de paja, La señal y Gazapo.

Hay otros entre los convocados que, sin embargo, se mueven en una órbita propia, no están en el centro, no son los maestros, aunque a veces compartan con ellos la edad, pero tampoco son los jóvenes que comenzaban a suscitar interés y que escribían incansablemente, semana a semana o mes con mes, en las publicaciones del momento. Diría, a la manera de un Rubén Darío, que son los raros, los que por distintas circunstancias que todavía faltan indagar a profundidad se desarrollaron en una sombra paralela, pero que hoy se revelan como islas inexploradas a las que valdría volver: Luis Spota, Ricardo Garibay, Sergio Galindo, Edmundo Valadés. Pocos de los distintos relatos de vida reunidos en los volúmenes impresos Los narradores ante el público (1966-1967) nos dejan tan profundamente aturdidos, confusos y nostálgicos de una infancia que no volverá a ser nuestra como lo hace el de Edmundo Valadés. Igualmente, pocos nos harán pensar en la necesidad del oficio periodístico y en su profundo conocimiento, en todo lo que hay que vivir, que leer, en toda la gente que hay que conocer, como lo hace el texto del niño terrible de Bucareli, Luis Spota. Con algo de suerte, no sólo las vidas que narran Garibay y Galindo, sino también sus obras, sean recuperadas con merecida justica en los años venideros. Es verdad, todavía tenemos una deuda muy grande con obras como Beber un cáliz, La casa que arde de noche, El bordo y La comparsa.

Hubo también, naturalmente, algunas ausencias, plumas que se echan en falta si de narrativa hablamos. ¿Por qué no estuvieron Agustín Yáñez, José Agustín, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Julieta Campos y Luisa Josefina Hernández? A Yáñez ya se le reconocía como un novelista de primera línea con Al filo del agua, mientras que el resto de los jóvenes tenían la misma o hasta más trayectoria que sus compañeros, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis e Inés Arredondo, por mencionar algunos nombres.

En la actualidad, quizá nos resulte difícil visualizar el panorama y las distintas condiciones culturales que permitieron un encuentro de esta naturaleza, en uno de los momentos de mayor esplendor y desarrollo para la literatura mexicana. Todo se conjuntó y se alineó para que la década de 1960 fuera una de las de mayor importancia en las letras mexicanas, semejante tal vez a otros hitos de la cultura nacional como lo fueron el periodo de “La República Restaurada” en el siglo XIX o la década de 1920, cuando, mientras se libraban los debates por la novela de la Revolución, entraron en escena los Estridentistas, representantes de la vanguardia mexicana, y también hicieron su aparición los destacados poetas y ensayistas reunidos bajo la revista Contemporáneos.

La cultura mexicana atravesaba uno de sus mejores momentos al iniciar 1960. Rulfo, Arreola, Castellanos y Revueltas habían abierto caminos ya en los cincuentas, no sólo en el terreno de la creación, sino entre el público lector, el medio editorial y las publicaciones impresas. A manera de una conclusión de la década anterior, Carlos Fuentes había publicado La región más transparente en 1958, tras una expectación sin igual y con una gran acogida entre los jóvenes aspirantes a escritores. Y si bien la ciudad como tema no fue una invención de Fuentes, pues ya estaba desde mucho antes publicando, por ejemplo, un Luis Spota, sí fue su novela la que colocó esta preocupación en el centro, a la par de la búsqueda por nuevas técnicas y formas de narrar.

La década de los sesentas también fue el periodo en que surgieron importantes empresas editoriales, sin las cuales muchos escritores no hubieran tenido la oportunidad de publicar obras que hoy consideramos clásicos de nuestra tradición literaria. Entre ellas destacan, sin duda, editoriales como Joaquín Mortiz, con su mítica “Serie del Volador”, Editorial Siglo XXI, en la cual vio la luz la primera edición de José Trigo, de Fernando del Paso, y Ediciones Era, donde publicaron algunos de sus primeros libros José Emilio Pacheco, Juan Vicente Melo y Juan García Ponce. Aunado a esto, es innegable el papel protagónico de las distintas revistas, suplementos y publicaciones periódicas donde se discutían desde las novedades en el panorama nacional, hasta los temas y autores más recientes en el contexto latinoamericano, estadounidense y europeo. Entre el gran número de materiales hemerográficos que el lector de a pie tenía a su disposición sobresalen La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, cuyo director, Fernando Benitez, desarrolló una labor incansable y hasta ahora sin igual por difundir y promover a un gran número de escritores mexicanos; también estaban Cuadernos del Viento y la Revista de Bellas Artes, proyectos dirigidos por Huberto Batis, la Revista Mexicana de Literatura, con su última época, en la cual se dieron a leer por vez primera cuentos de Inés Arredondo, Sergio Pitol y Juan Vicente Melo; y la Revista de la Universidad, organismo crítico y espacio de creación importante para la narrativa, la poesía y el resto de la literatura del momento.

Cuando en 1965 comenzó este ciclo de conferencias autobiográficas, la cultura mexicana se encontraba en la cúspide de su progreso. Había instituciones, como el mismo Bellas Artes o La Casa del Lago, preocupadas por promover la literatura y las artes, había publicaciones y una industria cultural próspera, había interés por la cultura mexicana y latinoamericana, pues comenzaba aquel otro fenómeno editorial que la posteridad conocería como el Boom Latinoamericano, había una intensa labor crítica en centros universitarios y de investigación. “Los narradores ante el público” fue, entonces, una suerte de instantánea que supo retratar, o mejor dicho auto-retratar, no sólo a una generación, sino a todo el campo cultural tan vasto que se agrupaba en la Ciudad de México.

Hoy, que vuelven a interesar los géneros autobiográficos, ya sean los más experimentales y arriesgados como la autoficción y sus derivados, o los más íntimos como las cartas y diarios personales, habría que volver la mirada sobre este fenómeno sin precedentes en la literatura mexicana; un evento que reunió por primera y única vez a lo más notable de las letras nacionales en un mismo lugar y los expuso en sus convicciones, en sus ideas en torno a la literatura, en sus lecturas predilectas, pero también los mostró como personas atribuladas por las inseguridades, por la falta de dinero, por el trabajo que desdeña al escritor, por el mismo medio que exigía de ellos más de lo que se creían capaces. Tras la lectura en conjunto de sus intervenciones, qué tienen en común todo ellos, valdría preguntarse. Quizá simplemente que todos supieron escribir contra corriente, aun en las circunstancias más adversas, frente a la crítica desfavorable, contra las necesidades económicas, en una cultura que se mostró, como pocas veces lo ha hecho, tan favorable a sus labores como escritores.

Tlalpan, diciembre de 2022


Autor: Armando Gutiérrez Victoria (CDMX, 1995). Director de Irradiación. Revista de Literatura y Cultura. Actualmente cursa el Doctorado en Literatura Hispánica en El Colegio de México. Ha editado Cien años de cultura y letras en Excélsior (UNAM, 2022). Ha publicado poesía, cuento, ensayo, reseñas y textos críticos en distintas revistas como La Palabra y El Hombre, Campos de Plumas, Ibídem, Periódico Poético, Punto en Línea, Nudo Gordiano, Pérgola de Humo, etc.