Romper un vaso
Estaba al borde. Lo juro. Casi imperceptible,
atento a la ruina como a punto de darse muerte
como sabiendo el lugar exacto dónde hacer fuga.
Estaba al borde.
Expresiones artísticas de distinto tipo, ya sea de tipo visual o literario, como cuento, poesía o ensayo.
Estaba al borde. Lo juro. Casi imperceptible,
atento a la ruina como a punto de darse muerte
como sabiendo el lugar exacto dónde hacer fuga.
Estaba al borde.
Con sombrero anda la muerte
agitando su guadaña
en la lengua del político
al tenor de su campaña
No hace falta el cementerio
aludiendo a sindicatos
siempre acaba la injusticia
en discurso el candidato
Casi quedo sin cordura,
venga de una vez la Parca
a romper mis ataduras.
No tardes mucho, calaca,
¡esperar por ti es tortura!
Te haré un espacio en mi celda
para que alivies mis penas.
¡Quiero entregarme a la fría!,
¡quiero cederle mi vida!
Terminó la cuarentena.
Antes de conocer a Don David, yo tenía una vida normal. Me dicen Frankie y nunca me gustaron los trucos con cartas. Tampoco mi nombre, Francisco, por eso utilizaba el apodo que me puso mi mejor amiga. Era un mago callejero, aunque antes de eso trabajaba en fiestas, pero el primer día que hice trucos en la calle gané más dinero y me la pasé mejor que en una de esas jornadas frente a niños dispersos y groseros.
“Hola. Sé que habíamos acordado ya no hablarnos, pero no aguanto más. No me gustó la forma en que terminamos. Quisiera platicar contigo y aclarar las cosas. Acabo de llegar. Estoy en un hotel. Quiero verte mañana en el Parque Hidalgo a mediodía. No te preocupes, llevaré cubrebocas y me mantendré a distancia. Nos vemos más tarde. P.D. Si decides no ir, lo entiendo. Cuídate».
Did you exchange
R.Waters y D. Gilmour
a walk-on in the war
for a leading role in a cage?
Era el remanente de un sueño de los últimos días: como de seis años, enclenque, con sus manitas de ventrílocuo, de estatura más baja que todos los niños, parado frente a una mesa con una jaula cubierta de un retazo de tela negra; una concurrencia expectante en un jardín iluminado por un sol cálido; una vocecita que dice: «Abracadabra, que aparezca un pájaro». Silencio. Por algún motivo, no descubre la jaula. Un hombre grita desde el público: «Navarro, eres un imbécil; eso ni siquiera rima; por eso, no te salió el truco». Y aunque él y su nariz afilada lo exasperaba, eso era lo de menos. El niño hubiera despojado la tela de no ser por el pavor que, de súbito, se esparció por su cuerpo. Sin una secuencia intermedia, como si hubiera desunido sus átomos hasta aparecerse enfrente de la mesa en sus contornos de Nosferatu, el hombre empujó al niño y quitó el retazo de la jaula: una cabeza se encontraba tras las rejas. «Te dije, Navarro, eres un tarado; apareciste otra cosa». Mientras que el niño reconocía de quién era la cabeza, de ésta salía expulsado el ojo izquierdo.
El sonido del agua cayendo en el lavabo era lo único que retumbaba en mi cabeza. Una señora cayendo sobre una cascada vino a mi mente. Mojé mi rostro y me vi en el espejo, estaba pálido. Terminé de lavarme los dientes, pero el sonido siguió poniéndome nervioso.
En el 2005 ahorré un poco de dinero y me compré un viaje redondo a La Habana. El boleto resultó ser una ganga sospechosa; después conocería la verdadera razón: el huracán Dennis estaba por llegar a la isla. Durante el tiempo en que estuve en Cuba apenas si pude conocer La Habana Vieja, la Plaza de la Catedral y el Capitolio, ya que inmediatamente después de mi llegada se dictó la orden estricta de resguardo domiciliario. Me la pasé encerrado en un vecindario de la Calle Trocadero esperando a que las aguas se calmaran para regresar a México. En la televisión pude ver cómo Fidel Castro daba las noticias sobre la situación del huracán e incluso el momento en que el Comandante reprendía a uno de los reporteros por ignorar la geografía de la isla. Fue algo maravilloso y detestable a la vez. Cuatro días después salí de La Habana sin nada en los bolsillos porque un conductor me cobró una cantidad exorbitante de dinero para alcanzar mi vuelo. Al dejar la isla, vista desde las alturas, no dejaba de pensar en aquella sentencia que escribiera Guillermo Cabrera Infante en su libro Mea Cuba: “Cuba había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás”. Pero ese es otro tema; lo que en realidad quiero contar en estas breves líneas es que, de ese infortunado viaje, logré extraer un buen provecho de la isla —¿acaso no es el modus operandi de la mayoría de turistas en Cuba?—: cinco o seis libros usados que conservo entre los anaqueles oxidados de mi biblioteca. Uno de ellos lo compré en una librería de viejo ubicada a espaldas de la Catedral. Ismar, el amigable vendedor que atendía el local, me dijo: Apáñate éste, viejo, es uno de los más grandes escritores cubanos del siglo XX. Tomé el libro y vi la portada: Nada del otro mundo, antología poética de Luis Rogelio Nogueras.
Con manos temblorosas, tomó la pequeña maceta, y la contempló un instante. Sus ojos se humedecieron. El endeble tallo de la planta se erguía desde un poco de tierra arenosa, que parecía apenas sostenerlo. Tres hojas, verdes y aterciopeladas, surgían a los costados y, en el extremo, un blanco botón anunciaba el inminente advenimiento del primer pimpollo.
El tiempo me mira
desde su rutinaria sonrisa,
sumisa mueca del encierro
entre las confusas paredes
del círculo que le cuenta los pasos.
Su burlesco andar muerde la piel
y los huesos mueren oxidados
con sueños desechos
a la espera de algún después.