Vuelta a la isla: La poesía de Luis Rogelio Nogueras – Ensayo de Irán Vázquez Hernández

En el 2005 ahorré un poco de dinero y me compré un viaje redondo a La Habana. El boleto resultó ser una ganga sospechosa; después conocería la verdadera razón: el huracán Dennis estaba por llegar a la isla. Durante el tiempo en que estuve en Cuba apenas si pude conocer La Habana Vieja, la Plaza de la Catedral y el Capitolio, ya que inmediatamente después de mi llegada se dictó la orden estricta de resguardo domiciliario. Me la pasé encerrado en un vecindario de la Calle Trocadero esperando a que las aguas se calmaran para regresar a México. En la televisión pude ver cómo Fidel Castro daba las noticias sobre la situación del huracán e incluso el momento en que el Comandante reprendía a uno de los reporteros por ignorar la geografía de la isla. Fue algo maravilloso y detestable a la vez. Cuatro días después salí de La Habana sin nada en los bolsillos porque un conductor me cobró una cantidad exorbitante de dinero para alcanzar mi vuelo. Al dejar la isla, vista desde las alturas, no dejaba de pensar en aquella sentencia que escribiera Guillermo Cabrera Infante en su libro Mea Cuba: “Cuba había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás”. Pero ese es otro tema; lo que en realidad quiero contar en estas breves líneas es que, de ese infortunado viaje, logré extraer un buen provecho de la isla —¿acaso no es el modus operandi de la mayoría de turistas en Cuba?—: cinco o seis libros usados que conservo entre los anaqueles oxidados de mi biblioteca. Uno de ellos lo compré en una librería de viejo ubicada a espaldas de la Catedral. Ismar, el amigable vendedor que atendía el local, me dijo: Apáñate éste, viejo, es uno de los más grandes escritores cubanos del siglo XX. Tomé el libro y vi la portada: Nada del otro mundo, antología poética de Luis Rogelio Nogueras.

Lo llamaban Wichy el Rojo por el color de su cabello (y de ahí el título de uno de sus libros: Cabeza de zanahoria). En internet hay una foto suya leyendo uno de sus poemas: un tipo flaco y carismático, camisa blanca arremangada hasta los codos y pantalón de mezclilla doblado en la parte inferior; no lleva cinturón bajo su propio riesgo. En el fondo se ve a un joven Silvio Rodríguez acompañado de su guitarra escuchando atento lo que lee el Wichy, los dos fueron grandes amigos en su juventud. Luis Rogelio Nogueras era poeta un revolucionario en el mejor sentido del término: escribía desde la revolución, no sobre la revolución. El humor y la imaginación eran sus mejores herramientas. Los que lo conocieron afirman que vivió y murió diciendo chistes y tomando al mundo como lo que es en realidad: una broma absurda. Reinaldo Arenas lo recuerda leyendo poemas de Jorge Luis Borges y textos de otros autores prohibidos en aquel momento por el régimen de Castro, a pesar de que el Wichy había sido uno de los fundadores de El Caimán Barbudo, una de las revistas más comprometidas con la Revolución cubana. Política aparte, a Wichy le gustaba jugar con la tradición: reescribir poemas o dialogar con sus antecedentes literarios: 

The raven

AQUELLA TARDE YO ESTABA SOLO.
TOCARON A LA PUERTA. ABRÍ:
NO HABÍA NADIE, NO ENTRÓ
VOLANDO UN CUERVO NI NADA.

Son varios los poetas que hace acto de presencia en las páginas Wichy. Algunas veces aparecen para trazar una filiación poética, otras para señalar el origen de un poema y unas más para entablar un diálogo intertextual con el poeta en cuestión. La parodia era uno de sus recursos: 

Coincidence
(Imitación de William Carlos Williams) 

Un botón 
ha caído
de mi camisa
rodó
por el suelo
bajo el armario

Un obrero
ha caído
desde un andamio
rodó por 
la calle
bajo los autos

mismo
maldito
minuto

Luis Rogelio Nogueras escribió Cabeza de zanahoria cuando tenía 23 años. Por este libro recibió el Premio David de la Unión de Escritores y Aristas de Cuba (UNEAC), el primero que se entregó en la isla. Después tardó diez años en publicar el siguiente libro, no por falta de creatividad, sino por exceso de desconfianza: la Dirección del Consejo Nacional de Cultura lo había condenado al ostracismo por sus dudosas inclinaciones revolucionarias tras el “Caso Padilla”. Sin embargo, en 1981 las cosas vuelven a reacomodarse: Luis Rogelio Nogueras recibe el Premio Casa de las Américas de Poesía por un libro extraordinario: Imitación de la vida, teniendo como jurado nada más y nada menos que a Juan Gelman, José Emilio Pacheco y Antonio Cisneros. El título del libro habla de su propia concepción de la poesía, resumida en la cita de Hans Arp que viene transcrita en las primeras páginas: “No invento nada. Es la vida quien inventa lo que pinto. Yo oigo y copio. Leo y copio. Miro y copio. Palpo y copio. La vida se sale de mí como de un espejo”. Los poemas que me gustan más de este libro son “Poesía trunca”, “Vida de un poema”, “Acerca de un breve poema que lo hizo inmortal” y “Acta”. Los tres primeros están escritos con el largo aliento de alguien que juega a poetizar una trama, con mucho ingenio e imaginación, marca de la casa de Nogueras; el último lo reproduzco aquí:

Acta

Siendo las 3 y 30 de la madrugada
del martes 13 de enero de 196…
una patrulla de críticos literarios
que realizaba su ronda nocturna
sorprendió al poeta conversacional E…. S….
mayor de edad, casado,
leyendo a Villaespesa.
El susodicho individuo fue detenido de inmediato y en
           horas de la mañana del propio día
se practicó un registro en su gabinete de trabajo,
ocupándole:
a) dos sonetos de su propia inspiración,
b) un diccionario de rimas
c) las obras completas de Vargas Vila.
Durante el interrogatorio el acusado
Confesó haber escrito varias silvas y un romance
bajo el seudónimo de “El enamorado de la luna”.
Se le seguirá un proceso por alta traición.

Es curioso que un poema así lo haya escrito alguien que estuvo marginado durante varios años por opiniones que no encajaban con la política cultural del gobierno. También es curiosa la referencia al pseudónimo, ya que Luis Rogelio Nogueras tenía fama de escribir bajo el auspicio de nombres ficticios. En él hay algo de Borges, pero también un poco de Fernando Pessoa y algo más de Ezra Pound. En el libro El último caso del Inspector hallamos varios heterónimos con su propia biografía y obra, poemas apócrifos rescatados de alguna biblioteca inexistente, un poeta olvidado en el fondo de un archivo histórico o textos inéditos de escritores imaginarios. Nogueras era un maestro de la invención. En esta obra nos topamos con dos de sus creaciones más célebres: la primera, el “Eternoretornógrafo”, un poema circular que bien podría tener un puesto privilegiado entre las lecturas recomendadas por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo; el segundo poema, el que le da título al libro, es uno de los pocos poemas policiales que he tenido la oportunidad de leer:

El último caso del Inspector

El lugar del crimen
no es aún el lugar del crimen:
es solo un cuarto en penumbras
donde dos sombras desnudas se besan.

El asesino 
no es aún el asesino:
es sólo un hombre cansado
que va llegando a casa un día antes de lo previsto,
después de un largo viaje.

La víctima
no es aún la víctima:
es sólo una mujer ardiendo
en otros brazos.

El testigo de excepción
no es aún el testigo de excepción:
es sólo un inspector osado
que goza de la mujer del prójimo
sobre el lecho del prójimo.

El arma del crimen
no es aún el arma del crimen:
es sólo una lámpara de bronce apagada,
tranquila, inocente
sobre una mesa de caoba.

En Informe contra mí mismo Eliseo Alberto escribe lo siguiente: “Wichy no sólo era el poeta más inteligente y brillante de sus contemporáneos sino además el más atractivo, condición que en su caso resultaba de un valor inapreciable. Presumido, simpático, culto y fiel, a Luis Rogelio, Cabeza de Zanahoria, le gustaba coquetear hasta con la señora Muerte”. Y, en efecto, como sugiere el mismo Eliseo Alberto, basta echar una mirada a los títulos de algunos de sus libros para comprender la tensión existencial que invadía al Wichy: Imitación de la vida, Y si muero mañana, Nosotros los sobrevivientes, Las quince mil vidas del caminante, etc. El sentido del humor y el recurso del absurdo en la poesía del Wichy funcionaban como formas para sublimar la presencia de la muerte. La muerte fue el río subterráneo que atravesó las páginas de cada uno de sus libros. No en vano era el mismo Wichy quien decía que, para que una obra literaria fuera convincente, debería tener al menos una o dos muertes. Esa era su forma de ver las cosas o, más bien, de jugar con los asuntos de la vida. De la poesía del Wichy aprendemos precisamente eso: que todo juego es asunto serio, incluso —por su puesto— el juego que sucede a diario entre la vida y la muerte. En uno de sus poemas más intensos y mejor logrados, sin perder un ápice de la ironía que siempre lo caracterizó, el Wichy nos hace cómplices de este juego universal:

Césare Pavese

Suponga que yo estoy escondido de antemano en el closet
y que usted (tantas cosas tiene en la cabeza)
no lo nota.
Se acuesta, 
toma las dieciséis píldoras del frasco,
hace las últimas llamadas: inútiles,
medita sobre las derrtotas, las guerras, Turín (cruda en invierno).

Suponga que usted deja 
las gafas en la mesita de noche
y que luego escribe algo en su cuaderno
(letras rápida, pequeña).

Ahora imagine que yo salgo.
Que impido su suicidio.
Cinco, dos, veinticuatro veces
(como en el cine).

Suponga que usted no muere,
suponga que nos damos las manos
y que cometemos pequeñas historias, aventuras habladas
donde las mujeres aman desesperadamente a los poetas
y no hay estar solos, ni desastres, ni trenes aplastados.

Pero no.
Yo estoy en mi cuarto y usted está en el suyo.
Yo no trato de impedir nada
y usted se toma las pastillas.
Yo dejo su libro en la mesita de noche y trato en vano de dormirme
y viene la muerte y tiene sus ojos. 

El Wichy murió el 6 de julio de 1985. Un cáncer avanzó silenciosamente por su piel hasta convertirse en metástasis. Ya era tarde cuando los médicos se dieron cuenta. Quienes lo visitaron en el hospital afirman que el Wichy hacía bromas sobre su precario estado salud, se inventaba muertes absurdas fuera del hospital o se burlaba de su propio dolor. A veces, como era su costumbre, hablaba de algún un libro apócrifo del siglo XVII escrito por un autor cubano del siglo XX que sólo él era capaz de reconocer. ¿Acaso era él mismo? ¿De qué libro se trataba?

En 2011 regresé a La Habana por cuestiones de trabajo (investigar el archivo “Lezama Lima” en la Biblioteca Nacional José Martí). Esta vez no hubo huracán ni Fidel Castro que diera las noticias en la televisión. Algunos jóvenes bailaban reguetón y otros más se atrevían a hablar sobre las fallas del régimen cubano. La isla estaba cambiando, no sé si para bien o para mal. Caminaba en el malecón viendo a los habaneros intentando captar el interés de los turistas cuando, de pronto, alguien me llamó por mi nombre desde la parte alta del empedrado. Al principio no reconocí quién era, sólo vi a un hombre de camiseta blanca exagerando sus movimientos para que lo reconociera; luego, después de que el desconocido diera un gran salto hasta donde estaba yo (“Cuba había dado un gran salto adelante, pero había caído atrás”), vi que se trataba de Ismar, el amigable vendedor que años atrás, a espaldas de la Catedral, me había recomendado comprar el libro de Luis Rogelio Nogueras. No sé por qué sentí un gusto enorme reencontrarme con él. También él había cambiado: se veía más flaco de lo que recordaba y tenía manchas en la cara, pero aún conservaba la sonrisa que le había visto años atrás. Nos abrazamos, como si fuéramos los mejores amigos de la infancia, al tiempo que le explicaba sobre mi regreso a la isla. Me relató que había cerrado la librería y que ahora se dedicaba a la “bemba”; no quise preguntarle en que consistía su nuevo empleo pero, al parecer, le iba mucho mejor. Nos reímos de cosas intrascendentes. Más tarde me invitó a beber a su casa a cambio de un poco de “güano” y yo acepté; al instante, Ismar volteó a ver a su compañero en el empedrado y gritó: “Vamos a hacer media, Felnando, aquí el acere mexicano es un quemao por los libros viejos, a él le tiré el del Wichy, de tu nona, ven para que platiques con él”, y así sin más, Felnando, Ismar y yo, entre risas y chistes que yo no lograba entender del todo, nos fuimos a poner “jalaos” a la salud de Cuba hasta que nos dio el amanecer.


Autor: Irán Vázquez Hernández. Poeta, ensayista e investigador. Cuenta con el Posgrado en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Barcelona, en la Firestone Library de la Universidad de Princeton y en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Algunos de sus escritos académicos y de creación literaria han sido publicados en diversas revistas nacionales y extranjeras. Aparece compilado en las antologías Asamblea de Cantera. 25 años (Cantera Verde, 2014), Viaje a la oscuridad. Antología de cuento breve (Lengua de Diablo, 2015) y Cada silencio nace una palabra muerta. 27 autores iberoamericanos (Ediciones solidarias, 2018). Es autor del libro Octavio Paz: Un moderno antimoderno (Redactum, 2018). Ha recibido el Premio Nacional de Ensayo Joven 2002 y el Premio Nacional de Poesía Enrique Peña Gutiérrez 2020.