El niño interior – Cuento de Edis Namar

Did you exchange
a walk-on in the war
for a leading role in a cage?

R.Waters y D. Gilmour

Prólogo

Era el remanente de un sueño de los últimos días: como de seis años, enclenque, con sus manitas de ventrílocuo, de estatura más baja que todos los niños, parado frente a una mesa con una jaula cubierta de un retazo de tela negra; una concurrencia expectante en un jardín iluminado por un sol cálido; una vocecita que dice: «Abracadabra, que aparezca un pájaro». Silencio. Por algún motivo, no descubre la jaula. Un hombre grita desde el público: «Navarro, eres un imbécil; eso ni siquiera rima; por eso, no te salió el truco». Y aunque él y su nariz afilada lo exasperaba, eso era lo de menos. El niño hubiera despojado la tela de no ser por el pavor que, de súbito, se esparció por su cuerpo. Sin una secuencia intermedia, como si hubiera desunido sus átomos hasta aparecerse enfrente de la mesa en sus contornos de Nosferatu, el hombre empujó al niño y quitó el retazo de la jaula: una cabeza se encontraba tras las rejas. «Te dije, Navarro, eres un tarado; apareciste otra cosa». Mientras que el niño reconocía de quién era la cabeza, de ésta salía expulsado el ojo izquierdo.

*

I

Y despertó. Los otros días había terminado el sueño con el niño llorando porque aparecía un pájaro muerto; entretanto, el licenciado Contreras, su jefe, le increpaba por su acto fallido y todo el público se carcajeaba. No le cabía duda que su inconsciente le espetaba sobre su actitud ante su situación laboral: desde el inicio de la semana, le avisaron que ya no sería renovado su contrato como profesor de literatura posmoderna de la primera mitad del siglo XIX; se rumoreaba en los pasillos de la universidad donde trabajaba que era porque el director, Contreras, traería a un amigo suyo para ocupar el puesto. Diez años enseñando y ni una queja, ni un remanso de ahínco para permanecer en los salones de clase, como si las calles recorridas fueran, a su vez, un artilugio maligno que por cada viaje de casa a escuela y viceversa le hubiera absorbido dioptrías de la vista, cartílago reseco de las rodillas, músculo cardiaco hecho polvo que, en el mejor de los casos, ya combinado con el ambiente, lo respiraba y lo tosía de tan árido.

*

II

Pero esa cabeza… Sí, era su cabeza. Despertó exaltado ese viernes, su último día de clases. ¿Era la evidencia sin hermetismo onírico de su pusilanimidad? No había gesto en esa cabeza que delatara alguna emoción o esa resignación magnánima que anuncia que la muerte es un descanso; era un cráneo con la piel pegada, una cámara de operaciones de un débil gusano megacéfalo lleno de electricidad.

Observó en su celular la hora, faltaban cuarenta minutos para su clase; punto bueno para el trabajo rutinario: se hallaba a veinte minutos en transporte público. Se levantó, se lavó la cara y los dientes; se había dormido con un pantalón de mezclilla, desnudo de su ventrudo torso; no se lo cambió, se puso una camisa azul y un abrigo gris Oxford –ya que el frío asaetaba–, donde metió su celular en el bolsillo interior; se sirvió café de una jarra que había preparado en la noche. No tardó ni cinco minutos y había dado un portazo para salir corriendo. No se atrevió a verse en el espejo del baño.

*

III

Cuando aflojó la marcha por una dolencia en las rótulas, sintió algo extraño dentro de su cabeza, no dolor ni entumecimiento, como el peso de un cuerpo diminuto. Pensó en una apoplejía; sin embargo, siguió caminando. Ya había llegado a la base de las combis, arribó a la que estaba a punto de arrancar, pagó su pasaje, se sentó en las bancas del fondo; se olvidó de sus lentes, así que no distinguió los rostros de los pasajeros que le quedaban de frente, sólo que uno hacía un imperceptible movimiento de barbilla para saludarlo. Evadió el campo visual de aquel individuo animoso para no responderle, se acurrucó en la ventanilla y cerró los ojos. Sólo necesitaba dormir unos minutos.

*

IV

El niño, con un esmoquin negro, camisa blanca y moño rojo, miró dulcemente a Contreras y le preguntó: «Soy muy tonto, ¿me puede ayudar con otro truco? Éste sí le va a gustar». Desorientado, como si hubiera perdido los matices de su papel, asintió. Ya no estaban en un jardín, sino en un cuarto blanco. La concurrencia, que anteriormente se apoltronaba en asientos de plástico, ahora se hallaba en pupitres. La mesa con la cabeza enrejada se seguía interponiendo entre el niño y Contreras.

«Acérquese un poquito; más, más…». El niño metió su mano izquierda al interior de su saco, mostró en alto al público una varita mágica negra rematada en los extremos con puntas blancas; luego, la impulsó hacia atrás lo más que pudo… Y la dirigió al ojo derecho del licenciado para clavársela… «Abracadabra… Ay, no, me equivoqué otra vez…», dijo el niño sensiblemente afectado por haber errado el orden del acto.

*

V

Abrió los ojos y sudaba. Volteó hacia la ventanilla. Aún no se había completado ni la mitad de camino. Con la esperanza de ya no soñar, volvió a acurrucarse.

*

VI

El ojo que le quedaba a Contreras estaba abierto; en el otro, se erigía la vara incrustada; de la cuenca le escurría sangre, que ya había formado un charco en el suelo. No sabía si hablar, si era un cadáver, si contestar el acto violento del niño, si convulsionarse o levantarse.

«Yo no sé cómo teniendo treinta y cinco años te dejas de ese hombre malo. ¿Viste cómo le hice yo estando más chico?». En tanto sentenciaba eso el niño, efectuaba otro truco: jalando el ojo salido de entre las rejas de la jaula, iba desmadejando el cerebro de la cabeza; unida al globo ocular, salía una tira de cuero sepia que cabía en sus manecitas, apenas sanguinolenta, con pliegues que se asemejaban más al papel arrugado que a las callosidades cerebrales.

«Perdón, perdón, querido público, explicaba mi acto: puedo leer la mente de esta cabeza. En serio… Por ejemplo, en esta línea, se ve un hombre hecho de partes de cadáveres que… ¿no está vivo? ¿Cómo no va a estar vivo si camina y respira? En esa otra, ¿un hombre con una pata de palo persiguiendo a una ballena por venganza? ¿Qué no aprendió la primera vez que no se le puede ganar a animales gigantes? ¿Un ser malo de noche y bueno de día bebiendo una pócima? ¿Qué de extraordinario tiene que alguien actúe como lo hace mi papá cada fin de semana, tomando el juguito mágico de sus botellas café? 

«Niños poseídos por fantasmas, marineros que navegan por ríos lejanos… El espanto, el horror, dice por allí (creo que el espanto ha de ser lo mismo que el horror, aunque, la verdad, no entiendo muy bien eso). Hay muchas de esas líneas con ramas, que se alargan sin fin en su mente. Pocas en las que se muestre pateando un balón, con los pies descalzos en la arena (como esa vez que me llevó mi papá a la playa, porque a pesar de todo, me hace muchas veces feliz) o peleando con lobos con sus propias manos (eso yo lo inventé, creí que podríamos imaginarlo en alguna situación más interesante que recordar historias sin sentido).

«Otras tantas en las que están ustedes, querido público; tú, güero, que te burlabas de su nariz gruesa y que le apodaste ‘Olmeca’; aquel señor, el tendero, que le gritó porque hablaba muy quedito y no entendía qué quería comprar; allá el muchacho que le bajó el pantalón frente a todos sus compañeros en el recreo en la secundaria; quien trabajaba con él y que lo humilló por su pronunciación poco entendible de una canción en inglés…

«Todos juntos acá y no harías lo que estoy a punto de hacer con mis pequeñas manos. Mira, mira, mira…».

*

VII

Lo despertó el zangoloteo del chofer, que le avisaba que la combi había finalizado su ruta; le punzaba el ojo izquierdo; sacó de la bolsa interior de su abrigo el celular para ver la hora. Cinco minutos antes de clase. Qué privilegio trabajar tan cerca de casa. 

Salió aturdido del vehículo; en la acera que se encontraba a pocos pasos, esperó a que el tránsito se detuviera para cruzar la calle; muy angosta, apenas cabía una hilera de carros que casi siempre iban a girar de rueda. Otra gracia de la profesión: no moriría atropellado.

Allí parado se apretó el ojo punzante y obturó leve los párpados; adentro, en el cuarto blanco, volaban miembros, órganos, se manchaban las paredes de rojo; cabezas pensaban en el piso si debían rodar para buscar su cuerpo. El niño interior saltaba de un lado a otro sonriendo y energético.

«Ves, ves, ves».

*

VIII

—Dice el director Contreras si puede pasar a su oficina. 

La recepcionista, una mujer afable de unos 60 años, le anunció lo anterior al entrar a la universidad. Del lado derecho, se hallaban cinco salones con sus alumnos ya en clase; sólo una esperaba a su profesor; tan blancos, que se notaban manchas de humedad y de polvo engastado; hasta el fondo, la puerta de madera, con una placa dorada y letras negras que indicaban el nombre del director. Tocó, abrió y aquél hizo una señal para que se sentara.

—Buenos días, profesor Navarro; antes que nada, quiero desearle que su último día en la escuela sea memorable en verdad…

«Mírale la nariz, las orejas alargadas, su calva: es feo, malvado, un demonio; ¿ves esas plumas en su escritorio? Clávale una, en el ojo entra muy fácil».

—… así que espero que, con sus consejos, la profesora Amanda pueda ejercer la docencia como usted por diez años y más. Es licenciada en Ciencias Políticas, pero lee mucho, igual que usted, le sorprendería. Es fanática de la Maga, a la que considera feminista, y del capítulo 60 de la novela de Cortázar, el del «noema»…

«¿No que era profesor? De seguro le gusta la maestra a ése. ¿Viste lo malo que es? Clávale la pluma, ¿qué esperas?».

—… le pido, de una manera atenta, que deje pasar con usted a la licenciada Amanda a clase para que vaya conociendo a sus alumnos y que, al final, la presente como su nueva profesora…

«¿En qué te has convertido? Mírame: eras un mago… Pero si no quieres, tendré que hacerlo yo, así que déjame salir…».

–¿Saben qué? No haré nada. Al carajo con todo.

*

IX

Tanto Contreras como la licenciada Amanda notaron el ojo punzante cuyo ritmo no parecía ser incitado por los nervios, sino ser impulsado por golpes inmisericordes. Navarro salió corriendo de la oficina sin oír las palabras estupefactas de sus interlocutores. Apenas llegó cerca de la mesa de recepción, cayó de rodillas apretando su ojo con la mano, oyó un «qué tiene, profe, qué tiene» de la mujer anciana que no pudo contestar.

«Abracadabra, que en el ojo se haga un hoyo… Lo logré y rimó… No me equivoqué, no me equivoqué».

La mano de Navarro salió expulsada hacia el piso con su globo ocular. El grito de la recepcionista inundó la escuela. De la cuenca se desperezaba una manecita ensangrentada. 


Autor: Edis Namar. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM; actualmente, se desempeña como profesor de español en una preparatoria de Ecatepec; ha hecho colaboraciones en Cine3.com y en el extinto portal Coma Suspensivos.