La literatura es ciertamente un viaje con un destino incierto, aunque la reseña en la cuarta de forros del libro nos quiera indicar lo contrario y nos invite a unas cuantas certezas. Soy consciente de lo cliché que es comparar el acto de lectura con cualquier acto que implique movimiento, especialmente el del viaje. Pero aclaro, antes que nada, que no considero que la lectura sea una vacación con todos los gastos pagados, en un hotel lujoso, con un clima delicioso y mucha comida en el buffet mientras no se esté chapoteando por ahí —a saber, esa manía de que cuando nos vamos de vacaciones siempre queremos estar “chapoteando por ahí”, aunque las temperaturas y la geografía nos lo impidan—.
Siguiendo esta analogía chocante, les cuento que ando en latitudes desconocidas para mí, y no puedo decirles en qué terminarán estas caminatas entre las cumbres textuales del escritor que me acompaña en esta ocasión: Mircea Cartarescu. A principios de marzo, en los días cercanos a mi cumpleaños, Toni tuvo a bien (y muy acertadamente, debo decirlo), regalarme un libro de Cartarescu llamado Solenoide, ese escritor rumano últimamente muy mentado quien se considera (está) en el punto máximo de su madurez literaria (honestamente, no sé a qué se refieren con “madurez literaria”, pero si un día lo descubro les escribiré un artículo sobre ello). Confieso que desde hace un par de meses me surgió esa enfermiza necesidad de leer algo de él; en gran medida por la recomendación de Emanuel Carrère que lo mentó un par de veces en un artículo, en otra porque me lo encontré de narices en una librería y la bonita portada de la editorial Impedimenta me cautivó enormemente. No fue sino en la semana previa a mi natalicio que Toni, mi novio con quien vivo, me lo obsequió en la cocina y desde ahí no se ha separado de mí.
Honestamente, mis expectativas comenzaron siendo altas y no han decaído con el paso de las semanas. El narrador es un profesor de primaria que abre el mundo narrativo contándonos que otra vez tiene piojos, y que es normal que los tenga porque trabaja en una escuela primaria y a esa edad, en Rumania, es común que los críos tengan las cabezas llenas de liendres y se las pasen a sus profesores. Rápidamente tocó un miedo con el que vivo: desde niño he tenido una fobia a los animales que se arrastran por la cabeza, en gran medida por culpa de Horacio Quiroga, pero también porque en cierta ocasión, mientras jugaba en el patio de la casa familiar, un mosquito zumbó a toda velocidad y se me metió en el oído. La experiencia fue traumática. Durante toda la noche el maldito insecto revoloteó dentro de mi mente, queriendo huir de mi oreja y mi cerilla. Yo me movía en la almohada y él añoraba su libertad y volvía con sus infernales aleteos. No fue hasta el otro día que mi tío, el médico de cabecera de la familia, fue por azar a la casa y con una jeringa ahogó al animal y éste salió aguado y casi destruido por el orificio de mi cráneo hasta una triste jícara que fungía y fingía como una almohada.
La novela, de la que llevo acaso una cuarta parte, ya me ha atrapado y conmovido. No quiero hablarles tal cual de lo que he leído, pues espero que esto sea una invitación a la lectura del escritor, pero sí quisiera hablar de las fibras sensibles que me ha tocado y cimbrado. Sin embargo, antes de entrar de lleno en materia, quiero dejar en claro que mi opinión puede cambiar, pues aún me encuentro de viaje y la Europa del Este siempre es intempestiva, volátil, cambiante; por ello me atrevo a nombrar este artículo “Crónica de viaje por Bucarest (I)”, aún sin saber cuántos números más habrá hasta terminar con Cartarescu. En fin, van aquellos momentos que ya me han provocado una intensa reflexión y a veces golpes en mis más profundos deseos y sueños, que a mis veintiséis años ya comienzan a pesarme.
Primero, sobre nuestra condición de seres de carne y envueltos en nuestros propios pensamientos y sobre que estos pensamientos no son conceptos etéreos, sino también carne, piel, vellos que se sienten y costras que se rascan. Recordar es un acto tan físico como cualquier otro. Recordamos con los ojos, y nos lloran, o con la nariz y viene el cosquilleo por todo el cuerpo si ese olor que detectamos nos recuerda el erotismo del encuentro placentero o el terror del momento terrible. El dolor es un detonante de memorias, como cuando nos sentimos el afta en el labio y sabemos de inmediato que nos dolerá besar o nos sentimos el grano entre los cabellos de la cabeza y rogamos porque el pelo nos lo cubra. Cartarescu te hace reflexionar en esa corporalidad que no debe ser siempre estética, equilibrada, bella, sino que nos sumerge en nuestra materialidad desagradable pero real, profundamente humana y al mismo tiempo absurda, ¿acaso el barro que te sale en la frente como una erupción volcánica no detona pensamientos más catastróficos que el mismo apocalipsis, pero podemos ir a cualquier lugar a hacernos un piercing igual o más voluminoso que ese pedazo de grasa que brotó de nuestro organismo? Empieza bravo el rumano, sinceramente, a cuestionarnos nuestra existencia corpórea con todo lo que eso implica.
El segundo punto me pilló desprevenido. Encontró la herida que escondo entre mis ropas y la apretó con fuerza, y quizá la descubrió ya un poco infectada: el dilema que representa ser escritor después de haber estudiado literatura. Me hizo recordar tanto mi primer día en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Hora tras hora, clase tras clase, después de las ya tan incómodas presentaciones que una y otra vez nos hacen repetir nuestros nombres y decir por qué hemos llegado hasta ahí, sólo para que cuando el primer valiente diga que “para ser escritor(x)” sea bombardeado con la más artera premisa: “te has equivocado de carrera, porque aquí no hacemos eso”. Y entiendo por qué lo dicen lxs profesorxs, pero me parece una necedad tomarlo como un absoluto. Considero que para escribir bien se debe leer bien, y para poder crear debes estar empapado de otras vidas y otras realidades. Decir que la licenciatura en letras no te aporta nada en la capacidad literaria es otro desmotivador plenamente ilógico, pero se repite como mantra hasta que nos lo creemos.
Hasta el día de hoy temo y dudo de mis capacidades escriturarias y ha sido un doloroso alivio encontrarme con un Mircea Cartarescu que me cuenta, me habla sin tapujos, sobre las decepciones que implica la escritura, el miedo y las náuseas que la acompañan y los absurdos procesos de canonización de autores y textos. Tal vez no ha curado mis heridas, pero me ha recordado que las tengo y es necesario curarlas con un poco de tinta y de la lectura de otros libros.
Y qué es un viaje sin hablar de la geografía y de la historia del lugar. Bucarest, ciudad donde se desarrolla la novela, me es tan familiar como la urbe en la que habito: nacida siempre vieja y en ruinas, con la intención de imitar al París de Haussmann, ese urbanista de los imperios. Aunque la Ciudad de México vivió un proceso de afrancesamiento hacia finales del siglo XIX, nunca fue una calca de la Ciudad de la Luz que soñaban Napoleón III y su prefecto; sin embargo, el caso de la capital rumana es distinto. Con la independencia de Rumania respecto al Imperio Otomano y el mantenimiento de su autonomía frente al virulento avance de los rusos, este pequeño país de lengua latina de la lejana Europa se convirtió, por así decirlo, en un protectorado no oficial de las ambiciones de Francia. Rumania quedó así bajo la tutela ideológica, económica, política y estética de la nación que en el siglo antepasado encarnó los ideales de universalidad y modernidad. Y su capital fue una calca, a veces descarada, del París donde Baudelaire y sus compañeros malditos fundaron el verbo del flâner, traducido como vagar sin rumbo por la urbe.
Podría hablar sobre el amor y cómo me han gustado los párrafos donde lo aborda el autor, pero prefiero continuar en el avance, en el flâner entre las calles de un Bucarest tan en ruinas por el comunismo autoritario de Ceaucescu, y donde los personajes, en gran medida docentes, se enfrentan a su carnosa existencia. Por ahora cierro admitiendo que ha sido un destino sorprendente, pero aún lejos de poder concluir si fue tan importante como lo han sido otros en mi vida tales como el que emprendí al Danzing de Günter Grass o al Ixtepec de Elena Garro. Nos seguimos leyendo y escribiendo desde Rumania, las tierras lejanas de nuestros otros hermanos latinos que dejamos perdidos en la Romania del Mar Negro.