Categoría: Performaciones

¿Quiénes somos cuando leemos? ¿Existimos o nos mezclamos con las letras de los libros que nos observan desde la mesa de cama? En “Performaciones” acompañaremos aquellas puestas en escena que los libros nos hacen en nuestras cotidianidades, a las mezclas de vida y fantasía, a la reflexión y a la creatividad. La literatura siempre va más allá de su propia corporalidad de lomos, camisas y costuras.

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Voiná i mir

Detalle de La batalla de Waterloo (1815), de William Sadler

Edad de los descubrimientos

Desde pequeño tuve una inclinación por la lectura, mi madre se encargó de ello. Recuerdo un día de Reyes: desperté emocionado y corrí a la sala del departamento de mis abuelos, que estaba integrado a la casa y en donde colocábamos los zapatos. Me encontré un libro debajo de mi pantufla: Las aventuras de Tom Sawyer.

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Terminar un libro, ¿y luego qué?

Tengo un defecto, o así lo he catalogado. Mientras estoy leyendo voy contando las páginas, no tan recientemente como creerán, pero se vuelve un fastidio cuando estoy a cien páginas de acabar. Mi lectura se convierte, entonces, en una acción maratónica: me olvido de hacer cosas, quiero terminarlo pronto. Es como si un bicho se me hubiera trepado, de esas chinches que están infestando París y  la Ciudad de México ―seguramente ya las has tenido de manera psicológica―, y tuviera que sacudírmelo de encima, golpeándome por todo el cuerpo. Ochenta, setenta, ahora cincuenta. Se vuelve una obsesión malsana. Alguna vez, cuando estaba leyendo Cien años de soledad, llegué a la centésima página antes de terminar, eran cerca de las once de la noche: invoqué al huracán, pues no pude detenerme hasta las dos de la mañana y quedé sin poder dormir el resto de la madrugada; solo agradecí que existiera algo como eso y se pudiera leer. 

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El día en que mi madre…

En ocasiones he ido por la vida tratando de capturar recuerdos: de pronto me asalta la necesidad de capturar uno, así que miro a mi alrededor, encuentro algo que me llame la atención y lo observo con intensidad, trato de memorizar todo lo que lo construye, y de repente tengo un recuerdo sin sentido ni significado, pero que habita en mi mente. La primera vez que lo hice fue a mis ocho años, iba con la hermana de mi abuela al centro de la Ciudad de México, la tía Ali. Me llevó en un camión colectivo que pasaba detrás de la casa de los abuelos y toma todo el Eje de la Merced, una de las avenidas que atraviesan el primer cuadro urbano. Nos bajamos en la calle de Emiliano Zapata, que se convierte en la de Moneda conforme se acerca a Palacio Nacional y ahí vi una de las farolas, coronada por un dragón (o quizá un delfín medieval), y la observé con tanta insistencia que aún hoy puedo verla encendida en medio de las neblinas de mi memoria.

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“El otro”: el miedo de dejar un libro

Una vez jugué un juego de esos que surgen en la borrachera. Consistía en lo siguiente: se debía confesar al calor del tequila en la garganta qué clásico no habías leído, te había aburrido y lo habías dejado. Si otro de los presentes igual había fallado en la lectura, debía tomar su vaso y dar un trago profuso a su bebida. La finalidad era, primeramente, terminar con una terrible cruda, y la otra, confesarnos en nuestros “fracasos” literarios. Perdonen por compartirles un juego que roza la pretensión intelectual —si no es que se inunda—, cuando realmente nuestro objetivo era beber, pero salimos muchos que no habíamos podido con Paradiso de Lezama, que habíamos dejado al Golem de Meyrink e incluso rehusado terminantemente a buscar el tiempo perdido de la mano de Proust.

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Salir del ensueño: los tiempos imposibles de Jirí Kratochvil

El tren que nos ha sacado de la ruinosa y olvidada Bucarest ha frenado de golpe. Ya hemos recorrido los siempre disputados Cárpatos, las llanuras húngaras, y subimos por las montañas eslovacas hacia el corazón de Europa. Pero ahora, sin previo aviso, tenemos que detenernos. Pregunto a mi acompañante qué ha ocurrido, si sabe algo. Me observa con su cabello cano y una leve sonrisa, parece humedecer sus labios. De pronto brota su voz de sí, no de su boca, más bien de su estómago, y comienza a emerger de su cuerpo hasta quedar flotando sobre él. Las SS van en retirada y han volado las vías que nos conducen a la ciudad de Brno, me comenta, pronto se acabará el tiempo. Estamos en el 30 de abril de 1945, Hitler se ha suicidado y mi acompañante es el escritor checo Jirí Kratochvil, estamos ahora inmersos en su novela Buenas noches, dulces sueños (2012).

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Crónica de un viaje por Bucarest (III)

He leído en bastantes lugares, especialmente en redes sociales, que la ciudad es aquel libro que se lee con los pies. La fascinación urbana que la literatura despertó cumple ya un poco más de dos siglos. Este deslumbramiento se inaugura en el París de la segunda mitad del siglo XIX, donde el arquitecto Haussman decide borrón y cuenta nueva de la ciudad medieval, por lo que comienza a destruirse para dar pie a la metrópoli de la luz, la del centro de la universalidad, o por lo menos de ese Occidente decimonónico. París fue modelo de otras ciudades, como la Ciudad de México, que quiso copiarle sus largas avenidas y jardines, e incluso hoy podemos encontrar los vestigios del afrancesamiento resistiendo a los violentos embates de la gentrificación en la colonia Roma y en la Condesa de la capital mexicana. 

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Crónica de un viaje por Bucarest (II) (y por San Luis Potosí)

Para mis familias, las designadas y las escogidas.

Comienzo por escribir esto la noche antes del viaje. Saldremos temprano, nos hemos citado a las 6:40 y pensamos estar en San Luis capital por la tarde. Para quienes no conozcan las latitudes y longitudes de México, San Luis es la capital del estado homónimo, pero a éste se le agrega un apellido: Potosí, igual que la ciudad repleta de plata en Bolivia. La ciudad mexicana se encuentra a las puertas del bravo norte, y es sede administrativa de un estado donde colindan Aridoamérica y Mesoamérica de aquellos tiempos arcanos. Es decir, hay desierto, bosques secos, planicies y hacia el este, ése al que mis lecturas también me llevarán, pero a mayor kilometraje, se encuentran las selvas siempre húmedas que coronan la famosa Huasteca Potosina. Comienzo a escribir antes de cualquier viaje con la misma intención que Ariadna dejó su hilo en el laberinto, para dejar mi camino, para abonar una marca en mi arqueología escrituraria. 

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Cruzar el estrecho

En mi viaje por Bucarest he realizado una parada, tal vez fue mientras esperaba el tren, o en una cafetería con un fuerte aroma a café turco especiado. No lo sé. No reparo en el clima, ni en los susurros que se asoman a través de la fina y delgada cortina de la realidad, a veces tan escénica. Cartarescu me ha provocado muchas cosas, entre ellas reflexionar acerca del estrecho entre la muerte y el amor, además de regresar a otro autor que mencioné en esta misma columna: Carrère, quien nos dice que conviene tener siempre un sitio a donde ir. 

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Crónica de un viaje a Bucarest (I)

La literatura es ciertamente un viaje con un destino incierto, aunque la reseña en la cuarta de forros del libro nos quiera indicar lo contrario y nos invite a unas cuantas certezas. Soy consciente de lo cliché que es comparar el acto de lectura con cualquier acto que implique movimiento, especialmente el del viaje. Pero aclaro, antes que nada, que no considero que la lectura sea una vacación con todos los gastos pagados, en un hotel lujoso, con un clima delicioso y mucha comida en el buffet mientras no se esté chapoteando por ahí —a saber, esa manía de que cuando nos vamos de vacaciones siempre queremos estar “chapoteando por ahí”, aunque las temperaturas y la geografía nos lo impidan—. 

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Tres para llevar

Para Davo y Vero, desde Arrakis con amor.

¿Cómo hablar sobre ti, David, si sólo han pasado cinco meses? De ti he heredado algunas “costumbres heroicamente insanas”, como afirma López Velarde, pero para este texto sólo me ceñiré a dos: la de llevar todas mis conversaciones a los últimos libros leídos, así como a las calcetas coloridas, y la que me dijiste una tarde por Google Meet: para entender a un autor se deben leer sus primeros tres libros. Acercarse al tricorio del poeta.