He leído en bastantes lugares, especialmente en redes sociales, que la ciudad es aquel libro que se lee con los pies. La fascinación urbana que la literatura despertó cumple ya un poco más de dos siglos. Este deslumbramiento se inaugura en el París de la segunda mitad del siglo XIX, donde el arquitecto Haussman decide borrón y cuenta nueva de la ciudad medieval, por lo que comienza a destruirse para dar pie a la metrópoli de la luz, la del centro de la universalidad, o por lo menos de ese Occidente decimonónico. París fue modelo de otras ciudades, como la Ciudad de México, que quiso copiarle sus largas avenidas y jardines, e incluso hoy podemos encontrar los vestigios del afrancesamiento resistiendo a los violentos embates de la gentrificación en la colonia Roma y en la Condesa de la capital mexicana.
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Crónica de un viaje a Bucarest (I)
La literatura es ciertamente un viaje con un destino incierto, aunque la reseña en la cuarta de forros del libro nos quiera indicar lo contrario y nos invite a unas cuantas certezas. Soy consciente de lo cliché que es comparar el acto de lectura con cualquier acto que implique movimiento, especialmente el del viaje. Pero aclaro, antes que nada, que no considero que la lectura sea una vacación con todos los gastos pagados, en un hotel lujoso, con un clima delicioso y mucha comida en el buffet mientras no se esté chapoteando por ahí —a saber, esa manía de que cuando nos vamos de vacaciones siempre queremos estar “chapoteando por ahí”, aunque las temperaturas y la geografía nos lo impidan—.