Cruzar el estrecho

En mi viaje por Bucarest he realizado una parada, tal vez fue mientras esperaba el tren, o en una cafetería con un fuerte aroma a café turco especiado. No lo sé. No reparo en el clima, ni en los susurros que se asoman a través de la fina y delgada cortina de la realidad, a veces tan escénica. Cartarescu me ha provocado muchas cosas, entre ellas reflexionar acerca del estrecho entre la muerte y el amor, además de regresar a otro autor que mencioné en esta misma columna: Carrère, quien nos dice que conviene tener siempre un sitio a donde ir. 

“No sé si una generación es, entre un grupo de hombres, una sola coincidencia de la edad, no sé si acaso es también una coincidencia del destino”. Así iniciaba el poeta Jorge Cuesta su famoso y polémico ensayo sobre si en México existía una crisis en nuestra literatura. Lo cito por dos cosas: primero, porque me gusta la frase —y no, no hablaré sobre una crisis en la literatura, tal vez sí en el acto de leer—, y segundo, porque Carterescu nace en 1956 y Carrère un año después, y han coincidido ya dos veces en mis lecturas. Las coincidencias del destino son, entonces, cuando el francés me llevó primero a la Rumania post comunismo, cuando el rumano me atrajo después al último libro publicado en Anagrama del escritor francés, que es una recuperación de un ensayo escrito en los ochenta: El estrecho de Bering. 

Empecemos con los pormenores procedimentales. Toda persona que se dedica a las letras, y eso implica forzosamente la lectura por encima de la escritura, debe desarrollar una metodología personal para dividirse, fragmentarse para resolver ese “divino laberinto de los efectos y de las causas”. Yo en lo personal crecí con la idea de que debías dedicarle toda la atención a un solo libro, la absurda idea de fidelidad lectora. Pero una vez llegado a Letras Hispánicas todo se cayó: tres libros, cinco, ocho al mismo tiempo; profesorxs que creen que su materia es la única; saber decidir qué lectura está perdida, cuál googlearás, a qué amigx invitarle un café para que te platique. Saber leer también es saber abandonar lecturas, saturarte de otras que no necesitas para una finalidad práctica, sino por una necesidad meramente placentera. Y así, poco a poco, he podido establecer la marca de un máximo de cinco libros al mismo tiempo, con un mínimo de tres. Una verdadera forma de práctica poliamorosa, ya que no existe un libro principal, sino que todos deben tener tu atención, darle el cien por ciento a cada uno, tu responsabilidad, tu cuidado, tu cariño, y si son cinco, pues será el quinientos por ciento de todo lo anterior.

Vayamos, entonces, a lo que nos importa de Carrère. Es un breve ensayo, acaso unas 150 páginas de lectura, cuyo tema principal es la ucronía, y aquí ya comenzamos a entrar en materia. ¿Pero qué carajos es la ucronía? Seguramente todxs conocemos el término de utopía, que literalmente significa “en ningún lugar”, y que refiere a aquel mundo ideal, donde todo es bello, perfecto, sin carencias de ningún tipo. Después está la palabra distopía, cuyo significado etimológico es “un mal lugar”; y quienes nacimos a finales de los noventa y principios de los dos mil estaremos mucho más cercanos a este término debido al auge de sagas novelescas y de cine sobre futuros abrumadores, terribles, de competencias sangrientas y control mundial. Ambos términos habitan en el futuro, donde en el primero lo bueno se nutre de esperanza, pero parece imposible, y el segundo se alimenta del miedo y se vuelve más plausible —por más descabellado que sea—. ¿Y qué es la ucronía? Me pregunto nuevamente. Es “en ningún tiempo”. Habita en el pasado, altera al mismo. Puede tomar un acontecimiento, a veces insignificante, y voltea completamente la historia. Se alimenta de muchas cosas, pero principalmente del deseo de lo que pudo ser, y esto, queridxs lectorxs, es un gran problema. 

Emmanuel Carrère en su libro retoma varias aventuras ucrónicas, como la de su compatriota Louis Geoffroy, que durante el siglo XIX escribe su Histoire de la Monarchie universelle: Napoléon et la conquête du monde (1812-1832), donde Napoleón no es derrotado en Rusia y a partir de ahí comienza la consolidación de su Imperio universal, o aquella donde el mismo emperador francés no muere en Santa Elena, o los nazis y sus aliados ganan la Segunda Guerra Mundial. Creo que todxs conocemos estas historias de sobra, algunas peores que otras, donde la ucronía en su deseo por ser lo que no fue termina exagerando y volviéndose un producto absurdo. Pero Carrère nos señala otra ucronía, más tenebrosa, quizá siniestra, que sí existió. 

El caso del estrecho de Bering, el que usa el escritor francés para titular su libro, se da en julio de 1953 cuando el temible Lavrenti Beria, el dirigente del NKVD, institución antecesora de la KGB, cayó en desgracia y fue rápidamente juzgado y ejecutado. El también conocido como “el Himmler soviético”, quien llegó a su auge durante la Segunda Guerra Mundial y fue partícipe de las purgas estalinistas, no sólo fue borrado de la faz de la tierra, sino también se intentó borrar de la Historia. Nos cuenta Carrère que poco después de su muerte, los miembros del partido comunista que tenían una Enciclopedia Soviética recibieron en su casa un sobre con instrucciones donde se indicaba cómo cortar con una navaja de afeitar la entrada de la enciclopedia que hablaba sobre Beria y reemplazarla con pegamento y cuidado con una hoja que recibían en el mismo paquete: una entrada larga y profusa sobre el estrecho de Bering. El ensayo que les invito a leer es una advertencia a las ucronías, que no sólo se dan en un ámbito literario, sino también en la realidad. Eso las separa de sus hermanas esperanzadoras o terribles del futuro: éstas, aunque se alejan de la realidad, tienen algo que comparten con ella, pues entran en la posibilidad de existir. 

Pero volvamos meramente al acto literario y al ejercicio de creatividad que exige la ucronía. Para ello regresemos a esa estación de tren imaginaria donde me encuentro, donde se encuentran y me acompañan en esta escisión de la crónica por Bucarest que les dejé la vez pasada. Cartarescu me ha dejado nuevamente desarmado. En uno de los capítulos, en el décimo tercero, uno de sus personajes clama con dolor, con ira, grita preguntas que me son imposibles de responder: ¿Quién aprobó el cáncer? ¿Quién nos soltó la esquizofrenia en el mundo? ¿Por qué vivir en tiranía? ¿Por qué existe el dolor? ¿Por qué tengo toda una vida para aprender y después, en un instante, todo se acabe y eso se borre de mi mente? ¿Por qué tener consciencia de mi existencia y, peor aún, de mi inexistencia? La noche pasada desperté en medio de la oscuridad de la habitación, sudando frío, con un grito ahogado por la pesadilla y la certeza de que voy a morir, de que mi abuela va a partir, de que mis amigos y mis amores se irán con la noche de la vida. 

Tal vez por ello frené la lectura de la novela rumana y a los pocos días encontré El estrecho…, quizá un cambio genérico me pudiera recomponer de uno de mis miedos más íntimos, más profundos. Pero no, no fue así. El diálogo entre libros siempre resulta interesante, y más cuando somos nosotros lectores el medio, como el espiritista que conecta a esos dos universos aislados entre dos tapas y quizá separados por varios libros o libreros. 

En este sentido la ucronía es un refugio de la realidad implacable. Todos somos autores de ucronías, de tiempos que no tienen lugar y donde deseamos existir. Es ahí cuando la noción de existencia se vuelve más temporal, no tanto física, no tanto espacial. Queremos retroceder el tiempo y decir ese “te quiero” que se quedó atorado entre las redes de la incomprensión del momento, o gritar el “lo siento” que nuestro orgullo reprimió, o simplemente no decir nada, dejar que todo pase y nos dé la idea que la pasividad hubiera sido lo mejor. Queremos cambiar cosas del pasado que nos afecten en el presente, parece importarnos muy poco el futuro. 

Creo que la literatura es más ucrónica que cualquiera de sus otras hermanas, hablando de alteraciones de la realidad. En ella se afecta en mayor o menor medida el tiempo, como si los personajes de Victor Hugo afectaran mínimamente su mundo, su París, pero no el nuestro ni nuestra percepción, porque sus acciones no implicaron algo de proporciones importantes para desestabilizar la historia. Toda obra literaria debiera tener ese pacto de ficción donde aceptemos como reales los sucesos que nos cuentan, pero siempre regresando a este lado del espejo, para no terminar como el Quijote o Madame Bovary. ¿Pero por qué no quedarnos allá? ¿Por qué no rebelarnos contra la muerte? Y sé lo absurdo que les puede parecer esto, pero acaso como lo pinta Carrère a este acto de rebeldía y como lo plantea Cartarescu: no será la literatura la respuesta para dejar la utopía y quizá aceptar la ucronía como algo más palpable y que nos envuelve a todxs.

“¿Para qué servía la utopía?” se preguntaba Galeano, y se respondía que para avanzar, aunque nunca se alcance. “¿Para qué sirve la ucronía?” me pregunto yo. ¿Por qué dedicar un libro a esos cambios temporales en la historia llenos de miedo, de curiosidad malsana, o de nostalgia por lo no sido? ¿Para qué sirve la ucronía? Sirve para estar y, ni modo, aceptar la realidad. Nadie puede responder las preguntas que nos plantea Solenoide, pero sí podemos cruzar el estrecho de Bering. Llega el tren, y es momento de seguir por Rumania. Nos estamos leyendo.