Crónica de un viaje por Bucarest (III)

He leído en bastantes lugares, especialmente en redes sociales, que la ciudad es aquel libro que se lee con los pies. La fascinación urbana que la literatura despertó cumple ya un poco más de dos siglos. Este deslumbramiento se inaugura en el París de la segunda mitad del siglo XIX, donde el arquitecto Haussman decide borrón y cuenta nueva de la ciudad medieval, por lo que comienza a destruirse para dar pie a la metrópoli de la luz, la del centro de la universalidad, o por lo menos de ese Occidente decimonónico. París fue modelo de otras ciudades, como la Ciudad de México, que quiso copiarle sus largas avenidas y jardines, e incluso hoy podemos encontrar los vestigios del afrancesamiento resistiendo a los violentos embates de la gentrificación en la colonia Roma y en la Condesa de la capital mexicana. 

La capital de Rumania, Bucarest, también se calca a imagen y semejanza de la urbe francesa, pero esta ciudad —al igual que la mía— parece haber nacido en ruinas, en el olvido, en la nostalgia. Quizá por eso la ciudad que describe Cartarescu es tan cercana como la propia. Ya lo he comentado en esta misma columna, pocas urbes comparten tanto su destino como la rumana, la mexicana y probablemente la turca. Caminar por ellas es encontrar antiguas culturas y escuchar diversas lenguas, es adentrarse en lo inhóspito y lo moderno, en las ruinas de piedra y en los rascacielos. En estas ciudades no se habita, se persiste, porque son una trampa, una promesa y un sueño. 

Mi estancia en Bucarest a través de la novela Solenoide ha llegado a su fin. Desde temprano, un poco antes de acabar con el libro, he comenzado a hacer las maletas y prepararme para tomar el tren que me alejará de la sintaxis traducida del autor. En mi boca tengo el sabor a plomo de la despedida, el que te prepara para el largo viaje de regreso a casa y te intenta anestesiar la mente en el retorno que, de manera inevitable, siempre está cargado de tristeza. Ochenta páginas, sesenta, veinte. Un capítulo más largo, un par más cortos, otro que vuelve a ser extenso, pero se precipita hacia el final. Cuando me percato de que la novela en turno está por acabarse no dilato la separación: intento que sea lo más rápida posible, que de un jalón se desprenda para que así duela menos. 

 Camino por las calles de una ciudad cuya existencia me es incierta. Trato de encontrarla en el horizonte del tren o del autobús que me va alejando, acaso para mirarla una vez más y que sea mía para siempre, creyendo que no la olvidaré, o refundándola una y otra vez en el recuerdo. El teórico y escritor mexicano Vicente Quirarte, en su obra Elogio de la calle: biografía literaria de la Ciudad de México (1850-1992), menciona que las ciudades finalmente se resumen a esos espacios que habitamos, en los que dejamos nuestra vida rutinaria de poco a poco. De la casa al trabajo, del trabajo a la casa, quizá al cine de vez en cuando, o a la librería a buscar novedades que no llegan o libros que no nos encuentran; a comer en algún lugar si se presta la ocasión —o la economía—; ir a llorar en nuestra banca favorita del parque porque le hemos tomado más cariño que a nuestrxs terapeutas.

La novela de Cartarescu ha representado para mí un reto, no sólo por su paginación voluminosa o sus juegos, por sus extensos temas o desdoblamientos de la realidad en dimensiones inimaginables, sino por la profundidad espiritual que ha tocado en mi vida. Sí, creo que ya lo saben, o si no se lo recuerdo: fue un regalo de cumpleaños, llegó a mis manos y a mis ojos en marzo; desde ahí no ha pasado semana en que no leyera un par de capítulos, a veces dejándola por la incomodidad que me ocasionaba. Estuvo conmigo en San Luis Potosí, en la zona arqueológica de Xilitla, en la escuela donde trabajo, en el metro de la ciudad de México, en automóviles, en habitaciones, en mesas y sillones. Difícil la idea de tener que encontrarle un lugar en algún estante y ya no verla con su camisa de protección hecha mierda por todas las veces que se mojó con la lluvia, o por el sudor de mis manos en esta crisis climática y por todas las veces en que se me cayó el café. No es que sea descuidado, era tan parte mía que me olvidaba que estaba ahí a mi lado. O tal vez la quería destruir y no acabarla, no enfrentarme al espejo que me llegó desde las lejanas planicies de Rumania. 

Novela testimonial y surrealista, fantástica pero descriptiva de una ciudad bajo el mando del comunismo. Pareciera ser inclasificable con sus guiños a películas de ciencia ficción y a autores como Kafka, Borges, Pynchon. Obra profundamente humana, un evangelio del siglo XXI que nos llama a resistir contra el tiempo, a sublevarnos contra la aceptación de la muerte, a hacer la guerra a la rutina y al anquilosamiento. Me desborda en cada una de sus páginas, es un abrazo, un respiro, una promesa de salvación. Cartarescu nos dice en Solenoide que “el arte no tiene sentido si no es huida”, que debemos usarlo para tratar de escapar de esta cárcel corporal en que se ha aprisionado nuestra mente. El autor busca la liberación y el mensaje, la buena nueva de nuestra emancipación y trascendencia hacia otros planos del ser. Sin embargo, el logro o fracaso de esto está más allá de nosotros y quizá de nuestro entendimiento: es una pregunta de la cual no escucharemos nunca su respuesta. 

La novela se convierte en un metatexto de otro famoso manuscrito imposible y que ha enloquecido a quienes han intentado traducirlo. El manuscrito Voynich, un voluminoso tratado sin datación precisa, escrito en un alfabeto desconocido y una lengua mucho más ignorada, con dibujos de plantas que aún no se logran identificar y constelaciones que no se han encontrado en el cielo. Cartarescu no oculta su fascinación por este libro que siembra más dudas que respuestas, y buscó en el mismo Solenoide emular la imposibilidad del manuscrito. No escatima en enredar la historia, en volverla confusa, en construir escenarios desconocidos en el conocido Bucarest. Más aún, consigue emparentar su novela con el texto al narrar la historia de la familia que estuvo estrechamente relacionada con su descubrimiento y con los intentos de descifrarlo.

Como persona que se ha dedicado a la docencia durante siete años de su vida, es imposible no sentirme identificado con el personaje narrador que recorre una urbe devastada por la monotonía y los fantasmas, a veces tangibles, que la acechan noche tras noche. Comparto sus miedos, como la muerte, el caos, el sin sentido de las cosas. Y me esfuerzo en encontrar su esperanza, esa palabra que te promete algo más, una elevación y salvación. Pero me temo que estamos condenados a una inexistencia que se aproxima con el correr del tiempo. 

No me gustaría que me tomen como pesimista, aunque sepa y luzca como uno. Es momento de ser honesto con ustedes. Toni me regaló la novela porque al ser el personaje un profesor de lengua, supuso que encontraría una motivación para mi quehacer docente. Ya ven, este año no ha sido especialmente fácil. Después de la cuarentena provocada por el COVID-19, lxs profesorxs tuvimos que hacer malabares, sabiendo que estamos a merced del fracaso. Todo cambió con el regreso a la normalidad y, tras siete años dedicándome a enseñar, me he dado cuenta de que por el momento tengo todos mis cartuchos quemados. He fallado, pero no sólo a la docencia. También a las letras, a mi escritura. El narrador es un escritor fracasado cuyo poema “La caída” fue despreciado por los grupos intelectuales de Bucarest; ahora es un profesor que lidia con eso y deja al mundo un enorme manuscrito que sabe que jamás será leído. Nosotros, sus lectorxs, somos esa nada que observa cómo escribe condenado al más absoluto silencio. No quiero llegar a eso. 

Enseñar ha sido complicado, encontrar motivación en el camino de la casa al trabajo, del trabajo a la casa, también. Por ello, tras un rato de dedicarme a esto, he decidido guardar los gises y los plumones en sus estuches, colgar el maletín y desempolvar las libretas de escritura. Necesito huir, salir volando por la ventana o alejarme de estas ciudades asfixiantes. Cartarescu me ha dado las certezas y las claves, el abrazo amigo que te dice “todo estará bien” ante el miedo de dar un paso hacia la incertidumbre. ¿Cómo se aprende a volar sin saltar al vacío? ¿Cómo recuerdas el andar en bicicleta si no es pedaleando? Solenoide ha sido una compañía, un espacio de escucha, un diálogo donde he podido verter mis miedos y dudas personales y decidir comenzar a tocar puertas, gastar en tinta y hojas, mandar textos a convocatorias. Necesito sentir otros tipos de fracasos y de triunfos, buscar los solenoides en esta ciudad en la que sobrevivo, no dejar de buscarme a mí mismo. 

Por otro lado, es importante señalar que Solenoide quizá tiene una flaqueza, dependiente más del gusto de cada lector que del propio estilo. Es una obra plagada de construcciones metafóricas, muchas de ellas con intenciones psicoanalíticas. Es innegable la influencia que ha tenido Cartarescu en los movimientos surrealistas y psicoanalíticos, y él mismo los asimila en un barroquismo exuberante, de sensualidad y dificultad. No lo considero un texto demasiado amigable en este sentido, pero no por ello se demerita el gran logro literario. Lo complejo es complejo, dejemos de dar tantas vueltas, y Solenoide imita al artefacto que le da nombre: es un imán que atrae con fuerza hacia su interior todo lo que le obsesiona a su creador. Un libro que se fragmenta en las memorias de un personaje que roza a la locura, una novela esquizomorfa y esquizofrénica que intenta perderte en sus laberintos borgesianos. 

Las neurodivergencias son cabronas, ése es otro punto, y la mía se ha puesto brava en los últimos meses. El descanso es imperativo, casi obligatorio, aunque con ello deje una parte de mi corazón en la docencia. Me lo dijo mi profesor Omar de matemáticas de la secundaria, “esto de dar clases es adictivo”, y lo sé, lo he comprobado y disfrutado; pero también la tristeza es adictiva, la comodidad es adictiva, de la depresión no se sale tan fácil. Y lo estoy, y agradezco a Mircea Cartarescu por abofetearme y decirme que siga, que hay más salidas, que el amor es una de ellas, y yo por suerte tengo mucho: a mi familia, a mis amigxs, a mi gata Levi, a Toni, a Luis Pablo, a Quetsa, Manuel, Alex, Miguel e Iván, a mi madre y mi hermana, a mis compañerxs docentes y a mis hermosxs y entrañables alumnxs. Estoy rodeado de amor y eso es el solenoide, el artefacto que te genera un campo magnético para mantenerte, pero también para volar. 

Terminar mi estancia en Bucarest es triste, pero ni hablar. Así es la literatura, una sucesión de libros que no termina nunca. Sólo queda secarme las lágrimas, aceptar los nuevos retos y darte las gracias, querido Mircea, para decirme que aún hay camino por andar bajo las estrellas, juntos a los ácaros, a pesar de las ruinas que nos rodean. Parte el tren, Bucarest se difumina a mis espaldas.