Etiqueta: Cuento

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La Marilú – Cuento de Miguél González

Aún no amanecía cuando la Marilú llegaba a la calle San Diego y entraba a la última casa del cité donde arrendaba una pieza para vivir. Ya antes de encender la luz había comenzado a beberse de un sólo trago, el vino que quedaba en la caja de cartón. Sentada en una orilla de la cama se había sacado los zapatos y había comenzado a llorar. Al poco rato uno de sus vecinos de pieza que salía rumbo al trabajo había tocado la puerta y llamado en voz baja para preguntarle si le sucedía algo; desde el interior Marilú le había dicho que no se preocupara, que estaba bien, que eran cosas de vieja, y que ya se le iba a pasar.

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El rey del claroscuro – Cuento de Aarón García

El redactor jefe acerca la subcarpeta con aprehensión, como quien se asoma a un acuario de pirañas. Fuera del despacho hay un hervidero de pasos. De vez en cuando se observa la silueta de unas cejas que emerge de puntillas, el flash de una foto o un paraguas enorme que despliega sus alas de ceniza rumbo a las calles. El jefe Frank ni se inmuta. Su gesto claroscuro no presagia nada bueno. Por un momento mira nerviosamente hacia la puerta como si aguardara en el vestíbulo la sombra alargada de un dentista o un viejo amigo venido a menos. Luego, empieza a leer el artículo en voz alta con la sobriedad de un gángster.

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La bandada – Cuento de Guido Schiappacasse

El despertador no cacareó a las seis de la mañana como lo hacía desde hace cuarenta y cinco años. En la noche anterior se me había olvidado conectarlo. ¿Para qué?, si ya estoy jubilado. Sin embargo, me desperté a esa hora, quizá por costumbre, luego me levanté pese a un dolor en las rodillas que no me soltaba desde hace un tiempo y fui al baño; sólo para verme al espejo mucho más arrugado y canoso de lo que mis sesenta y cinco años debiesen representar.

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Lo que pasa en Las Vegas – Cuento de Génesis García

“Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, reza el viejo adagio. Así lo establecieron los dioses de los shoshones, antiguos habitantes de esas tierras, que delimitaron un cerco sagrado para que todo lo malo quedara encerrado dentro y no pudiera lastimar al pueblo. Funcionó, por muchos años. Los nativos acudían al cerco sagrado una vez al año para dejar ir todo mal pensamiento y toda mala intención, vaciándose de pecados y malas energías para poder continuar con sus vidas tranquilos y felices. Cuando el hombre blanco arribó y tomó posesión de las tierras ancestrales, también se vio beneficiado del cerco. Todo lo que hacían quedaba encerrado en las tierras shoshones y sus más oscuros secretos permanecían ahí, ocultos para siempre.

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Entelequia – Cuento de Pilar Llada Cienfuegos

Por alguna razón, que aún desconozco, el instinto me llevaba al mismo lugar y a la misma hora en donde dos viejos conocidos, aún sin haber sido nunca presentados, se daban cita sin fijar en un bohemio café de tabiques rojos y apliques horteras. Yo solía pasar las tardes sin itinerario definido, azotando las calles como un vagabundo que se arrastraba por las esencias místicas de las arterias más solitarias. Andaba a gatas o en cuclillas, otras a la pata coja, según me cogiera ese día de whisky el cuerpo. Mi intención me doblegaba y tiraba de mí como de un perro, sin oponer yo la menor resistencia. Así, había acabado tirado en más de una ocasión en el banco de un parque solitario y sombrío, a la espera de un alma caritativa que me sacudiera con fuerza y me devolviera a la realidad.

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El verdugo de los sueños – Cuento de Consuelo Figueroa

Siempre había un NO bien argumentado. Lo decía con tanta facilidad, que parecía nunca cansarse del mismo monosílabo: ¡no!, ¡no!, ¡no! ¡No hay vacaciones este verano! ¡No puedes darte el lujo de comprarlo! ¡No es una buena idea! ¡No necesitas seguir en la escuela! ¡No!, ¡no!, ¡no!

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Envoltorio de caramelo – Microrrelato de José Alejandro Silva

En el húmedo y helado concreto de la calle, al lado de un farol parpadeante de luz tenue, lo vi, sin nombre. Una vida llena de promesas que no tiene identidad. Abrumado en impotencia y vergüenza, no quise pensar en lo que se escapaba frente a mis ojos, en las neuronas apagadas e inexistentes. 

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Cuarenta – Cuento de Diego Alexander Alvarado Pacheco

Al levantar la cabeza descubrió la cara rejuvenecida de su padre. Limpió nuevamente el espejo y escupió una amarga saliva. Es usted señor, escuchó a su conciencia. Dejó el cepillo junto a la crema dental, ambos sobre el lavadero. Quiso verse mejor en el espejo, pero se preocupaba de que su mujer pudiera importunarlo. Segundos después, acercó su rostro envejecido muy próximo al cristal y no quiso ver nada más que su mirada cansina. Retornó a su postura inicial, aunque sintió que su dignidad estaba siendo socavada por su reflejo. Ahora notó una mancha blanca sobre el cuello de su piyama. Inclinó su cabeza hacia el lavadero y dudó. Recogió delicadamente la mancha con su dedo índice. La palpó: era liviana y pegajosa. Miró hacia la puerta del baño: no había testigos. Su dedo fue engullido por su boca; saboreó, con incredulidad, aquel rastro dulce de rebeldía.