El fantasma vivía aterrorizado por los seres humanos. Lo juro, me lo contó él mismo en una larga tertulia que tuvimos a la lánguida luz de una lámpara que tenía junto a mi cama. Era muy sensible, me confesó, ante esa manera en la que los vivos trataban de sacar provecho de los otros a toda costa.
Etiqueta: Literatura fantástica
Partenogénesis poética – Cuento de Jorge Etcheverry
Ilustración de Darío Cortizo
Mi ausencia estos últimos días no te debería sorprender, es por razones de fuerza mayor. Pero ya estoy de vuelta y te voy a ir dando los antecedentes de todo esto, de a poquito, para que no te asustes. Ya sabes que he estado varios meses en diversos países, a veces por invitaciones que no me puedo dar el lujo de dejar pasar, sobre todo cuando me pagan el pasaje.
La alborada del horror – Cuento de Camilo A. Rincón V
Durante la alborada observé algunos animales heridos, al igual que muchos soldados muertos por la dinamita. Me tapé el rostro, con el ánimo de olvidar los horrores de esa absurda guerra. Entonces apreté el fusil con mis piernas, sin darme cuenta de que aparecía en mi cabeza el infierno, en donde pecaminosas almas descorazonadas y afligidas, escuchaban a Satanás, quien, al verme solitario, se me acercó y me dijo:
El niño y el diablo – Cuento de Carlos Mario Mejía Suárez
Su alcoba estaba en el centro del pasillo. Salió de ella a paso lento. A su derecha estaba la puerta de la habitación de sus padres y a su izquierda la de sus hermanas. Todo estaba oscuro. Frente a sí, sin embargo, vio una llama amarilla ardiendo fuera de la ventana, en la distancia, en la cima de una estructura metálica. Era como una corona solar y amarilla para la noche plateada. Esa corona hacía un cuadrado de claridad en el piso del corredor. Tras una breve inspección comprobó que no había nadie ni en la habitación de sus padres, ni en la pieza de sus hermanas. Había visto las pesadas cortinas verdes con las que su madre resguardaba la siesta matutina de las claridades del día. La caja de madera donde su padre guardaba un máquina de afeitar descansaba en una mesita de noche y brillaba intermitentemente con el número doce y dos ceros que el reloj despertador marcaba. Vio el neceser a los pies de la cama doble. Cerró la puerta. Luego fue a la habitación de sus hermanas y vio el mueble rosado donde ellas habían puesto una variopinta fauna de osos de felpa, barbies, gatitos paralizados, perritos con la lengua afuera y bebés con la boquita perpetuamente abierta, a la espera de un tetero de agua. Cerró la puerta. Desde el final del pasillo vio cómo la extensión de esa distancia caía en el abismo negro de la pantalla del televisor, puesto al otro extremo del pasillo frente a dos mecedoras. Dejó atrás las sillas y mecedoras dispuestas frente al aparato cuando, tras el constante zumbar de los aires acondicionados, escuchó un motor que se había encendido en el primer piso. Unos pasitos duros y como de piedra comenzaron a oírse al mismo tiempo. Desde la baranda del segundo piso vio la oscuridad del primero y el claroscuro del rellano de las escaleras. Tuvo la certeza de que tanto el sonido del motor como los pasitos venían del primer piso. Como se sabe al soñar que hay una prehistoria al momento que se sueña, así supo él que su familia estaba en el carro y que se disponía a arrancar y que los pasitos resultaban de algo o alguien que lo quería solo allí en esa casa prestada. Corrió escaleras abajo casi resbalándose en el rellano. Alcanzado el primer piso tomó dirección a la izquierda y allí abrió la puerta que daba paso al garaje donde el único rastro de su familia era el olor a combustible quemado después de ser desalojado por el escape del carro. Atravesó el garaje corriendo para seguir la estela de humo que el carro había dejado. Escuchó entonces una respiración que parecía reírse a sus espaldas. Abrió los ojos queriendo despertarse, pero sólo lograba sumergirse más y más en esa presencia que respiraba cómicamente a sus espaldas con un gozo perverso. No sólo era indiferente sino que se entretenía con su abandono.
Jacaré – Cuento de Amaranta Castro
I
Caigo dentro del estero. Trago el lodo. Le grito a María, pero no puede escucharme. Cuando despierte no va a encontrarme. Mi familia pensará: se fue sin avisar. Las amenacé tantos días con irme de migrante a pizcar la papa.
El trago espirituoso – Cuento de Alberto Férrera
Macario Canizales de la Virgen es un santo popular de El Salvador, Sonsonate Izalco, mejor conocido por la tradición como un indígena curandero al que los habitantes adjudican varios eventos milagrosos. Cada año se visita su tumba y se le realizan rituales para invocar su protección a cambio de un poco de guaro.
El niño interior – Cuento de Edis Namar
Did you exchange
R.Waters y D. Gilmour
a walk-on in the war
for a leading role in a cage?
Prólogo
Era el remanente de un sueño de los últimos días: como de seis años, enclenque, con sus manitas de ventrílocuo, de estatura más baja que todos los niños, parado frente a una mesa con una jaula cubierta de un retazo de tela negra; una concurrencia expectante en un jardín iluminado por un sol cálido; una vocecita que dice: «Abracadabra, que aparezca un pájaro». Silencio. Por algún motivo, no descubre la jaula. Un hombre grita desde el público: «Navarro, eres un imbécil; eso ni siquiera rima; por eso, no te salió el truco». Y aunque él y su nariz afilada lo exasperaba, eso era lo de menos. El niño hubiera despojado la tela de no ser por el pavor que, de súbito, se esparció por su cuerpo. Sin una secuencia intermedia, como si hubiera desunido sus átomos hasta aparecerse enfrente de la mesa en sus contornos de Nosferatu, el hombre empujó al niño y quitó el retazo de la jaula: una cabeza se encontraba tras las rejas. «Te dije, Navarro, eres un tarado; apareciste otra cosa». Mientras que el niño reconocía de quién era la cabeza, de ésta salía expulsado el ojo izquierdo.
A la orilla de la muerte – Cuento de Fernanda Andablo
La perdí una vez y para siempre. No pude rescatarla. Todavía veo su rostro al cerrar los ojos: su sonrisa parecía aceptar su destino sin remordimiento alguno, pero sus ojos eran una súplica. Yo, más que nadie más, había ignorado todas las señales. O no. No las había ignorado, sino confundido. Nadie sabía el dolor de verla desaparecer en las profundidades. ¡Un suicidio! Qué idea tan más descabellada. Ella no se había suicidado. Luchó hasta el último segundo.
La pócima – Cuento de Eduardo Viladés
Lo que menos me gusta de la gente es que siempre tengo la sensación de que debo justificarme en su presencia, encontrar una socapa que me permita afrontar la angustia que me causan los demás. Con el transcurrir del tiempo no tengo miedo a la soledad porque las personas son infinitamente más peligrosas. Creo que a mi edad estoy en mi derecho de pensar así. Tengo 200 años. 200 años y dos meses. Desde que era pequeña he sido diferente a las demás niñas. No tengo término medio, algunas personas me adoran y me veneran como si fuese el vellocino de oro y otras me detestan porque no soportan mi rapidez mental ni mi desparpajo. Así que tengo que lidiar entre quienes me llevarían a un museo para ser admirada como una obra de arte o los que me encerrarían en una mazmorra de una prisión del extrarradio con un bozal bien prieto. Mi abuelo era un mago muy poderoso que elaboró un elixir de la eterna juventud. Físicamente era el horror, su rostro parecía un cataclismo, una mezcla entre Juan Tamariz y Torrebruno. Mentalmente era muy inteligente. Había heredado las enseñanzas de Merlín el Encantador, a quien conoció en el siglo XIV en sus andanzas persiguiendo doncellas por los bosques de Nottingham. De Inglaterra se asentó en la zona de los Pinares de Rodeno, en Albarracín. Teruel le parecía un reducto abandonado del Sur de Europa, pero tenía alma misionera y quería dar una oportunidad a esa parte del mapa, en especial porque había oído que los niños no eran felices y no asimilaban el tránsito como algo natural. Dado que su rostro era difícil de ver, y a pesar de que las inglesas de aquel siglo no se caracterizaban precisamente por el recato, no prosperó en el terreno amatorio, pero sí en el campo de la magia y la clarividencia. Con perejil de Monterde de Albarracín, diente de serpiente del Kilimanjaro y sudor de jirafa de Tramacastilla elaboró una pócima que detenía el envejecimiento. Un día que llegaba del colegio, hasta arriba de barro y con la mente en el cocido que me prepararía mi madre, se empeñó en que la bebiese. Yo era muy tonta y no sabía decir que no. El abuelo llevaba semanas intentando convencer a mis padres y el resto de miembros de la familia para que probasen el elixir, pero le daban largas o le decían que tenían un pollo en el horno. Recuerdo que el pobre hombre se pasaba todo el día yendo de lado a lado de la casa con el bote de cristal en la mano, como si fuese un entrevistador de los que te encuentras en la calle Preciados intentando venderte una conexión de dieciséis gigas. Me he adelantado de siglo, pero prefiero contextualizar lo que cuento que después no se me entiende y me pongo neurasténica si tengo que empezar a dar explicaciones. Desde que tomé el elixir me gano la vida dando charlas improvisadas acerca del pasado. Suelen ser lecturas dramatizadas por la zona de la Torre del Andador. La gente alucina al ver a una muchacha hablando de la desamortización de Mendizábal y el reinado de Fernando VII. Mi abuelo tuvo la deferencia de explicarme el secreto del elixir cuando yo accedí a tomarlo. Sabía a rayos y me quedé medio traspuesta tras ingerirlo, pero fue cuestión de cinco minutos, aquello que notas un súbito retortijón en la boca del estómago como cuando te excedes con el curry en una cena de empresa. Mi trabajo no me mata, pero con la crisis no me queda otra. Ahora, con el corona pululando, no te quiero ni contar. He hecho de todo, que dos siglos dan para mucho, y reconozco que añoro los tiempos en los que trabajaba como ejecutiva de una empresa de alta cosmética o la etapa en la que fui concubina de un marqués. Lo bueno de pasar media vida en parques y a la intemperie es que no tengo horarios y que gozo de un color de piel envidiable, una especie de moreno albañil que me sienta de maravilla. Y eso que vivo en Albarracín, no en las Seychelles, pero el sol turolense es de otro cariz. Hoy quiero que pruebe el elixir Eduardo, un niño que está sentado aquí con el resto de chavales y que se hace el loco para que no le saque al escenario. Cuando lo pruebas, el envejecimiento se detiene. Mis padres decidieron que yo lo tomase cuando tenía dieciséis años y me quedé anclada en esa edad. Afortunadamente ya me había desarrollado lo suficiente y tenía apariencia de mujer hecha y derecha, con curvas de escándalo, buenos pechos y mirada felina. No me quiero imaginar lo terrible que hubiera sido pararme en los doce años, en plena tierra de nadie. Aunque en un primer momento pensé que mi familia no estaba interesada en los sortilegios de mi abuelo, con el pasó del tiempo descubrí que habían sido mis padres quienes le habían convencido para que fuese yo quien probase el elixir. Era la inteligente de la familia y querían que mi legado se perpetuase para siempre. Digo yo que deberían habérmelo consultado pero, en fin, ya se sabe cómo son las madres. Me hace gracia porque mi madre también lo probó y sigue a mi vera desde entonces. Hay un pequeño problema que a ella no suelo contarle. Y es que todo cansa en abundancia, hasta la vida…
Visita a la vida de un desconocido – Cuento de Daryl Ortega González
Una de aquellas semanas en que caía viernes, a Eduardo le dio por hablar de cosas sobrenaturales a la altura de la segunda botella de Añejo Blanco. No estaba solo, siempre se las arreglaba para convoyar al amigo y arrástralo hasta el bar de la facultad con la excusa de que el semestre podía estudiarse en los últimos días. Empezó con el cuento de que a su prima le salió una mancha azul en el brazo el mismo día de la foto de sus quince y era por eso que en el álbum sólo se le veía con ropa de mangas largas. Luego continuó con el dolor que se le clavó al tío en una pestaña, los monólogos de su espejo y la noche en que la luna se le movió de lugar, antes de cederle el turno de eventual narrador a Carlos, quien recogió el vaso, se dio un trago de ron como para coger valor y, aún con el fuego pegado en la garganta, le contó la experiencia que tuvo un año atrás.