A la orilla de la muerte – Cuento de Fernanda Andablo

La perdí una vez y para siempre. No pude rescatarla. Todavía veo su rostro al cerrar los ojos: su sonrisa parecía aceptar su destino sin remordimiento alguno, pero sus ojos eran una súplica. Yo, más que nadie más, había ignorado todas las señales. O no. No las había ignorado, sino confundido. Nadie sabía el dolor de verla desaparecer en las profundidades. ¡Un suicidio! Qué idea tan más descabellada. Ella no se había suicidado. Luchó hasta el último segundo.

“Hiciste lo que pudiste”, dijeron todos. Pero no era suficiente.

“Ya no sé ni para qué vivir”, me había dicho ella, tantas veces. ¿Desde hace cuánto? Creí que, de alguna manera, era sólo una exageración. Intenté convencerla de salir, de volver a la escuela, de encontrar un trabajo o de lo que fuera, pero sin éxito. Intentaba hacerla reír, pero ella sólo me respondía lo mismo, una y otra vez: “No me siento yo. Todo parece estar nublado frente a mí. Cada día olvido más cosas y tengo menos ganas de levantarme”. La preocupación se extendió más allá de mí. Su familia, sus amigos, todos intentaban ayudarla. Las pastillas vinieron y se fueron. “No me sirven de nada. Me hacen sentirme menos yo. El cansancio no se va, sólo aumenta”, me dijo. Y yo no entendí. Nadie lo entendió. Menos comida. Más sueño. Llegaba a casa y la encontraba en la bañera o frente a una taza fría de café. Cada vez sonreía menos y suspiraba más.

—¿Crees que he cambiado? —me preguntó.

—¿Cómo?

—Perdí el rumbo. Antes sabía a dónde ir. Me consideraba un monumento que se alzaba cada vez más alto, pero hasta los monumentos más sólidos pueden ser derrumbados.

—¿A qué te refieres?

—Cada vez hago menos cosas porque yo quiera y más porque estoy huyendo.

—¿Huyendo de qué?

Ella sólo volteó a verme. Sus ojos estaban clavados en mí. Parecía que estuviera intentando decirme algo, pero no podía, como si algo la detuviera.

—De mí o quizá del fracaso —dijo como si tuviera que ocultar el verdadero motivo.
Cada vez hubo más momentos como ese. Quizá lo más difícil era convencerse de qué era real y qué no, e intentar sobrellevarlo sola porque nadie jamás le hubiera creído.

La última noche que la vi me contó todo. Podía notar la tensión en su voz. El nerviosismo no era porque estuviera consternada por sí misma, sino porque creía que la pensaría loca.

—Creo que no podré hacerle frente a esto por mucho tiempo más. Quiero que me escuches y no me interrumpas hasta que acabe. Es importante que alguien sepa. Quizá no me creas, pero al menos habrá constancia de que sucedió. Nada existe de verdad hasta que se le nombra.

Esperé en silencio. Ella se había vuelto misteriosa. Siempre que estaba a punto de decir algo, escondía lo que quería decir con metáforas y se rendía si no entendía. Ahora sé que es porque no creía que nadie fuera a creerle: “ya todos me consideran una enferma mental”, me dijo.

—Hay algo dentro de mí. He estado luchando contra eso. Creo que, si hubiera sido más fuerte, se habría ido, pero ya es demasiado tarde. Lo veo día y noche, cada vez más cerca, más claro. Intento preguntarle por qué, pero desaparece. Sólo me sonríe. Intento huir, pero, por más que corra, siempre que volteo lo sigo viendo, con su mano extendida hacia mí. Y cuando siento que he escapado, me detengo; pero, al voltear, siento su roce en mi rostro. No hay escapatoria y me hundo en las profundidades más oscuras. Y luego abro los ojos y parece que todo se ha ido, que he vuelto a la normalidad. Pero ya nada es normal. Todo está barnizado por una capa de musgo, de agua y asfixia. Cada vez puedo respirar menos y me cuesta más regresar de la profundidad. ¿Has notado lo rápido que se puede congelar la superficie de un lago? Sólo que esta vez ya no tengo energía para salir a la superficie. Ya dejé ir todo. Siempre que lograba salir a flote, se me drenaba la energía por completo. Sólo quería dormir. Pero ya no puedo.

Su voz se quebró y comenzó a llorar. Yo no entendía.

—No has estado cerca del lago desde hace mucho. No te voy a dejar ir allá. Estás segura aquí. Vamos a salir de ésta.

Ella negó con la cabeza. Se limpió las lágrimas, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Creo que ya no puedo evitarlo, pero al menos ahora sabes la verdad. Al menos alguien sabrá la verdad. Estoy demasiado cansada para luchar ya. Ojalá pudiera volver a comenzar y encontrar el punto en que esto comenzó para detenerlo. Intentaría hacerlo bien —hubo una pausa larga antes de que saliera del cuarto—. Nos veremos por la mañana.

Sonrió al cerrar la puerta, pero su sonrisa parecía más bien una derrota. Tardé un par de minutos en reaccionar. Repasé en mi mente los últimos meses, pero ella jamás se había ausentado el suficiente tiempo para ir al lago. Ella creía que era una carga para mí. Había conseguido un departamento a dos pisos del mío, así podríamos seguir viéndonos, pero no tanto, según ella.

Tenía una copia de sus llaves, por si acaso. Subí corriendo a su departamento. Algo no cuadraba. Ella no había salido ni una sola vez mientras yo no estaba en el edificio. Cada vez había hecho menos movimiento. Siempre estaba en la casa. Comenzó a salir sólo a la tienda y al mercado. Luego dejó de cocinar y comenzó a beber café. Los libros se apilaron a las orillas de la cama. Jamás llegaba más allá de las primeras páginas. Poco a poco quedó reducida a una figura contemplativa frente a la ventana o en la bañera. Pero jamás había salido.

Entré a su cuarto. La busqué y grité su nombre. No estaba ahí. Busqué en todas partes. Revisé las llaves de la estufa, las ventanas y el baño. Estaba esperando lo peor. Entré a la bañera y vi el agua escurriendo, pero ella no estaba ahí. El agua seguía caliente. Me paralicé pensando en todas las veces que la había visto quedarse por horas ahí, mirando fijamente a la pared. Siempre que salía del baño parecía más cansada. ¿Era eso a lo que se refería? Bajé corriendo y le pregunté al guardia si la había visto salir. Él negó con la cabeza.

Lo ignoré. Salí corriendo a la calle y me dirigí al lago. ¿Me había tardado demasiado en salir por ella? ¿Por qué la había dejado ir? Comencé a caminar, a gritar, a buscarla. Después de un par de minutos, la vi a la distancia. Ella volteó. Parecía un espectro. Había perdido mucho peso. La poca luz le daba un aspecto mucho más cadavérico. Parecía tan frágil. Creí que en cualquier momento se desvanecería. Corrí hacía ella. Entonces sonrió. No era su sonrisa normal. Parecía socarrona, burlona e incluso triunfal. Parecía decir “sabía que vendrías, pero es tarde”, pero a la vez parecía agradecida de verme. Se burlaba de mi incapacidad para acercarme a su lado, pero sus ojos no. Era como si dos personas estuvieran en su interior a la vez.

Entonces sucedió.

Una luz blanca se desprendió de ella, como si algo hubiera explotado en su interior. El mundo entero se detuvo por un segundo. Fui incapaz de moverme. La luz que irradiaba se separó por completo de su cuerpo y se materializó en su espalda. Una figura como un espectro apareció detrás. Era un hombre, un anciano, con cabello a los hombros y descuidado. Estaba sonriendo. Era la sonrisa burlona que anunciaba su triunfo. Se burlaba de ella y de mí. Sus ojos eran pura maldad. Volteé a verla. Estiró su mano hacia mí a la vez que el espectro alargó la mano hacia ella. Pero él fue más rápido. Vi cómo la tomaba y la arrastraba al lago junto con él. La vi caer y comenzar a hundirse. Sus manos estaban heladas. No pude moverme de nuevo hasta que desapareció.

“¿Has notado lo rápido que se puede congelar la superficie de un lago?”. Su pregunta resonó, no sólo en mi cabeza, sino como un eco a la distancia. Tenía que recuperarla. Antes de saltar vi a un guardia a la distancia. Lo vi corriendo en mi dirección, no había tiempo para esperarlo. Tenía que recuperarla. Aunque no había nada que recuperar. Se había ido. En cuanto caí al agua perdí su rastro, como si jamás hubiera estado en el lago. El guardia me sacó del agua, inconsciente. Le pregunté por ella y él sólo negó con la cabeza. Vi una camilla sacando su cuerpo.

—No. No se suicidó.

El guardia volteó a verme. Nadie creyó mi historia. Nadie más había visto al espectro. Desde la distancia que el guardia había visto a la chica que sólo parecía tener una lámpara consigo y que se había aventado hacia el mar. Su pie se había atorado con algo al caer al agua y el peso la había arrastrado hasta las profundidades. Nadie me culpó. Todos habíamos intentado salvarla. Era una tragedia, pero no había responsables. Habíamos hecho lo mejor. Intentamos hasta el final.

No quería escucharlos. No quería que me dijeran cómo había muerto. Yo había estado ahí. Yo sabía lo que había pasado. Había ocultado todo porque creía que nadie jamás le creería. Yo había tardado demasiado. Y por un segundo, yo vi su cara de horror. Vi cómo algo la había absorbido y la había hundido. La vi luchar por volver a la vida. Sentí su mano aferrarse a mí.

“Ojalá pudiera volver a comenzar y encontrar el punto en que esto comenzó para detenerlo. Intentaría hacerlo bien… Nos veremos por la mañana”.

Nunca nos volvimos a ver por la mañana.

Escuchaba a todos a mí alrededor, preocupados porque siguiera el mismo camino que ella al refugiarme en mí mismo y alejarme de todo. Dejé la escuela por unos meses y pedí un permiso en el trabajo. Pasaba horas frente a la ventana, contemplando su silla vacía. Recordaba su calidez y su manera de reír, su forma de caminar y su manera de juguetear. Dijeron que era una tragedia que su corazón no hubiera resistido el frío del agua. Pero nadie sabía que su corazón había resistido demasiado antes de congelarse por completo. Nadie más que yo.

Cuando vi su cuerpo por última vez, sentí un frío glacial y recordé sus ojos al caer. Sus ojos todavía albergaban esperanza. Todavía podía verla en algunas noches, llegar a mi cuarto y sentarse en la cama, como esa última noche. Siempre sonreía y la escuchaba decir, “al menos alguien sabrá la verdad”. Y yo la sabía, y le creía. Todavía iba al lago de madrugada. Todavía conservaba su taza de café y sus libros al lado de la cama. Ella no podía estar tan lejos, pero el lago se había congelado; tenía que descongelarse. Quizá, algún día, volvería a verla en la bañera, con el agua caliente y mirando a la pared. Si esperaba lo suficiente, iba a voltear y extenderme su mano, no con la mirada perdida, pero con una sonrisa. Esta vez me saludaría y no se ahogaría. La bañera seguía tibia.


Autora: Fernanda Andablo (México, 1996). Estudió Letras y Literatura Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se especializó en traducción y ha trabajado como correctora de estilo y traductora freelance. Actualmente es directora del proyecto Aquelarre de tinta, editorial web con enfoque LGBTQ+ y feminista. Entre sus intereses están la literatura gótica, la ficción especulativa y las historias de mujeres. Sus autoras favoritas son Carmen María Machado, Margaret Atwood, Carson McCullers y Amparo Dávila. En su tiempo libre toca el violonchelo y el ukelele.