Ilustración de Aimeé Cervantes
I
Se sentó a la orilla de la cama con una sensación de hastío, como si hubiera repetido la misma posición por años, como si hubiera luchado por salir de una duna en la que estaba enterrado en lo más hondo.
Ilustración de Aimeé Cervantes
Se sentó a la orilla de la cama con una sensación de hastío, como si hubiera repetido la misma posición por años, como si hubiera luchado por salir de una duna en la que estaba enterrado en lo más hondo.
te oí decir
que un poema al día
bastaba
para calentar el café
pero no es cierto
escribir un poema al día
no basta
ni para podar el césped
como dar vueltas por la noche
sin poder dormir
o llegar tarde al colegio
por cruzarnos con desgracias
Ilustración de Aimeé Cervantes
Desde que descubrí las ilusiones ópticas aprendí a desconfiar de mis ojos. La primera que vi fue el dibujo de una joven con sombrero de plumas y vestido victoriano, de quien sólo se observaba el ángulo de la mandíbula, la oreja y las pestañas de un ojo. Tenía la leyenda: “¿Y tú qué ves? ¿Una muchacha que mira hacia otro lado o una señora de nariz grande?” Mi madre veía a la anciana, pero yo no podía dejar de observar a aquella muchacha que desdeñaba mirarme. Hasta que, por la gracia del insistente, la vi. Las vi a ambas. Ese pequeño engaño me produjo una especie de vértigo, como el que buscaba al girar en las tazas locas de la feria. Aquel viejo “ver para creer” perdió su dogmatismo. Había germinado la semilla de la sospecha.
Para mi amiga, Guille Zavala Monroy El pelo a la garçon de Alejandra Pizarnik, rozando el colchón, pegado a un muro negro, cubierto con recortes de revistas, cajetillas de cigarrillos y poemas sueltos. El […]
«El jinete corta cabezas», titula un periódico amarillista a una nota que denuncia a un asesino cualquiera en una zona cualquiera de una colonia cualquiera en mi ya decapitada Ciudad de México.
Imagen: Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, Miguel Angel
Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado,
arráncatelo y tíralo lejos
A Antonio Catalán y Pablo Rodríguez
La culpa es solo un invento del cristianismo, tú fúmate ese cigarro. Apenas había pasado un par de meses desde las nubilosas tardes de la ciudad de México. Tú fúmate el cigarro, repitió cierto amigo en cierto café de la calle Regina del centro histórico. Dos meses antes el aire hipertóxico aterrorizó a más de uno: la ciudad fue eclipsada por un olor infumable que entraba por todos los resquicios. Era mayo de 2019, una mancha oscura afligió, de sobremanera, a los pulmones de los habitantes de uno de los sitios, ya de por sí, más contaminados. Por razones lógicas, algunos de los fumadores ocasionales decidimos dejar de lado el vicio más poético: los objetos se convierten en humo y luego en nada.
08:34:10 am
Lunes de cualquier semana
Todos los días se comienza algo distinto, aun cuando la monotonía invada nuestro espacio. Despertamos con la aparente sensación de que nada ha cambiado: los libros siguen en el mismo lugar, la ropa sucia se acumula cada vez más y los pájaros de siempre picotean la ventana. A simple vista las cosas permanecen intactas, pero algo pasa desapercibido: las partículas de polvo que se amontonan en la superficie de los muebles. Al darte cuenta te levantas de la cama, acercas la boca y soplas el polvo apenas visible, se expande por toda la habitación. Caminas hacia el espejo, te miras y descubres que una nueva arruga atavía tus párpados. Hay algo distinto de ti.
A Max Aub
El muy pendejo se subió al bus y, pistola en mano, dijo cáiganle con todo hijos de su putamadre, así que lo amagué, le quité el arma y pum, le di justito en la cabeza. ¿Quién es culpable? ¿Él por haber tenido en verdad la intención de matar o yo por haberlo hecho?
¿Qué pasa? Ha ocurrido una palabra. Nadie la ha dicho, tampoco ha sido escrita o dibujada, simplemente lo dicho: ha ocurrido.
Alejandro Aura, «Cuentos para leer en los aviones»
Desde su primera frase, Cuentos para leer en los aviones eleva el día a día al plano de lo maravilloso. Su primer relato, «Al sueño perfecto», narra una jornada de trabajo en una tienda de artículos para el sueño. Sin embargo, Alejandro Aura logra aportar a la historia, banal a primera vista, un tono onírico y mágico. Esta sensación de asombro ante lo cotidiano impregna toda la antología. Los personajes añoran constantemente su pasado; anécdotas aparentemente anodinas, pero relatadas con tal belleza que no podemos evitar preguntarnos qué secreto esconden. Tal es el caso de «Sur, María», en el cual el yo narrativo cuenta a su hija un viaje que hicieron por Sudamérica: “A veces, muchos años dan pocas páginas. Otras, un instante da resmas de hojas escritas que ocupan horas en ser leídas.”
Acá la frontera quedó marcada por el río que cortaba en dos a La Boca, según la firma de unos tipos que no vinieron sino hasta mucho tiempo después de que dispusieron tal orden. Amanecimos un día con la noticia, y al principio no nos significó nada, sólo nos sorprendió ver un montón de gente llegando en camionetas enormes e impecables. Después, cuando algunos de nosotros quisimos cruzar el puente como de costumbre, nos dijeron que no se podía. Ahí empezaron los problemas y los malentendidos. Ellos no comprendieron nuestras razones, y mucho menos nosotros las suyas. Los comuneros aparecieron y dialogaron toda la tarde con esas gentes que decían venir de la capital, que mencionaron que la jurisdicción sería por ahora federal, pues nos habíamos convertido en frontera.