El verdugo de los sueños – Cuento de Consuelo Figueroa

Siempre había un NO bien argumentado. Lo decía con tanta facilidad, que parecía nunca cansarse del mismo monosílabo: ¡no!, ¡no!, ¡no! ¡No hay vacaciones este verano! ¡No puedes darte el lujo de comprarlo! ¡No es una buena idea! ¡No necesitas seguir en la escuela! ¡No!, ¡no!, ¡no!

¡No! ¡Ya me tiene harta con su frío y razonado NO!

Hace tiempo, informé a mi Verdugo que en la clínica para animales venden unos hermosos gatitos y había decidido comprar uno. No eran muy caros y uno de ellos me había ganado la voluntad. El Verdugo me miró airado y tras un profundo suspiro me dijo: ¡No! Aún no lo has entendido. Los animales son un fastidio, ocupan mucho espacio, son sucios, muerden todo y huelen mal. Cómprate un peluche, y si quieres, puedes ponerlo sobre la cama, pero de tu lado y cuando no esté yo.

Decidí omitir sus sarcasmos y compré el cachorro. Justo como me lo recomendó, lo puse sobre la cama, eso sí, de mi lado. En cuanto llegó, como si el viento le hubiese avisado, desde la entrada pegó un grito que hizo que se cimbrara la casa: ¡Te lo advertí se va este o me voy yo!. Me quedé paralizada. No era para tanto.

Toda ilusión o sueño, todo anhelo, era pasado por la guillotina, hábilmente afilada, de sus razonados no. Me cortaba las esperanzas y mandaba a la horca todos mis planes. Parecía darle gusto que sobre mi futuro siempre hubiese una nube negra, que amenazaba, no con una llovizna, sino con una tormenta llena de truenos y escandalosos: ¡NO!

Pregunté cuál era la razón, para decir NO a todo lo que yo hacía, decidía o quería. Con mirar airado, rígidamente y sin temor en la voz me contestó: ¡Quien paga todo cuanto tú disfrutas soy yo! Y no me da la gana complacer tus caprichos de niña mimada. La burbuja se rompió cuando decidiste estar conmigo, y créeme, no volverás a ella por más esfuerzos que hagas, así que, princesa, acostúmbrate a vivir lejos de tu castillo.

Ese día entendí que jamás sería feliz en el mundo del Verdugo de los sueños. A partir de entonces ahorraba todo el dinero que caía en mis manos. Quería comprarle una verdadera guillotina con la cual pudiera hacer pedazos mi vida.

En una extraña tienda, en un, aún más, extraño lugar y sin que nadie lo haya visto jamás, compré, por sólo unos pesos, una enorme guillotina. Su filosa cuchilla parecía haber sido afilada hace ya muchos siglos, pero conservaba su brillo. Se la pagué de contado a aquel hombre extraño de ojos vidriados y le pedí que la enviara a mi domicilio. Me senté todo el día a esperar el empaque y, justo diez minutos antes que el Verdugo, llegó su instrumento, perfectamente afinado.

Hice que los diminutos sujetos que la trajeron la colocaran en el centro de la sala; ese lugar donde el Verdugo reía y se divertía viendo su cuadrada bola de cristal. Como si fuera la mesa de centro, ahí estaba, tranquila pero al mismo tiempo impaciente, esperando por su operador.

Cuando el Verdugo cruzó la penumbra, su primera reacción fue gritar como loco: ¡Te dije que ni un mueble más!, ¿acaso no entiendes?. Como si su voz hubiese activado las neuronas de la máquina, la cuchilla fulguró con gran fuerza y atrapó la mirada del asesino. El Verdugo estudió por breves segundos aquel instrumento y para cerciorarse de que el espacio era correcto, metió la cabeza en la hendidura, descansó el cuello sobre sus bordes y saboreó sus deseos e instintos. Justo en ese momento, mis sueños, en tropel, corrieron hacia la cuerda y de un tirón cayó la cuchilla dejando correr a sus pies un gran río de ganas y sueños, claro está, todos míos.


Autora: Consuelo Figueroa García (México, CDMX, 1970). Creadora literaria. Formada en la Universidad Autónoma de México. Ha escrito cuento, poesía y ensayo para diferentes revistas literarias.