La bandada – Cuento de Guido Schiappacasse

El despertador no cacareó a las seis de la mañana como lo hacía desde hace cuarenta y cinco años. En la noche anterior se me había olvidado conectarlo. ¿Para qué?, si ya estoy jubilado. Sin embargo, me desperté a esa hora, quizá por costumbre, luego me levanté pese a un dolor en las rodillas que no me soltaba desde hace un tiempo y fui al baño; sólo para verme al espejo mucho más arrugado y canoso de lo que mis sesenta y cinco años debiesen representar.

Me duché y me puse uno de mis elegantes ternos, me coloqué mi mejor reloj y me abrigué con un sobretodo. Decidí ir a la oficina, después de todo, mi exjefe me había contado que mi reemplazante era muy joven, aunque graduado de una prestigiosa universidad. Pensé que eso no era suficiente para lograr un buen desempeño laboral; lo más importante es la experiencia y de aquella yo poseía muchísima.

—¿En qué lo puedo atender? —con un tono de voz que me sonó despectivo, me recibió este jovenzuelo usurpador de mi puesto laboral.

—¿Necesitas ayuda? Yo tan solo hace unas semanas he dejado mi escritorio y no alcancé a hacerte la inducción. Aquí están los archivos con todas las instrucciones y pormenores detallados ante cada eventualidad del mercado bursátil, los hice especialmente para este momento.

—¡Ah!, los archivos, no se preocupe, he digitalizado esa información. Ahora todo es casi instantáneo, más fácil y productivo. Puede llevárselos, a mí me quitan espacio en mi buró.

La artrosis en mis rodillas me jugó una mala pasada y casi se me doblan las piernas, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y un vacío se apoderó de mi estómago. Me sentí como un trasto viejo que ya no sirve; sin embargo, mantuve la dignidad y me despedí del roba empleo con amabilidad.

Al salir de la empresa, en el corredor me encontré con mi exjefe. Con cordialidad me dijo que no me preocupara por el funcionamiento del despacho, que todo andaba de maravillas y que, ya que mi esposa había fallecido, algún día me diese una vuelta por el lugar y saldríamos a tomar una taza de café. Agradecí su falsa gentileza y con un adiós me despedí de mi mundo laboral.

Sin rumbo y desolado vagué por las calles de la ciudad, pasé por el restaurante donde almorzaba todos los días desde hacía cuarenta y cinco años. Más allá había una galería de arte, pero nunca había entrado allí, porque sostenía, en ese entonces, que esa actividad era solo para ociosos… Finalmente, llegué hasta la glorieta vecina a mi edificio. Por primera vez me senté en uno de sus bancos, nunca antes había tenido tiempo para aquello. Me llamaron la atención las palomas de la plaza con su caminar, un gracioso bamboleo de sus cabezas de adelante hacia atrás; y qué decir de su lastimero zurear, pidiendo limosna a los viejos jubilados como yo que no han sabido dejar una huella en la vida.

Sí, así es, porque mi empresa ya no me necesita y mi mujer tampoco, porque hace unos años se la llevó el cáncer de mama. Yo con ella me llevaba bien y siempre la quise en demasía, pero tal vez la descuidé un poco a causa del trabajo. Si ella me pudiese escuchar le diría: ‟Rosario, no sabes cómo me arrepiento de mi torpeza; además, por causa de mis secos compañones no pude darte descendencia y por ello se desencadenó tu enfermedad, de aquello no me cabe duda, según lo que leí en una revista médica…”. Es más, no tengo ningún ser querido, estoy anciano, hipertenso y diabético; no he dejado ningún rastro positivo en mi vida… Sin embargo, no me dejé arrastrar por mis amarguras e hice un esfuerzo para combatir la depresión del jubilado, como yo así llamaba a mi mal, y por ello empecé a visitar diariamente la plazoleta aledaña a mi domicilio.

Así, desde aquel día, cada mañana me levantaba al alba, como siempre lo había hecho, me higienizaba y me ponía un traje de caballero con corbata y todo. Lo que sí, adopté un bastón de elegante mango, porque la artrosis de mis rodillas empeoraba con el entrar de la estación de hojas secas que caen de los árboles. Pese al dolor, con el apoyo de mi báculo, cada día lograba llegar siempre a la misma banqueta de la plaza, invariantemente a la misma hora, sólo para sentarme allí a ver pasar el tiempo. Por eso, para despejar mi mente de malos pensamientos, tomé la costumbre de traer una bolsa llena de migas del pan del desayuno y alimentar a las palomas… Al principio, me tenían miedo y desconfianza y volaban raudamente ante cualquier movimiento brusco de mis manos, pero con el correr de los días y de las semanas se fueron sintiendo en confianza y se empezaron a posar en mi asiento y a aceptar con sus picos las migajas ofrecidas por mis palmas. Hasta nombre le puse a cada una de estas plumíferas. Al parecer, estas aves me estaban domesticando. Pero, como queriendo estorbar mi higiene mental, un pintorcillo se instaló con su caballete, sus pinceles y sus óleos, en la otra esquina de la plazoleta, sólo para mirarme con disimulo y pintar en su lienzo ese primer día que visité la glorieta; y el siguiente, e incluso, todos los demás. ¡¿Váyase a saber que mamarracho coloreaba?! Me importunó su husmear ese primer día y todos los que le siguieron; sin embargo, nunca me le acerqué y jamás le dije nada.

Unas semanas después, pese a mi empeño, mi ánimo de jubilado le ganó a mi pensar y finalmente se apoderó de mí. Abandoné mi sana rutina y ya no me levanté más de la cama, no me tomé más mis medicamentos y el frasco que contenía las pastillas durmió desde ese entonces sobre mi velador. Así pasaron cinco días terribles, abrazado a mi más patética soledad. Imaginaba que las avecillas me extrañaban y, a lo mejor, hasta el artista me añoraba porque ya no tenía a quien incomodar. A la mañana del sexto día me dolía todo el cuerpo, sobre todo el coxis y sendas lágrimas surcaron mis mejillas acompañadas de la nostalgia de un viejo que no dejó vestigio alguno en su vida…

No sé qué ocurrió, tal vez algo mágico, porque al parecer Coté, la paloma jaspeada, que creo que era la líder de la bandada, sin razón alguna voló desde la plaza hasta la ventana de mi dormitorio que daba a la misma glorieta. Con su pico logró mover el picaporte, mal cerrado por descuido. Entró por la ventana que quedó entreabierta; y posándose a los pies de mi lecho, con su arrullo me llamó a levantarme de mi camastro, que ahora era más mortuorio que nunca… Más tarde, las demás muchachas emplumadas, entraron por el ventanal y una tras otra invadieron mi cuarto y se pasearon por todos lados, con un gorjear que se hizo un único y suave murmullo. Todas habían venido a verme, Blanquita, Plácida, Asustadiza, Gruñona… Luego, Coté bruscamente saltó de la cama a la mesa de noche y picoteó el pastillero hasta que se volcó sobre mi lecho… Quizá me volví un poco loco porque, al incorporar mi torso sobre la cama, en voz alta les prometí a mis emplumadas amigas que me tomaría mis medicamentos y que no me dejaría morir para que ellas no me echaran de menos.

Al día siguiente, me vestí con un elegante traje, con sombrero de copa y abrigo, y salí a la calle, siempre de la mano de mi bastón. Me dirigí a la plaza y alimenté a mis querubines. El joven dibujante me vio llegar, parece que me esperaba, desde bien lejos se puso a tirar brochazos como guiado por los cánticos de las musas…

Unos días después, me dirigí al restaurante donde siempre comía en los tiempos que fui oficinista. No sé qué me llevó a cambiar mi rutina, tal vez, la Providencia condujo a mis pies y a mi báculo. Pero antes de llegar al sitio, mi vista se embrujó con las puertas de cristal de la galería de arte en la que nunca antes había puesto ni tan solo un pie. Un cartel en la entrada promocionaba e invitaba a pasar a admirar la primera obra de un novel artista.

Impulsado por una extraña fuerza, traspasé la entrada y, entonces, grande fue mi sorpresa… La exposición contaba con nueve pinturas que atrapaban instantes del fluir del tiempo por la plazoleta de mi barrio. Así, en un cuadro vi a un viejo llegando a la glorieta, en otro estaba sentándose en una banca, en el de más allá alimentaba a unas asustadizas plumíferas, en otra pintura las palomas comían a destajo de las arrugadas manos del vetusto hombre. Pero sólo en la última composición, el viejo reía junto a sus aladas amigas que con sus dorsos se agazapaban entre las costuras del abrigo del veterano… Y sin lugar a dudas, ¡el personaje retratado en las pinturas era yo!… Más allá decía un aviso que la colección completa ya había sido comprada por un adinerado y conocido filántropo de la ciudad, pese a que el autor era inexperto en las lides entre pinceles y colores… Sólo entonces, sendas lágrimas recorrieron mis mejillas. ¡Pero ahora eran de dicha!…


Autor: Guido Schiappacasse Cocio (Viña del Mar, Chile, 1973). Es médico oncólogo de profesión y escritor de hábito. En su diaria labor ha conocido tanto la miseria humana como la misericordia y el amor, poniendo todo aquello de manifiesto en páginas en blanco. En 2022 publicó su primera obra literaria, Una dádiva para Luukas, libro de cuentos, tanto en e-book en Amazon y en otras plataformas, así como en físico en México y en Chile. Recientemente, ha publicado el relato ‟Las monedas de cobre y plata” en la revista literaria Mal de Ojo y los cuentos ‟La deuda de Gaby” y ‟El tirano y los perros” en la revista literaria Literatura Mundial. También se desempeña como editor de prosa y crítico literario en diversos medios. Hoy prepara el lanzamiento de Relatos para soñar feliz, su segundo libro de cuentos. Allí explora los dones y cualidades del alma femenina enmarcada en sociedades patriarcales, sesgadas y machistas, redescubre leyendas y sus moralejas aplicándolas a nuestra época actual; y narra variopintas relaciones padre-hijo a través de asombrosos relatos.

Etiquetado con: