Niña,
Hoy ha nacido de nuevo escribirte
y es que he visto en ti
el alma del colibrí,
criatura inmaculada
que sobrevuela las copas de los sauces
hasta tocar las manos de la luna y las estrellas.
Niña,
Hoy ha nacido de nuevo escribirte
y es que he visto en ti
el alma del colibrí,
criatura inmaculada
que sobrevuela las copas de los sauces
hasta tocar las manos de la luna y las estrellas.
Te bañas y el deseo se adhiere a tus manos
Como si mi cuerpo y tu cuerpo se fusionaran
En una sola partícula, en una cuota de aire
Que se adhiere a tus pulmones y te hace
Recordarme
murmurar
buscando un consuelo
más allá de tus manos
que intentan dibujarme en el vacío de ese cuarto
y te preguntas
y te miras
y me quieres a tu lado
y luego deshaces la idea
porque te parece vana
entre libros y papeles
no cabe una mujer y sus pasiones
y vuelves a tu calma
a tus mates
a tus días de escritura
de soledades, de desmadres y vasos compartidos
con otros que se sacuden sus historias
pero a veces, en la madrugada
como esta
te despiertas y mi aroma te atrapa
y te sacude y te arroja a las calles vacías
a bancarte una sacudida rápida
un despertar con una hembra cualquiera
para no atraer la hierba de mi cuerpo
ni la resina de mis miembros
para no saborear el secreto y oscuro ángulo
de esta soledad que me ancla a ti.
En una conversación activa con los discursos ecofeministas, enunciados desde los 70 del siglo pasado, algunas artistas han abonado a la comprensión y denuncia del sistema común que subyuga a las mujeres y destruye vorazmente la naturaleza.
Abro mis ojos cada mañana, con la sensación de tu cabello reposando en mi almohada, siento que puedo oler tu perfume, ése que te regalé la tarde que fuimos a pasear sin rumbo y que no dejaste de usar un solo día desde entonces, volteo lentamente y sólo puedo ver el vacío a un lado mío; los recuerdos de tiempos pasados llegan a mi mente, cuando temprano te escuchaba andar por la casa, siempre fuiste un pajarillo madrugador que con un beso me despertaba cada mañana; ahora me despierto a falta de querer soñar, porque cada vez que cierro mis ojos mi mente quiere ir a donde tú estás.
Cuando era niño mi papá me contó una historia espeluznante para que aprendiera a portarme bien. La madrastra hechizaba a un niño pequeño y lo encerraba en una pintura, cada día se podía ver al pequeño en diferentes posiciones del cuadro pero siempre la misma cara de nostalgia y desesperación. Nunca pudieron rescatarlo y con los años simplemente se desvaneció de la pintura. Así es como me sentía aquel día frente al banco, estaba atrapado en mi propio limbo y poco a poco desaparecería.
Las plantas se comían todas las paredes de la casa de la tía Adela. No había un solo recoveco donde no se hubieran instalado. Es lo que suele ocurrir con los lugares abandonados. La porquería, los bichos, los hierbajos… se hacen con ellos, se apoderan de su cuerpo y alma, y poco a poco, lo destruyen.
Hace dos semanas me encontraba en un lugar poco común. Se trataba de un pequeño espacio, parecido a un puesto de feria antigua, montado con telas satinadas de color morado. El aspecto teatral, circense y carnavalesco (las tres cosas al mismo tiempo) se construía también por las pelucas desperdigadas por el pequeño pedazo de suelo que enmarcaba el tenderete, así como por los disfraces que mi amiga y yo portábamos decorosamente. Cubiertas de telas de varios colores y texturas, Ximena y yo nos sentamos en el piso, dentro de lo que denominamos como “la casita morada”, sujetando nuestras rodillas entre nuestros brazos como dos huevitos Kinder. Estábamos, nosotras y la casita, en el cacho del tercer piso del Museo de Arte Carrillo Gil que, como parte del programa Tiempo compartido, se encuentra ocupado por el colectivo de artistas @kasheyshirotta.
“Decir que esa mujer es dos mujeres, es decir poquito. Debe tener unas 12,397 mujeres en su mujer”. Esa mujer es un Pueblo de mujeres. Por sus calles, como sosteniendo el tiempo en la falda de su pollera, caminan mujeres frágiles, honestas, infantiles; se ven algunas militantes y rebeldes y sacrificadas. También las hay remotas y ausentes, como si anduvieran rumiando, junto a la pena, sus ambiciones de mujer. Por las calles de ese Pueblo andan todas y anda una: Cora Alegría Mina, la tía Cora. Mi tía Cora.
Había pasado un tiempo desde que decidió ir a aquel viaje a la capital, embarcándose en aquella búsqueda desesperada.
Delia Corona tenía una noción precisa de que su tiempo se estaba agotando y que debía empezar lo antes posible.
Hace unas semanas, Laura Sánchez Vegas, directora del popular local de comedia en Madrid La Chocita del Loro, desató la polémica tras declarar que no contratan a más mujeres porque “su humor es como muy de víctimas o muy feminista” y, en definitiva, “diferente”. Estas palabras remiten a un tópico que persiste con fuerza aún hoy: las mujeres no tienen gracia. No importa cuántas nuevas humoristas exitosas surjan, en el imaginario colectivo, la mujer es incapaz de hacer reír. Si pensamos en los imprescindibles del cine mudo, nos vendrán a la cabeza Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, pero ninguna mujer. Si avanzamos en el tiempo, ocurrirá lo mismo: ha habido actrices importantes que han trabajado en la comedia, pero ninguna es percibida como una gran cómica. ¿Por qué han sido apartadas de este género? ¿Podemos afirmar que las cosas han cambiado?