Hilos de la memoria – Relatos de Lucía Oliván

Huellas imborrables

Las plantas se comían todas las paredes de la casa de la tía Adela. No había un solo recoveco donde no se hubieran instalado. Es lo que suele ocurrir con los lugares abandonados. La porquería, los bichos, los hierbajos… se hacen con ellos, se apoderan de su cuerpo y alma, y poco a poco, lo destruyen.

¿Quién hubiera pensado que se hubiera echado a perder así? ¡Con lo que era la tía Adela! Enérgica, de rostro severo, siempre controlándolo todo… Las habitaciones estaban impolutas, el jardín, cuidado con un esmero increíble, especialmente el rincón de las orquídeas. Dentro guardaba con absoluto orden todas las pertenencias de la familia. La tía Adela le profesaba a aquella casona una verdadera devoción. 

A mí me gustaba mucho ir a visitarla. Las meriendas con café y bollos, con sus historias de antes, me embelesaban. Había sido una mujer peculiar. Sin hijos. Viajera empedernida en la juventud. Estricta y organizada en la vejez. Y una gran anfitriona.

Pero un día se le olvidó invitarme a merendar. Y otro, de regar las plantas. A ese le siguieron dos y tres días más. Después, semanas. Los preciados objetos familiares aparecieron cambiados de sitio. Y las habitaciones, sucias. Un día no se acordó de su nombre, y otro de quién era yo. De su mente no se apoderaron la porquería, los bichos o los hierbajos, como a esa destartalada casona, sino algo más cruel. Sin embargo, el resultado fue el mismo: lentamente, se hizo con ella, la poseyó, la deterioró… como a su vieja morada.  

Ayer volví. No me había atrevido a aparecer desde el entierro. Ni tampoco en los meses de la enfermedad. No son fáciles de aceptar algunos duelos. Y los recuerdos me dolían como una herida en carne abierta. 

Contemplé lo que quedaba de aquel lugar: sus restos moribundos, el declive de algo que un día estuvo insuflado de vida… Una gran nostalgia se apoderó de mí, mientras algo me quemaba en la garganta. Y ya no pude parar. Quité mucha maleza. Limpié y ordené las habitaciones. Planté unas orquídeas. Y tomé una decisión…

El caserón había cambiado, sí. Todo cambia. Y aunque es así, no iba a permitir que se muriera. Al menos así. Eso no. Lo mimaría. Lo cuidaría. Lo restauraría si hiciera falta.

Y permanecerá. Sí, como tú en mi memoria, tía Adela. El tiempo pasa y nos arrebata muchas cosas. Pero tus recuerdos son y serán para mí siempre huellas imborrables.

*

Mapas de la piel

Están en las comisuras de los labios y de los ojos, al sonreír. Patas de gallo, las llaman a estas últimas. Aparecen también en el cuello. En las manos. En los brazos…

Hay gente que se empeña en frenar su llegada con cremas, con operaciones para estirar la piel y otros inventos modernos. Piensan que son feas, que se deben ocultar. Las temen, como anunciadoras y testigos molestos de la realidad inevitable que es simplemente el paso del tiempo… 

Pero son igualmente experiencia, ríos de vida que fluyen por nuestro cuerpo como la sangre por nuestras venas. Mapas que nos indican que existimos un tiempo atrás, que existimos ahora y que en un futuro dejaremos de existir. Es inevitable. Porque la vida nos transforma, porque nada es permanente. Todo lo demás es mentir sobre nuestra naturaleza.

Por eso he decidido a partir de hoy no ocultar más mis arrugas bajo ungüentos. Ni teñirme más las canas. Quizás sea algo radical. No lo sé. Las paseo orgullosa por la calle, en mis visitas a la familia y amigos, cuando hago mis compras… Orgullosa de tener una edad, y de que me llamen, si quieren, anciana.

*

Tierras estériles

El riachuelo nacía en lo alto de una montaña. El agua salpicaba las rocas y caía cantando en el vacío. Allí, se mezclaba con la tierra y el barro, y cuando esta acción se repetía continuamente, se formaba una masa que discurría por vastos terrenos hasta desembocar en el lago. Había peces, insectos, aves y muchas plantas.

Sin embargo, este riachuelo ahora está ahogado. Ya no brota nada. Se ha quedado estéril, como una mujer que ya entra en una edad y no puede dar más a luz. Y las vastas tierras, antes verdes y fértiles, son secas, duras, marrones, y polvorientas. Los animales se fueron, o no sobrevivieron.

El agua es vida. Y sin ella, hay muerte. Todo se seca. Contemplo ese desierto árido, sin pronunciar palabra. Inundada por un silencio y un paisaje que bien parece la nada. O simplemente lo es. 

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El árbol milenario

Nadie recordaba desde cuándo estaba aquel árbol que daba sombra a la casona de la Avenida Figueroa. Ya en las fotos más antiguas de la ciudad aparecía allí, frondoso, elegante, majestuoso… con sus grandes hojas verdes y tronco de espinas puntiagudas. 

Documentos viejos atestiguaban ya de su existencia. Se suponía que tenía cientos de años, aunque nadie podía decir con absoluta certeza cuándo se había plantado. Se contaba que lo había traído de Guatemala un ricachón español que, enamorado de su esposa, quiso tenerlo para recordarle cada día con sus flores y frutos lo mucho que la amaba. Otros decían que había sido una joven mestiza que había sufrido de mal de amores quien con sus lágrimas lo había hecho crecer. Se afirmaba también que este estaba poseído por espíritus de ancestros indígenas y que vigilaban a las almas que moraban en esa ciudad. Lo cierto es que nadie conocía la historia de verdad. Quizás fuera una mezcla de esas tres. Qué importa. Allí estaba, testigo mudo del paso del tiempo y de las gentes que habían vivido en aquel lugar.

Desde el lecho de mi cama, en aquellos días de enfermedad, siempre me preguntaba lo mismo. Si hablara, ¿qué me diría? ¿Qué contaría? Sería como un libro de historia abierto, un observador anónimo en el que nadie reparó, un director de cine con una película eterna para proyectar. Nunca obtuve respuesta. Nunca se dirigió a mí.

Hasta aquella noche en la que mi cuerpo quemaba y me desperté con sudores. Apenas podía hablar, la boca y la garganta secas. Sentía mucha agitación y tenía muchos temblores. Sin embargo, al cabo de un rato la fiebre bajó. Abrí los ojos. Respiré hondo. Y contemplé aquel árbol, que me miraba como queriéndome hablar. Vi cómo sus raíces se extendieron por debajo del suelo, traspasaron los bajos de la casa, de las calles pavimentadas… Reventaron los más profundos subsuelos, las partes más duras de la tierra y las rocas, y formaron la cabeza de un terrible monstruo bicéfalo. Luego llegaron hasta el pecho abierto de un ser que no conocía, y allí se hundieron, sin salir ya más de este; mientras el grueso tronco del árbol se convirtió en el cuerpo de un caimán de piel áspera y afilada. 

Lejos de asustarme, permanecí allí absorto, en silencio, observando aquel increíble espectáculo. Entonces un gran pájaro se acercó a mí y me invitó a que me posara sobre él. Me condujo hasta las ramas, que empezaron a crecer y crecer, hasta hacerse inmensas, inmensurables, y no poder ver qué había más allá. Y allí me subí, y trepé, y con ellas ascendí y ascendí…Ya no sentía dolor. Sólo paz.

Pero todo esto lo vi yo. Los demás solo vieron mi cadáver a la mañana siguiente.


Autora: Lucía Oliván (España, 1981). Licenciada en Filosofía por la Universidad de Barcelona y en Traducción e Interpretación en la Universidad de Pau, Francia. Desde hace ocho años reside en Alemania, donde es docente en las materias de Filosofía, Plástica, Música, Francés y Español. Ha publicado en las revistas literarias Alborismos, Almiar, Bitácora de vuelos, Extrañas noches, El Narratorio, Letralia, Nagari, Monolito y The Barcelona Review. Algunos de sus microrrelatos han sido seleccionados para las Antologías Microterrores, La primavera la sangre altera e Inspiraciones Nocturnas, organizadas por la editorial Diversidad Literaria. También ha sido ganadora VI Concurso de Relatos Antonia Ruiz Bujalante y del Primer Premio del VI Concurso Literario de Micronarrativa Amando se entiende la gente. Ha sido finalista en el XXIV Concurso de Relatos «Juan Martín Sauras» y ha recibido varias menciones de honor en diferentes concurso de microrrelatos y haikús organizados por las editoriales El Muro Letras, Creatividad Literaria, Letras como Espada y Mundo Escritura.