Una risa al viento – Cuento de Juan Sebastián Mina

“Decir que esa mujer es dos mujeres, es decir poquito. Debe tener unas 12,397 mujeres en su mujer”. Esa mujer es un Pueblo de mujeres. Por sus calles, como sosteniendo el tiempo en la falda de su pollera, caminan mujeres frágiles, honestas, infantiles; se ven algunas militantes y rebeldes y sacrificadas. También las hay remotas y ausentes, como si anduvieran rumiando, junto a la pena, sus ambiciones de mujer. Por las calles de ese Pueblo andan todas y anda una: Cora Alegría Mina, la tía Cora. Mi tía Cora. 

Fuera de ese Pueblo que es mi tía, son pocas las Cora famosas. Al menos para mí. Más allá de un par de novelistas, una excepcional poeta que no se llamaba Cora, pero la conocían como Cora, una política y una actriz, el panorama es corto. Quizá como personaje literario resalta una: la señorita Cora, de Cortázar. Esa Cora, la de Julio, es una voz desolada que se embadurna con la enfermiza presencia de Pablo en el hospital en donde ella es enfermera. Son unos personajes que viven en un tiempo que quiere ser presente, pero no es otra cosa que la desolada tentativa por recuperar el pasado. Y ante esa hermosa historia está el lector. 

Si Cortázar hubiese andado por las calles de este Pueblo que es mi tía, su señorita Cora habría tenido una infancia en el pueblo de Puerto Tejada, Cauca. Habría sido la cuarta de cinco hermanos. Habría pregonado, junto con Maristela, su hermana y la que sería mi abuela, los pandebonos que hacía su mami luego de que José y Fabio, sus dos hermanos mayores, molieran el maíz en una maquinita prestada. Habría pintado su obra con el color local de un terruño que se alza como un mito, rezuma un pasado esclavista y disfruta de los jirones de libertad que borbotea en los apellidos de los lugareños. Cora habría sido mi abuela, la otra abuela. “Mi” tía Cora. ¡Son tan pocos los parientes que resisten el posesivo!

Siempre me pregunté las razones que impidieron que Cortázar escribiera un cuento sobre “Instrucciones para vivir”. Ahora entiendo que se puede dar instrucciones para dar cuerda a un reloj, para matar una hormiga, incluso para llorar, pero la vida no soporta imperativos. Tampoco el tiempo. Entendí también, andando por las calles de este Pueblo de Coras de la mano de una niña que me recibió, que carácter es destino. La niña me contó que su papi, quien era pastor en el pueblo, y con ayuda de un tal señor Padilla, organizó a la familia y determinó que todos se irían para el Ecuador. Sí, así, sin más. La niña era como una risa al viento en medio de ese Pueblo de mujeres que recibía las primeras habitantes: a la alegre y curiosa, se le sumaba la diligente y ahorradora. La familia llegó a Quito. Ahí, entre columpios y frío, fueron llegando otras mujeres a ese Pueblo de mujeres. Y la niña era una risa al viento. 

De Quito a Quinindé, de Quinindé a Río Blanco. La niña me habló de cómo su papi, don José Hilario Viáfara, con la lealtad muda de mi bisabuela, doña Josefina, había talado un bosque, preparado la tierra y levantado una finca preciosa. También me dijo que ahí su papi había dejado la juventud, pero ¿quién no trabaja por sus convicciones? En la finca sembró. En la finca cosechó. Y de la finca se fue, otra vez, así, sin más, para Esmeraldas. Su papi era andariego. Y la familia, cómplice. Del Ecuador arribó al Pueblo la niña que había pasado por su primer temblor; también la que había escuchado de su madre que los hombres costeños eran malos. Mi guía, que se hacía eco de risa por las calles de ese Pueblo, le dio paso a otra niña. Esta era más alta, más vivaz, más atenta. 

Esta otra niña me contó su viaje de regreso a Colombia. Papi había retornado con Maristela, quien llegaría a estudiar enfermería a Palmira; Fabio, quien nunca estuvo de acuerdo con el viaje a Ecuador, ya estaba en Puerto Tejada. Así, quedaron doña Josefina, José, mi tía Cora y Vaclac Huberto, el menor y a quien recuerdo con cariño. Mi tío Huberto siempre me llamaba “el viejo Sebas” y estiraba las últimas sílabas de mi nombre con swing salsero, como cristalizándome en el tiempo. De mi tío Huberto recuerdo sus elepés cerca al computador, el patio de su casa, que no me gustaba, y su ataúd. Siempre bebió de más, y nunca dejó de ser el menor. También recuerdo a mi tía Cora en uno de los sofás de la funeraria. Había tenido que enterrar a tres de sus cinco hermanos. Estaba triste. Esa fue una de las últimas mujeres que arribó al Pueblo: la resignada. 

Resignación y miedo, más uno que otro, fue lo que sintió en el viaje de retorno. Salieron de Esmeraldas con el chivo a bordo. El mar era impredecible y los lancheros expertos. A su paso, la embarcación dejaba estelas como hordas de caballos que corrían en la libertad marina y se deshacían metros atrás. Las olas embestían. Mi tía Cora oraba; doña Josefina oraba y esperaba. El mar subía y con él la embarcación. Con cada embate se formaba la siguiente mujer de ese Pueblo de mujeres que es la tía Cora: la aterrorizada. Luego sabría que ésta habitó junto a la del temblor. Llegaron a Tumaco, Nariño, donde unos paisanos. Y ahí a esperar a que alguien los llevara a Buenaventura, en donde estarían esperando su papi y José. Doña Josefina encontró un barco maderero que los transportara; subió a sus muchachos, el chivo y salieron. Sí, mi bisabuela ya era una feminista. 

La niña y yo seguimos caminando hasta que pasamos por una casa con las ventanas rotas y el techo melancólico. Como en todos los pueblos, las calles de este Pueblo que es mi tía están diseñadas para que desemboquen al mercado y a la iglesia. Todas, menos ésta en donde está “la casa de mayo”. Comentan que a esa casa llegó una joven que perdió a su amor en un accidente en Villa Rica, Cauca. Daniel, se llamaba. La niña ya no estaba, pero se oía su alegría. Y era una risa al viento. Caminé solo por algunas calles y me encontré, junto a la iglesia, la casa de la única madre en todo el Pueblo. Había tenido un varón y se llamaba Diego. El tío Diego. Pasaría unos años en Venezuela, junto con sus padres. Luego, en Colombia, crecería entre primas. Desde aquí le enviaba cartas a esa solitaria mujer que era casera y, a veces, vendía fritanga. Y esa mujer, lejos de su casa y con su hijo al cuidado de la hermana, era una risa al viento. 

Saliendo del pueblo me topé con una anciana. Usaba tapabocas y ya los guardias de la casa le temblaban y los que miran por la ventana se estaban oscureciendo. Me contó del encierro. Siempre fue una risa al viento que no se dejó fregar de nadie; pero ahora estaba en casa, confinada a la memoria. Ella, al igual que muchos otros ancianos, dejaron de ser humanos para convertirse en instrumentos obsoletos del paisaje; seres que protegemos, pero no por las razones adecuadas porque proteger la humanidad no es siempre preservar la vida. 

De la mano de la niña, la joven y la anciana recorrí un testimonio de la existencia. La tía Cora es un pueblo que me invitó a caminar por la accidentada geografía de sus calles. Al fin y al cabo, todos somos pueblos y los otros andan nuestras calles. Y Cora, mi tía Cora, el estandarte matronal de la familia, es una risa al viento.


Autor: Juan Sebastián Mina (Colombia, 1996). Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle y Alumno Especial de la Maestría en Literatura Comparada de la Universidad para la Integración Latinoamericana (UNILA). Es miembro del Grupo de Investigación Narrativas y colaborador en el Periódico Cultural La Palabra (Cali). Asimismo, hace parte del Comité Coordinador de la iniciativa «Colombia se lee en voz alta» y es miembro fundador del portal literario Magalico, en donde funge como colaborador y editor. 

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