Abordó súbitamente mi vida, como quien aborda un autobús sin rumbo establecido a las dos de la mañana. Su alegre mirada expresaba sus ganas de vivir, pero su cansado cuerpo a gritos pedía terminar con aquel martirio.
Abordó súbitamente mi vida, como quien aborda un autobús sin rumbo establecido a las dos de la mañana. Su alegre mirada expresaba sus ganas de vivir, pero su cansado cuerpo a gritos pedía terminar con aquel martirio.
He visto aparecer la dinámica del takeover de cuentas de Instagram en dos contextos distintos. El primero es una estrategia de marketing donde alguna persona famosa toma las riendas de la cuenta de un negocio o empresa buscando mayor difusión y frescura para la segunda. Por otro lado, aunque hasta cierto punto en sincronía con el primer caso, están los proyectos culturales cuyas cuentas de Instagram devienen en espacios colectivos que recopilan las experiencias de distintos agentes, especialmente artistas que utilizan las plataformas para mostrar su trabajo por un periodo delimitado de tiempo. Ahora más que nunca, con las adversidades que ha traído consigo la pandemia, el takeover ha significado una herramienta importante para el trabajo de la comunidad artística en plataformas digitales, permitiendo que se desarrollen proyectos alternos de un carácter heterogéneo difícil de obtener en redes sociales.
“Sabe, Sra. Buckman, se necesita sacar una licencia para comprar un perro. Se necesita sacar una licencia para manejar un carro. Diablos, se necesita sacar una licencia incluso para pescar. Pero dejan a cualquier pendejo ser padre”. Esta frase de Todo en la familia (Ron Howard, 1989) ejemplifica uno de los clichés más populares del cine: el mal padre. En efecto, si la bondad materna se da por sentada (y cualquier comportamiento fuera del ideal inspira cuentos terroríficos), la paternidad se suele asociar con la ausencia, el maltrato o la ineptitud. Sin embargo, contamos con algún buen padre que, además de ayudar a sus hijos, nos ofrecen una alternativa a la masculinidad más tóxica.
Perdonadme, guerras lejanas (…)
W.S.
Mi madre murió bajo una guirnalda de flores poco antes de cumplir los cuarenta. En homenaje a la abuela dejó que las margaritas invadieran su cuerpo. Tomaron a los pulmones por pradera, entre espasmos de aire, haciendo de la radiografía última viñetas paisajistas. Durante los años finales mi padre ejerció la locura. Lo encerraron en un cuarto incierto, bajo el insomnio de los antidepresivos. Decía que encontró en las flores un camino hacia su infancia y de tanto repetirlo se internó al jardín oscuro de la demencia. Yo muy joven sembré un ciprés en mi cabeza y no me atreví a bajar de nuevo. Ahora espero, marchito, a que el otoño vuelva infalible con sus ventiscas y escándalos y carnavales a la habitación veintitrés del Hospital Santa Rosa pabellón de oncología, a presenciar el infértil pero bondadoso acto de la fotosíntesis.
Ilustración de Carlos Gaytan
He decidido guardar silencio por la mayor cantidad de tiempo posible. He decidido estar solo en la mayor extensión de espacio posible. Pero mis palabras encuentran, casi por sí mismas, el eco despersonalizado de Instagram, Facebook, Twitter, TikTok, Youtube, y mi cuerpo se desborda, con un poco de ayuda, hacia el catálogo de personas de Tinder, Badoo, Happn, Bumble, Grindr. Actualmente, uno no puede estar ni callado ni en soledad por mucho tiempo. Es la condena del ruido perpetuo, la condena de la compañía incesante.
La esperanza,
celda y luz,
plomo y plata,
se niega a preguntar cómo o para cuándo.
Indómita guerrera
empuña su lanza y aguarda agazapada
o arremete aullante,
pero yo puedo adivinar
que lo que queda del día es poco.
Oigo voces de sirenas que cantan mi nombre.
Siempre las escucho.
Me llaman, me aturden.
Esperanza,
absurda ceremonia del deseo,
quiere girar el reloj de arena,
mantener el tiempo suspendido
ahora, hoy.
No será.
No es posible.
La Oscuridad ya apronta su espada
moldeada en la fragua de las eras.
Estaba al borde. Lo juro. Casi imperceptible,
atento a la ruina como a punto de darse muerte
como sabiendo el lugar exacto dónde hacer fuga.
Estaba al borde.
No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿Quién hablará?
Primo Levi
En 1986, Primo Levi publica esta frase en Los hundidos y los salvados, último libro del escritor italiano, sobreviviente del infierno del Holocausto. Ante la implacable formulación de Theodor Adorno en la que planteaba el dilema de escribir poesía después de Auschwitz, Levi sugiere la propia creación artística como una forma de conjurar el horror, de resignificar uno de los episodios más crueles de la historia humana.
Con sombrero anda la muerte
agitando su guadaña
en la lengua del político
al tenor de su campaña
No hace falta el cementerio
aludiendo a sindicatos
siempre acaba la injusticia
en discurso el candidato
Casi quedo sin cordura,
venga de una vez la Parca
a romper mis ataduras.
No tardes mucho, calaca,
¡esperar por ti es tortura!
Te haré un espacio en mi celda
para que alivies mis penas.
¡Quiero entregarme a la fría!,
¡quiero cederle mi vida!
Terminó la cuarentena.