Truenas una estrella
y abrasas la penumbra.
Me besas
y trazas un instante
que quedará derretido
hasta el vientre blando
del recuerdo.

Expresiones artísticas de distinto tipo, ya sea de tipo visual o literario, como cuento, poesía o ensayo.
Truenas una estrella
y abrasas la penumbra.
Me besas
y trazas un instante
que quedará derretido
hasta el vientre blando
del recuerdo.
Ilustración de Darío Cortizo
Hojas del ciprés
Mi paño de lágrimas
Días de octubre
Ahogados
Fusilados
Quemados
Después de indecibles torturas
los muertos no olvidan.
Hay una memoria
en la nada
donde el espíritu flota
debajo del olvido.
Los demás,
los vivos,
van adelante
y en cada instante
la memoria pierde la casa,
en medio a la niebla
se vuelve noticias vagas
—Algunos se preguntan
si todo esto sucedió—
y donde la memoria se durmió
los muertos no olvidan.
Esos pobres cuerpos deshechos
todavía gritan
sus silencios
en el silencio del mundo.
Para ese entonces, mi trote se vio embravecido en la revuelta de los años estudiantiles que acicalaba a los revolucionarios. Su mediocre olor era el de una imitación de ratas de alcantarilla que iba dejando la oleada de contraculturas insurgentes. Las conjeturas de la música noventera se atisbaban en los altavoces de los barrios como copias certificadas de la era de rebeldía en Europa.
Toreador
Oleo sobre tela. 81.5 x 61 cm. 2022
Podría decir que mi trabajo surge de la observación, análisis e interpretación de diferentes ángulos de nuestro comportamiento humano: tratar de entendernos, cuestionarnos, reflexionar y poder responder a nuestras problemáticas cotidianas, indagar dentro del individuo para desenmarañar lo que nos afecta. Las distintas maneras de relacionamos como sociedades, en nuestras diferencias y limitaciones culturales, son un común denominador de lo que motiva mi obra.
En la profunda noche, espesa, entre los desiertos de concreto y en la oscura selva que los sostiene, hay un corazón, miles de corazones que derraman su sangre cubriendo la tierra como una epidermis terrorífica, incesante y sin paz. ¡Una aparente exterioridad, tan sobrecogedoramente íntima y luminosa!:
No quiero envejecer, pero sin duda es un proceso inevitable. Temo envejecer superficialmente porque me hace dar cuenta de que no puedo hacer borradores de mi vida una y otra vez, comenzando como si tuviera veinte. Siempre ha sido mi más grande miedo y mi fin autoprogramado está llegando.
Ilustración de Orlando Sánchez Patiño
Nunca me han gustado los caldos. Siempre se sirven cuando hace mucho calor o cuando son acompañados con alguna pieza de pollo mal cocido; sin embargo, el caldo que comí en aquella ocasión no me desagradó. Aunque la carne que contenía era chiclosa, tenía un sabor novedoso que no había probado antes y que jamás probé después.
Su alcoba estaba en el centro del pasillo. Salió de ella a paso lento. A su derecha estaba la puerta de la habitación de sus padres y a su izquierda la de sus hermanas. Todo estaba oscuro. Frente a sí, sin embargo, vio una llama amarilla ardiendo fuera de la ventana, en la distancia, en la cima de una estructura metálica. Era como una corona solar y amarilla para la noche plateada. Esa corona hacía un cuadrado de claridad en el piso del corredor. Tras una breve inspección comprobó que no había nadie ni en la habitación de sus padres, ni en la pieza de sus hermanas. Había visto las pesadas cortinas verdes con las que su madre resguardaba la siesta matutina de las claridades del día. La caja de madera donde su padre guardaba un máquina de afeitar descansaba en una mesita de noche y brillaba intermitentemente con el número doce y dos ceros que el reloj despertador marcaba. Vio el neceser a los pies de la cama doble. Cerró la puerta. Luego fue a la habitación de sus hermanas y vio el mueble rosado donde ellas habían puesto una variopinta fauna de osos de felpa, barbies, gatitos paralizados, perritos con la lengua afuera y bebés con la boquita perpetuamente abierta, a la espera de un tetero de agua. Cerró la puerta. Desde el final del pasillo vio cómo la extensión de esa distancia caía en el abismo negro de la pantalla del televisor, puesto al otro extremo del pasillo frente a dos mecedoras. Dejó atrás las sillas y mecedoras dispuestas frente al aparato cuando, tras el constante zumbar de los aires acondicionados, escuchó un motor que se había encendido en el primer piso. Unos pasitos duros y como de piedra comenzaron a oírse al mismo tiempo. Desde la baranda del segundo piso vio la oscuridad del primero y el claroscuro del rellano de las escaleras. Tuvo la certeza de que tanto el sonido del motor como los pasitos venían del primer piso. Como se sabe al soñar que hay una prehistoria al momento que se sueña, así supo él que su familia estaba en el carro y que se disponía a arrancar y que los pasitos resultaban de algo o alguien que lo quería solo allí en esa casa prestada. Corrió escaleras abajo casi resbalándose en el rellano. Alcanzado el primer piso tomó dirección a la izquierda y allí abrió la puerta que daba paso al garaje donde el único rastro de su familia era el olor a combustible quemado después de ser desalojado por el escape del carro. Atravesó el garaje corriendo para seguir la estela de humo que el carro había dejado. Escuchó entonces una respiración que parecía reírse a sus espaldas. Abrió los ojos queriendo despertarse, pero sólo lograba sumergirse más y más en esa presencia que respiraba cómicamente a sus espaldas con un gozo perverso. No sólo era indiferente sino que se entretenía con su abandono.
Qué pesado el otoño,
con sus vientos que congelan gestos y corazones,
y sus sabores castaños,
en donde siempre caben bien tus besos.
Con sábados de pijamas
y recalentados infinitos de café.
Con fiestas para celebrar muertos
y cosas que nos dan miedo, —o por lo menos a mí—.