Mis palabras son urgentes. Me sobrevienen, me ayudan a expulsar el dolor que tengo en el pecho. Quizás alguien pueda escuchar mi historia. No sé. Tal vez alguien pueda decirme qué hacer con tanto peso.

Mis palabras son urgentes. Me sobrevienen, me ayudan a expulsar el dolor que tengo en el pecho. Quizás alguien pueda escuchar mi historia. No sé. Tal vez alguien pueda decirme qué hacer con tanto peso.
No sé qué pasó…
Estabas debajo de mí, disfrutando el roce de mi lengua en tu cuello, con esa expresión en el rostro digna de ser esculpida en un templo hindú. Abriste tus muslos y me invitaste a entrar.
La literatura, la bien amada literatura, siempre se antoja como un paradigma interesante de egos, ayudas, amistades y puñales; posiblemente, un fenómeno que no es sólo peruano, sino que se extrapola en diferentes estratos de diversos países. La libertad de la palabra permite romper los esquemas de un texto convencional y deambular entre lo académico y lo testimonial, entre lo objetivo y lo subjetivo (que es otra forma de conocer la realidad). Sin embargo, este fenómeno que hace varios años sólo ocurría en lo presencial y los soportes impresos, después debió mudarse a un espacio virtual. No es preciso decir que la pandemia, por ejemplo, obligó a los gestores a navegar en el mar de la virtualidad. Pero sí es justo reconocer que fue una urgencia que motivó la creatividad y el traslado de los mismos.
Donde el mar duerme,
la carne tañe su laúd
y arde como ave ciega
en busca de un roce
que consiga destruir el cielo.
Allí,
en su desnudez,
el agua propaga
el himno de las Pléyades.
El pequeño cajón que destinaste para mí era muy cómodo, en principio. Sin embargo, veía a diario todo el espacio en esa mansión: cada uno de los hermosos salones, con esos enormes ventanales; los corredores alfombrados y luminosos; las habitaciones con cojines y candelabros; el amplísimo vestíbulo por el que un día entré; el comedor donde probé y conocí aquellos exóticos platillos que, para mi sorpresa, terminé disfrutando. Recordaba los extensos jardines de alrededor, tan hermosos y apantallantes, en los que disfrutaba correr. Pero, en ese momento, ya sólo podía mirarlo todo a través de una rendija, ya fuera de la oscura madera que me encerraba, o la de la memoria de mis primeros tiempos en esa mansión.
¡Cojone! Corre, pon la linterna del móvil, que alumbre el cuarto de la niña, tú sabes que se despierta enseguida cuando se ve a oscuras…
¿Y… qué hora es, eh…? Mira esto, chico, el arroz blanco que lo acabo de montar en la olla arrocera… ¿Qué tú crees, pongo la cazuela en el fogón de gas? ¿No se romperá por eso…? Oye, ya se despertó la niña. Claro, si hace tremendo calor. Anda, cógela a ver si yo logro terminar la comida. ¿Niño, y qué hago de plato fuerte?
Esa mañana, como todos los días, Joaquín se levantó temprano e inmediatamente encendió el tocadiscos. Mientras se escuchaba a bajo volumen el tema “Escalera al cielo” de Led Zeppelin, se metió a la ducha; luego, se vistió apresuradamente, bebió su café de un solo trago, y salió a la calle en dirección a la parada del autobús.
Mara organizó la reunión como si de un festín se tratara: flores para la sala, un gran arreglo con mucho follaje para el comedor, regalos cuidadosamente empacados para cada uno. Destapó el vino antiguo, el de la época de cuando la vida era pasajera. De su bolso sacó un candelabro de plata, tan brillante que podía ver mi rostro reflejado en él, le puso unas velas rojas y las encendió. Todos nos sentamos a la mesa: mis padres, mi hermana Fanny (la solterona), mi hermano Bill junto con ella y yo, Jul, la menor con 96 años, la niña de una familia de humanos naturales aún.
Cuando Joaquín recibió su diagnóstico clínico del Hospital San Jerónimo, pensó que lo más adecuado sería renunciar al trabajo, hacer una reunión con sus familiares y amigos y exprimir sus tarjetas de crédito recorriendo los estados de la República que tanto anhelaba conocer. Pero en lugar de eso, para frenar el desasosiego que tanto lo había atormentado durante casi dos meses, decidió sentarse frente al volante de su auto e inhalar el monóxido de carbono que se introducía a una de las ventanas por medio de un tubo que conectaba al escape.
Porque el corazón me aprieta,
escribo estas líneas
para superar
lo tuyo.