¿Figura liberadora o testimonio de una época misógina? Cada otoño, con la llegada de Halloween, mucho se habla sobre la bruja y sus diferentes connotaciones. En 2015, Tish Tawer la elevó para siempre a icono feminista al escribir: “Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”. Atrás parecen haber quedado los años de demonizar esta figura; la nueva bruja, uno de los temas favoritos de los últimos años, es un personaje con el que empatizamos. Sin embargo, no siempre ha sido así. ¿Cómo ha visto el cine clásico de Hollywood a la bruja? ¿Ha abandonado definitivamente su condición de villana?
Aunque en los primeros años del cine abundaba la temática mágica, incidía más en el aspecto sobrenatural que el perverso. La primera representación de las brujas como las conocemos hoy es Häxan (Benjamin Christensen, 1922), donde vemos muchos de los estereotipos asociados a estas criaturas. Primero de todo, son en su mayoría mujeres que reunidas en aquelarres, y pactan con el Diablo para lograr más poder. También vuelan en escobas y hacen pócimas para conseguir sus objetivos; por ejemplo, seducir a hombres. Christensen, sin embargo, no tenía intención de hacer cine fantástico, sino documental. En última instancia, quiso dar una explicación racional al fenómeno de la brujería, que asoció al miedo de lo desconocido de pueblos antiguos y a síntomas de varios trastornos nerviosos.
Hollywood no abordó el tema hasta 1939, con la mítica El mago de Oz (Victor Fleming), basada en las novelas de Frank Baum —curiosamente, la tía de Baum fue la sufragista Matilda Joslyn Gage, quien afirmó que las cazas de brujas tenían más que ver con reprimir el intelecto femenino que con la persecución del mal—. El éxito de la película condicionó la visión de las brujas durante muchos años; como la piel verde, una característica jamás mencionada en ningún tratado anterior. A pesar de representar la maldad de las brujas, la importancia del personaje de Glinda contribuyó a que, en la primera mitad del siglo XX, el estereotipo imperante en Hollywood fuera el de la bruja buena, con las villanas de las películas de animación de Disney como única excepción. Ahora bien, ¿equivale bruja buena a representación positiva del personaje?
En las comedias románticas de los cuarenta como Me casé con una bruja (René Clair, 1942), el humor se centra en las dificultades del protagonista para convivir con la bruja, lo cual se traduce en que ella le hace la vida imposible. Podemos entenderlo como una alegoría de la convivencia entre los dos géneros, considerada un tormento para el hombre desde la perspectiva del momento. Más interesante es quizás Bell, Book and Candle (Richard Quine, 1958), basada en la obra de teatro de John Van Druten. En esta, a pesar de jugar con el choque entre el protagonista humano y la bruja, se da importancia a la condición clandestina de la brujería. Tanto la protagonista como sus amigos deben vivir su verdadera naturaleza en secreto. ¿Significa esto que las mujeres solo pueden exhibir su poder en las sombras? Otra lectura muy interesante de la película se fija en la homosexualidad de Van Druten: la bruja es una outsider, del mismo modo que la población LGTB+ lo era en Estados Unidos en los cincuenta.
Las comedias románticas sobre brujas buenas culminan con la serie Hechizada (1964-1972), donde el protagonista debe aceptar que su mujer, una bruja, no será un ama de casa convencional. Este argumento, en plena oleada feminista, funciona como alegoría de la emancipación de la mujer y la ansiedad que puede generar en los hombres.
Tales inquietudes mutan pronto a terrenos oscuros para dar paso al triunfo de la bruja malvada. Al principio, su presencia se limita al cine de explotación de serie B, donde se destaca su lado más erótico: los aquelarres de jóvenes mujeres desnudas. Prueba de ello son títulos como La bruja rubia (André Michel, 1956) y, sobre todo, La bruja desnuda (Larry Buchanan, 1964). Más adelante, sin embargo, lo grotesco supera a lo erótico, cercano a lo representado en Häxan. El simbolismo parece unívoco: hay algo antinatural en mujeres reuniéndose, ajenas al mundo de los hombres, para conseguir un poder que no deberían tener en primer lugar. El argumento de muchas de estas películas no se aleja demasiado de las palabras pronunciadas por el Arzobispo de Reims en 836: las brujas solo tienen poder porque se alían con los demonios para arrebatárselo a los hombres.
La excepción a esta norma y, paradójicamente, una de las películas sobre brujería más populares, es El bebé de Rosemary (Roman Polasnki, 1968). Esta, definida por Penelope Gilliat como “gótico ginecológico”, no solo es una de las primeras en mostrar a brujos hombres, sino que estudia los efectos de la brujería en una mujer embarazada. Aquí, se subvierte el cánon de la bruja como representante de la feminidad para criticar algo distinto: el control que quiere tener la sociedad sobre el cuerpo de las mujeres, en concreto, durante el embarazo.
Una breve mirada a la historia de la bruja en el cine demuestra las muchas interpretaciones posibles de la figura. Hoy, con la nueva oleada feminista, se ha rescatado su condición de alienada en una sociedad patriarcal para reivindicarla y convertirla en estandarte de este nuevo feminismo. Pero paralelamente, se sigue comparando a las mujeres poderosas con brujas; algunos de los casos más recientes, Hillary Clinton o Theresa May. El cine puede contar con nuevas interpretaciones de la bruja, tales como la cinta homónima de Robert Eggers (2016) o The Love Witch (Anna Biller, 2016), ¿pero podemos decir que la sociedad la haya redimido? O, en otras palabras: ¿hemos normalizado que las mujeres ostenten el poder al margen de los hombres de su vida?