Hasta ahora, se han discutido los arquetipos femeninos principales de la historia del cine: la flapper, la femme fatale, la villana, la embarazada. Ya se ha visto que, en un mundo escrito por hombres, la representación de la mujer se vio afectada, ofreciendo una visión distorsionada de la realidad femenina. Ahora bien, a pesar de contar con una mayor variedad de personajes, los hombres también se vieron reducidos a meros estereotipos. Quizá el más significativo de ellos es el del hombre viril e insensible, el que jamás llora. Esta idea ha condicionado la visión de la masculinidad hasta hoy.
Humphrey Bogart es uno de los ejemplos más interesantes de este arquetipo. Elegido por el AFI (American Film Institute) como la mayor estrella masculina de todos los tiempos, su categoría de icono es indiscutible. Casi 80 años después, sus rasgos duros, envueltos en una gabardina con cigarro en mano, son conocidos por todo el mundo. Rasgos a los cuales resulta imposible asociar una serie de virtudes: virilidad, rudeza, valentía; en definitiva, características que, según el canon tradicional, son exclusivas del hombre.
Manisha Roy explica cómo esta idea del “macho” que “se ocupa de traer el bacon a casa” ha afectado a las dinámicas de género actuales, no siempre de manera positiva. Así, por ejemplo, encontramos a hombres incapaces de aceptar que su superior sea una mujer, o que su pareja dé tanta importancia a su vida profesional como él.
Esto no solo afecta a las mujeres, sino que también pone una presión sobre los hombres. Del mismo modo que las mujeres están expuestas a un ideal de belleza inalcanzable, si un hombre quiere ser digno de ser llamado así, debe reprimir sus sentimientos. Esta idea llevó a muchos galanes del Hollywood clásico a suprimir su lado emocional por miedo a ser considerados “menos hombres”. Actores de la talla de Clark Gable o Christopher Plummer sufrieron por tener que mostrarse especialmente sensibles en sus papeles más memorables: Lo que el viento se llevó (1939, Victor Fleming) y Sonrisas y lágrimas (1965, Robert Wise), respectivamente. El primero decía que un hombre no podía llorar en la gran pantalla; Plummer recuerda el papel del Capitán von Trapp como el más difícil de su carrera por el carácter excesivamente sentimental de la película.
Ahora bien, volvamos a Bogart. Otra de sus características definitorias era su sonrisa, o, mejor dicho, su falta de ella. No era el primer actor que usaba este recurso para crear un personaje; Buster Keaton es el ejemplo paradigmático. Pero mientras que Keaton usaba su inexpresividad con intención cómica, la sonrisa desaparecida de Bogart se convirtió en una potente arma: una manera de mostrar sus sentimientos. El público sabía bien que si no sonreía era por un buen motivo y que las raras veces que lo hacía estaba mostrando un poco de su corazón. Casablanca (Michael Curtiz, 1942) es quizá el mejor ejemplo de ello, donde el cínico Rick resulta ser en realidad una persona de buen corazón atormentada por un amor pasado. Su acción heroica al final de la película lo confirma.
Este tipo de personaje gustó tanto al público que repitió en varias películas los próximos años, muchas veces encarnado por el mismo Bogart. Dos ejemplos: Tener y no tener (1944, Howard Hawks) y El gran sueño (1946, Howard Hawks). Estos títulos, además, añadieron un importante matiz a la personalidad de Bogart: su relación con Lauren Bacall. En el star system, donde personaje y actor eran indisolubles, la pareja se convirtió en un mito del Hollywood clásico, y Bogart, en un hombre capaz de amar. Los tráilers de la época, donde los actores eran el mayor aliciente para ir a ver una película, son un buen ejemplo de cómo cambió la percepción de Bogart. Mientras que en El Halcón Maltés (1941, John Huston) hablan de él como “el amante más descarado que jamás has conocido”, en Tener y no tener, la película donde Bogart y Bacall se conocieron, destacan la química entre ambos, que acabó traspasando la pantalla.
¿Por qué nos puede interesar esta idea hoy en día? Aunque aparentemente sencilla, la deconstrucción del tópico del hombre duro pero sensible es más relevante que nunca. En una era post #MeToo, donde muchos se preguntan dónde debe quedar la masculinidad, referentes como Bogart pueden inspirarnos más de lo que creeríamos. Un buen ejemplo de esto lo vemos el James Bond de Daniel Craig. El último Bond es probablemente el más duro de todos, pero también el que menos teme expresar sus sentimientos. Fijémonos en Casino Royale (2006, Martin Campbell), donde sufre de verdad por amor, o en Operación Skyfall (2012, Sam Mendes), donde se explora su relación maternofilial con M. Esto permitió reinventar un personaje creado para los estándares de los 60: un hombre tan duro que no siente, tan donjuán que se permite tratar a las mujeres como objetos.
A modo de conclusión, el nuevo modelo de hombre que debemos construir es, en palabras de Brad Pitt, «más vulnerable; no se trata de ser blando, sentimentaloide», sino «un hombre que sabe de sus propias imperfecciones y está alerta y abierto acerca de ellas». En definitiva, se acabó aquello de «ser ese machote intentando hacerse el tipo duro»; el nuevo hombre tiene derecho a ser «vulnerable, con sentimientos reales».