“No existe ninguna sociedad que pueda sobrevivir sin hombres fuertes. Oriente lo sabe. En Occidente, la feminización constante de nuestros hombres al mismo tiempo que se enseña marxismo a nuestros hijos no es una coincidencia. Es un ataque directo. Devolvednos al hombre varonil”. Así hablaba la bloguera Candace Owens sobre la portada de Harry Styles para la edición de diciembre de 2020 de Vogue, en la que el cantante aparecía con falda. Esta reacción, lejos de ser una anécdota aislada, ejemplifica la incomodidad de nuestra sociedad ante los hombres que abrazan su feminidad sin tapujos. Un hecho a priori tan superficial como la elección del atuendo se convierte en destrucción de unos principios considerados inmemoriales e inamovibles. Si hacemos memoria, recordaremos que griegos y romanos, sobre los cuales se ha construido la cultura occidental, llevaban túnicas. Mucho más tarde, “machos” de la talla de Charlton Heston lucieron dichas prendas en péplums como Ben-Hur (William Wyler, 1959). Sin embargo, olvidamos pronto. Casos como el de Jack Lemmon y Tony Curtis en Una Eva y dos Adanes (Con faldas y a lo loco en España, Billy Wilder, 1959), podemos perdonarlos debido al contexto cómico: al fin y al cabo, nadie es perfecto. Pero si sacamos lo cómico, sólo puede haber una explicación a un hombre con falda: algo contra natura, como Norman Bates en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Sólo un loco llevaría falda. ¿Por qué nos dan tanto miedo los hombres con falda?
Desde la época clásica, se ha usado el tópico del hombre vestido de o transformado en mujer como recurso cómico. Este travestismo venía muchas veces motivado por las limitaciones del contexto histórico: no solían haber mujeres actrices, y los papeles femeninos eran interpretados por hombres jóvenes. El público asumía esto como parte de la ficción teatral; ahora bien, ¿qué ocurriría si esos jóvenes disfrazados se vistieran de hombre otra vez? Con sus comedias de enredo y personajes como Viola/Cesario, Shakespeare parecía reírse de tales convencionalismos. Pero aquí podemos leer algo más: el humor como ahuyentador de todos los males. Si la idea de un hombre afeminado es perturbadora, mediante la risa convertimos esa potencial amenaza en objeto de burla. Ya en el siglo XX, primero en teatro y después en cine y televisión, muchos cómicos han recurrido al travestismo, desde Charles Chaplin hasta los Monty Python.
Sin embargo, el caso contrario (una mujer vestida de hombre), dista de ser percibido como ridículo. Si bien es cierto que en el siglo XIX algunas mujeres de la farándula como Vesta Tilley o Hetty King se vestían de hombres con intención cómica, la transformación de mujer a hombre es tolerada e incluso admirada. La estética andrógina, fuertemente influenciada por la moda masculina de actrices como Marlene Dietrich, Greta Garbo o, más tarde, Diane Keaton, es alabada y elevada a referente de estilo. ¿A qué se debe esto?
Entendemos que, vistiéndose de hombre y, por lo tanto, adoptando ciertas características masculinas, una mujer “asume” todo lo positivo asociado a la masculinidad. A lo largo de la historia, muchas mujeres se han refugiado en el atuendo masculino para gozar de más derechos. A finales del siglo XIX, la new woman usaba trajes pantalón para demostrar que se tomaba su trabajo en serio y no buscaba la aprobación de los demás hombres. En aquel momento, varias actrices empezaron a interpretar personajes masculinos de las obras de Shakespeare, puesto que, a su parecer, estos eran más complejos e interesantes. Pasará a la historia la representación de Sarah Bernhardt de Hamlet. Incluso antes, en la época victoriana, era conocida y respetada la figura de las masquerader, mujeres que adoptaban identidades masculinas para conseguir mejores salarios. El caso contrario resultaría impensable. ¿Qué ventaja ofrece a un hombre abrazar su lado femenino?, se preguntarán algunos.
Tampoco debemos olvidar que, en muchos casos, si a las mujeres se les permite abrazar la moda masculina, es porque jamás abandonan del todo su lado más seductor. Esto se vería representado en la mítica imagen de Jennifer Beals con el esmoquin en Flashdance (Adrian Lyne, 1983): viste como un hombre, cierto, pero no pierde su atractivo sexual. El acto transgresor es asimilado y “domado” por el canon. Pensemos en las flappers y las garçonnes. En un principio, su actitud resultaba tan escandalosa e inaceptable que se las llamó, respectivamente, prostitutas o chicarronas. Pero pronto el cine empezó a mostrar a mujeres como Clara Bow con una estética de fuerte influencia flapper como amables y atractivas. El peligro había desaparecido.
Por desgracia, durante muchos años la feminidad ha sido interpretada como una carga. La historiadora de la moda Jo Paoletti cuenta cómo las feministas de los 70 rechazaban la moda femenina al considerarla otra forma de opresión a la mujer; renunciar a su feminidad se traducía en más y mejores posibilidades. Esto dio pie al power dressing de los 80 y 90. Una mujer que quisiera tener éxito en el mundo empresarial debía adoptarlo todo de los hombres, desde su actitud agresiva a su traje pantalón. Secretaria ejecutiva (Armas de mujer en España, Mike Nichols, 1989) retrata esta realidad a la perfección. En cambio, que un hombre ocupe espacios tradicionalmente femeninos —el hogar—, se lee como una degradación, tal y como representa esta fotografía satírica de los tiempos del sufragismo.
En los últimos años, algunos hombres, considerados abanderados de la llamada “nueva masculinidad”, tales como el ya mencionado Styles, Timothée Chalamet o los integrantes de la banda de k-pop BTS no temen en adoptar una estética alejada de los cánones “tradicionales” de masculinidad. El mensaje parece estar claro: un “hombre de verdad” (sea lo que sea eso) puede permitirse experimentar con la moda tanto como quiera.