Ese presentimiento
de haber errado la llave
y no dar con el cerrojo
por más pasos ciegos que emprendan
mis dedos.

Ese presentimiento
de haber errado la llave
y no dar con el cerrojo
por más pasos ciegos que emprendan
mis dedos.
La espera y la memoria (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022), de Adriana Dorantes (México, 1985), poeta y narradora, es una superficie cristalina, un vórtice de remembranzas, un contenedor de arrebatos. Esta recopilación de veintiséis poemas en verso libre condensa una suerte de revisión personal de los afectos, las prioridades, las ausencias, la falta, la espera y la memoria. Anunciados desde el título están dos estadios de la voluntad humana, que al mismo tiempo motivan cada uno de los textos. La maestría de Adriana Dorantes es la exactitud de las palabras para no soltarnos en cada poema, tejer con nosotrxs la narrativa de cada verso, acompañarnos de reojo durante la lectura.
La memoria es una piedra,
guarda pero se desgasta,
resiste al sol
resiste al viento
resiste al agua
hasta que el río con fuerza la atraviesa.
En cada espacio se cuela
la somete
la raspa
la reduce.
Y sólo quedan las sobras.
Lisa es la memoria, compacta.
Reúne el tiempo que la formó,
la resistencia a las risas,
a los adioses,
a los silencios.
Es la zozobra, testigo de lo efímero.
Es una piedra —memoria—
para guardarla en el bolsillo.
Acercarse y descorrer el velo. Trazar un bosquejo del mundo para después desdibujarlo. Acariciar el instante desde cada uno de los sentidos. Congelar el tiempo para velar y observar la vida que se nos presenta frente a los ojos. Estas y otras tantas ideas nos asaltan al encarar la poesía de Coral Bracho (México, 1951), poeta mexicana con más de cuatro décadas de trayectoria, casi una veintena de libros publicados y ganadora de reconocimientos tan importantes como el Premio Xavier Villaurutia (2003) y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatien Lapointe (2011).
A mi abuela
Temes no ser tú
con la luna en tu cabello
y el pequeño cuerpo
con cicatrices de tiempo;
le temes al otoño, al tuyo.
Veo cómo te mueves
entre las hojas
senescentes
y me angustio.
Cuando llegue el invierno,
¿qué haré sin ti?
Este es el principio cuando la palabra de los abuelos
era turquesa de dioses ígneos
ahora embolsan —con la obligada ecología—
la caja de cereal, los medicamentos
al tiempo que sus manos conocen la vida labrantía
callada en las ofertas de pasillos
Para Liz
Un día el tiempo nos hace un resumen
donde regresa aquel recuerdo
que se fue, pero alguien pide que lo exhumen.
Algo tienen en común
de la Cruz un tal San Juan,
George de apellido Herbert,
y el resucitando David Bowie.
Por la vergüenza que sentí,
por la cara colorada que puse cuando me preguntaron por mi abuela,
por la amnesia que fingí cuando la humillaron,
porque las cosas un día se vuelven demasiado,
el silencio perfora las venas,
las incendia,
y arrastra el cuerpo a los abismos de no dejarse de mover.
Aprendí a cocinar caldo de res
como lo hacía mi madre,
grabé los ingredientes en el cajón
de un agosto con olor a epazote.