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Ay, Dios mío, ¿por qué no me has hecho nacer varón? – ‘La ciudad de las damas’ de Christine Pizan

Christine de Pizan fue una mujer italiana que vivió entre los siglos XIV y XV en Venecia. Se dedicó a la poesía, a la filosofía y a los «altos estudios» en la corte de Carlos V de Francia, en donde entró gracias a que su padre se incorporó como astrólogo real. La corte funcionó como su espacio para desarrollarse, pues utilizó la biblioteca y el archivo como fuente de información para formarse como humanista y escritora.

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Guillermo del Toro, los detalles de la oscuridad

Año 2007,  «El laberinto del fauno» dio una nominación directa a Mejor película extranjera a Guillermo del Toro. A partir de ahí, el director mexicano estaba oficialmente en las grandes ligas dentro de la industria cinematográfica internacional. Aunque perdió ante «La vida de los otros», película alemana, el director había cruzado esa línea de «no ser escuchado» a «ok, tienes algo que decir».

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Libertango: La revolución de Astor Piazzolla

El tango argentino es uno de esos géneros musicales que resultan inconfundibles a primer oído. Esto se debe no sólo a su particular sonoridad y ritmo, sino a que la música en sí misma lleva una intención, un estilo característico que la define más allá de todo aspecto formal. Melancolía desgarrada, dramatismo, abandono, estas son las imágenes de fondo que proyecta el tango y que, de una u otra forma, reflejan la realidad de los músicos porteños que lo gestaron.

El género como tal surgió a finales del siglo XIX en los barrios bajos de Buenos Aires como una mezcla de las payadas de los gauchos, los candombes de los esclavos y las milongas de los blancos. A pesar de que en su origen fue música pensada para tocarse en prostíbulos y cabarets, la fuerza y popularidad que adquirió hizo que en un par de décadas el tango se volviera el ritmo insigne de la gente rioplatense.

En esta época fue donde vivió Astor Pantaleón Piazzolla, un niño de ascendencia italiana nacido en 1921 en Mar del Plata.

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Pavese: angustia y muerte

Turín. Alguna habitación del hotel Roma. Agosto de 1950. Afuera quizá es de día, quizá de noche. A Pavese, poeta y novelista italiano, poco le importa. Ha tratado inútilmente de hablar con sus amigos, pocos seguramente, como conviene a personas como él. Sí, porque pocas son las personas que comprenden, que saben que un poeta es más bien un completo apasionado: de la vida, del amor, de las mujeres y la muerte. Y Pavese padecía profundamente cada una de esas cosas. Hasta entonces, la vida le había sonreído: se licenció en letras por medio de una tesis sobre Whitman, tradujo al italiano a autores esencialísimos para la literatura como Anderson, Hemingway, Dos Passos. Su actividad como crítico literario permitió que las letras de su tiempo se revitalizaran, tomaran una forma definida: el neorrealismo de la posguerra. Se convirtió en un clásico en vida. Sus novelas eran leídas y aclamadas, pero sobre todo, comentadas. Lo mismo su poesía, que era lo que más le importaba: “La poesía, si acaso, me ha enseñado a dominarme, a recogerme, a ver claro; la poesía me ha devuelto a mí mismo, en el más práctico de los sentidos.”, redacta en su diario íntimo. En la poesía cifró sus preocupaciones estéticas. Pero también fue en ella donde dejó plasmados distintos matices de su pasión amorosa, de la pasión carnal por las mujeres, de su constante contacto con la idea de la muerte.