Tres para llevar

Para Davo y Vero, desde Arrakis con amor.

¿Cómo hablar sobre ti, David, si sólo han pasado cinco meses? De ti he heredado algunas “costumbres heroicamente insanas”, como afirma López Velarde, pero para este texto sólo me ceñiré a dos: la de llevar todas mis conversaciones a los últimos libros leídos, así como a las calcetas coloridas, y la que me dijiste una tarde por Google Meet: para entender a un autor se deben leer sus primeros tres libros. Acercarse al tricorio del poeta.

Esta última aseveración la llevaste a una preciosa máxima. En los semestres 2020-1 y 2020-2 nos guiaste en los caminos borgesianos. Tres libros, mutilados quizá, abjurados a veces y muy, pero muy, corregidos y aumentados: Fervor de Buenos Aires, Cuadernos San Martín y Luna de enfrente fueron los primeros retoños del escritor argentino por el que compartimos tanto entusiasmo y admiración. Durante un año completo nos vimos, te escuchamos y aprendí –aquí prefiero hablar en singular— a dar los primeros pasos en la obra de cualquier autor. Me llevaste a hacerlo con Borges, después lo he replicado con un par, Mariana Enríquez y Alejandra Pizarnik, y estoy a punto de comenzar a hacerlo con el húngaro Sándor Marai. Pero, Davo, ahora debo dejarte un momento; por favor, colócate junto a tu gato Timoteo, que más adelante regreso contigo: debo hablar de un tal Jorge, de una Mariana y de un tal David.

Ahora sí, lectorxs, me dedico de lleno a ustedes y a explicarles esta teoría de los primeros tres. Borges en su prólogo de 1969 a Fervor de Buenos Aires se exorciza, y no digo confiesa porque finalmente arrancó de lo más profundo de su alma eso que lo poseía. Nos dice: “No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades”; y más adelante: “Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigurará todo lo que haría después”. No deja de ser un prólogo de gran malicia y con ese sutil guiño que encontramos en Borges. Nos explica quién es el otro, el mismo, quién está detrás de la mutilación que para él fue solo mitigar “excesos barrocos”. (¡imagínense: elimina catorce poemas y nos deja solo con treinta y dos!). Sin embargo, en el original de 1923, ya nos deja un epígrafe raro, una dedicatoria, donde nos habla de quién escribió el libro y la causa trivial de que nosotros seamos sus lectores. Un epígrafe cargado de complicidad, de duda, de estar frente a lo que guarda el laberinto que Borges comienza a armar, pero donde ya todo está.

Cuando me preguntan “¿cómo entender a Borges?”, sólo puedo responderles con lo siguiente: ve a sus tres primeros libros de poesía, pues el rioplatense es más poeta que otra cosa, por más cuentos y ensayos que haya hecho, y no lo leas como un ser intocable, ya que ningún escritor lo es, mucho menos Borges. Encuentra en cada coma ese espejo que te refleja, camina por la Recoleta, mira a la luna que tienes de frente, encuéntrate con los temores que suscitan los tiranos y rodéate de calles, de ríos que forman las rayas del tigre, y una vez que te sea familiar todo lo que Borges no nos ha dicho, que decidió eliminar, cuando encuentres la fraternidad del silencio de la reedición, entonces comienza con sus cuentos.

¿A qué me refiero con todo esto? No, no estoy cayendo en el exceso barroco y, por favor, no me mitiguen. Borges comienza a escribir desde la nostalgia por la Argentina, Fervor fue escrito en un lapso desde su estadía en España hasta el retorno al Cono Sur. En el primer tomo de sus poemas se encuentra el sentimiento del regreso, de reconocer lo que se dejó atrás y cómo lo ve ahora, notas del propio viaje en poemas geográficos, mismos que se repiten con precisión en los otros dos poemarios. Un escritor que publica tres libros de poesía en un tiempo de dos años indudablemente tiene sentimientos casi idénticos, intenciones y obsesiones que lo van a atravesar. Tal vez él mismo se dio cuenta tiempo después de que el fervor que sentía por su ciudad natal lo haría regresar a sentarse en el parque San Martín, con un par de libros y unas plumas, y quedarse largo rato mirando a la luna de enfrente. Tal vez ahí se haría el gran hacedor que fue.

Pero para que quede más claro, les dejo otro ejemplo, también desde la Argentina. El año pasado tuve la suerte de leer Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez que está resultando ser un fenómeno en ventas. No saben el gusto que sentía de ir en el metro y encontrarme a alguien leyéndolo, tal vez más adelantado que yo o no, y nuestros Luciferes, los de la fea cubierta de Anagrama, hacían el primer contacto visual para que después dos lectores se encontraran. Me pasó en el transporte, en la escuela donde trabajo, entre mis grupos de amigos. No puedo pasar por alto que la escritora se consolidó como una de mis predilectas en esta contemporaneidad de letras en la que nos ha tocado vivir. Y más porque conforme avanzaba en la lectura encontré relaciones, a veces autoplagios, de su propia obra.

Las referencias a su primer libro de cuentos, Los peligros de fumar en la cama, me parecieron apabullantes. En sus relatos cortos abundan lo inquietante, los seres sobrenaturales y los acontecimientos trágicos, lo siniestro siempre al acecho. Descubrí también otras referencias en libros más recientes, pero queriendo seguir con la idea de los primeros tres, me dispuse a conseguir Bajar es lo peor, novela que escribe a los diecinueve años y que se ha vuelto un fenómeno de culto. No me desagradó, encontré otro hilo que une a otras partes de la noche: la homosexualidad, las drogas, el rock, la liberación sexual y espiritual después del regreso de la democracia a Argentina. Su segunda novela, que no dista mucho en tamaño de la primera, se titula Cómo desaparecer completamente, y gira entorno a la disfuncionalidad familiar, el abuso sexual a menores y la relación terrible entre padres e hijos. Pero lo más interesante es el manejo del horror en los tres textos: se vuelve insignificante aquel miedo sobrenatural ante lo terrorífico que es la realidad donde crece Enríquez: el fin de la dictadura, la violencia política, las violencias sistémicas y las abrumadoras crisis económicas del cambio de siglo.

Su gran novela Nuestra parte de noche es la cúspide de los terrores, sobrenaturales y reales, que vienen cosechándose desde los noventa en la mente y en las manos de la escritora. Recomendaría entonces, ampliamente, que un primer acercamiento a Mariana Enríquez debiera ser desde sus primeros libros, más específicamente Bajar es lo peor, Los peligros de fumar en la cama, y de ser posible del cuento “La casa de Adela”, que inclusive está narrado espléndidamente en YouTube. Cómo desaparecer completamente aporta visiones y horrores que quizá abran el horizonte en las difíciles relaciones de padres e hijos en la trama de Juan y Gaspar, personajes de la última novela de Enríquez, pero no generará un impacto estético como lo harían con los otros que recomiendo.

Y ahora por fin regreso contigo, David. Encontrarte en tus primeros libros no fue difícil. En El jardín de la luz (1972) hallé tus minuciosidades, los versos delgados que se presentan como un chorro de agua uniforme que nos dan la promesa de terminar con la sed. “No hubo piedad para la luz”, bien dices, y tampoco para la falla métrica. Poemas temáticos, que desarrollan las palabras con las que los titulas y los llevas al “arquetipo de la cosa”, y en cada “Montalbán” están todas las ruinas y en cada “Versión del agua” todas las aguas. David Huerta, poeta generosamente inteligente, háblame a través de tus versos, que ya no te he escuchado en una llamada de teléfono.

Mi favorito, no lo puedo negar, fue Cuaderno de noviembre. ¿Guardabas una complicidad maléfica con Borges y así como él tuvo su Cuaderno tu decidiste hacer el tuyo? Podría afirmar que sí, y seguro si te lo hubiera preguntado me habrías respondido, pero usaré la hipótesis, la deducción de las letras, revelaré el secreto de tus libros. ¿Por qué decir que se encuentra entre mis predilectos? Por la fuerza poética, si el anterior era un chorro uniforme, este es el torrente que te lleva al mar gigante, al único donde terminamos todos. Me encontré en muchos de tus poemas, te encontré a ti, no los pude escuchar con tu voz y sé que lo hiciste para ello. La voz de tus poemas es la del amor, de la ciudad, del andar buscando al otoño y la sensualidad de las hojas que caen. Ya varios los he dedicado, leído en voz alta en el acurrucar de la noche, a un oído que me escucha atento y quiero decirle “te quiero” con palabras que inundan a todo el cielo. Sí, me sigues dando consejos de la vida, como aquella tarde que, mientras mirabas mis calcetines, me dijiste: “tú y yo somos de la misma clase de personas, manito, somos unos… ¿cómo se les dice? Unos nerds. Nos delatan nuestros calcetines de colores y rombos, no servimos para pelear, sólo para leer”.

Y llegamos a Las huellas del civilizado (1977). Un compendio más reflexivo que deja ver ya las obsesiones que prefiguraste en los dos anteriores: el culto a la palabra, el gusto por aquellas raras y poco conocidas. Le dabas voz a las palabras marginadas, las recuperaste de los mentideros de los tiempos de nuestra lengua. Me hablas de la luz, del agua, de los labios y la noche. La humedad es clara en tu escritura, porque aunque me hables de la luna siento que ésta llora, y si me hablas de la luz, ésta nos inunda. Quisiera contarte lo que descubrí de ti, tomando un café o hablando por la tarde sobre Pound, Góngora o lo profético que resulta ser el poema que nos mueve cosas, que quizá no entendemos, pero que ya toca lo que habremos de ser.

David, me haces falta; David, aún te busco; Davo, aún te leo. Pido tres libros, dos para llevar y el otro para irlo leyendo en el camino.