Crónica de un viaje por Bucarest (II) (y por San Luis Potosí)

Para mis familias, las designadas y las escogidas.

Comienzo por escribir esto la noche antes del viaje. Saldremos temprano, nos hemos citado a las 6:40 y pensamos estar en San Luis capital por la tarde. Para quienes no conozcan las latitudes y longitudes de México, San Luis es la capital del estado homónimo, pero a éste se le agrega un apellido: Potosí, igual que la ciudad repleta de plata en Bolivia. La ciudad mexicana se encuentra a las puertas del bravo norte, y es sede administrativa de un estado donde colindan Aridoamérica y Mesoamérica de aquellos tiempos arcanos. Es decir, hay desierto, bosques secos, planicies y hacia el este, ése al que mis lecturas también me llevarán, pero a mayor kilometraje, se encuentran las selvas siempre húmedas que coronan la famosa Huasteca Potosina. Comienzo a escribir antes de cualquier viaje con la misma intención que Ariadna dejó su hilo en el laberinto, para dejar mi camino, para abonar una marca en mi arqueología escrituraria. 

No he tenido la oportunidad de viajar mucho por el norte de México, quizá por los tiempos convulsos que me han tocado vivir. Soy parte de una generación de jóvenes que vieron cómo el país se les iba de las manos y no entendían muy bien el porqué. Cuando estábamos alcanzando la alta edad de la infancia, por ahí de los ocho a diez años, nuestra patria se convirtió en un campo de batalla y poco a pocos fuimos aplastados por la tiranía de los numerales: tantos muertos, tantos desaparecidos, tantos y tantos que buscan a su gente. La guerra contra el narcotráfico ya lleva casi dos décadas y penosamente no vemos para cuándo termine. No he viajado por el norte por la violencia, la inseguridad en las carreteras y el miedo que nos enseñaron al pie de la letra durante nuestro duro crecimiento en medio de este ambiente bélico. Siempre lo he dicho: mi generación es un “archipiélago de soledades”, así como la generación Contemporáneos, pero nosotrxs estamos separadxs por mares de guerra, de crisis, de miedo, de terror. Somos parte de una historia donde a nuestrxs abuelxs les tocó la dictadura sistémica y casi perfecta, a nuestrxsprogenitorxs las crisis y la caída de la economía, y a nosotrxs un estado de exterminio. No he tenido la oportunidad de viajar, pero mis tíos, mi madre, mis abuelos sí, y aún me cautivan y emocionan con sus historias. Extraño tanto ese país que no conocí.

Tal vez me dediqué a las letras porque mi niñez estuvo plagada de puros cuentos, de viajes en carreteras, de casas embrujadas, de perros aparecidos y desaparecidos, y de mucha militancia política, especialmente hacia la izquierda. Mi madre y sus hermanos tuvieron la suerte de nacer en la muerte de una era y el nacimiento abrupto de otra. Les tocó el alunizaje, el cambio del mundo monocromático al color a través de una pantalla, las primeras computadoras que éstas ocupaban más espacio que mi departamento en la ciudad de México, y muchas otras cosas más. Fueron mi contacto más cercano con ese mundo ignoto que no deja de despertarme cierta nostalgia y a la vez alivio de haber nacido en esta nueva época. En fin, gracias a ellxs me dedico a hacer puro cuento y fue en sus historias donde fui creciendo y convirtiéndome en lo que soy. 

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Grata sorpresa la mía cuando leyendo Solenoide de Cartarescu, ese tan mentado autor en esta columna, me percato de que el narrador protagonista y algunos de sus compañeros rondan la edad de la generación que me ha precedido mi historia familiar. Sus relatos sobre los hospitales y esas filas tan largas, o el tan bendecido hígado de tiburón para hacer crecer a los niños, o los procesos de inyecciones sistemáticas, han resultado tan cercanos a mí, no tanto por haberlo vivido, sino por la de veces que me lo han contado. Entonces podemos decir que un solenoide es un instrumento que al recibir corriente eléctrica genera un campo magnético débil hacia afuera, pero fuerte hacia adentro. ¡Comienzo a entender el título de esta novelota! Y no, no crean que se viene un spoiler, o algo por el estilo (aunque todos mis amigos me reclamen que siempre se me escapan, ¡joder!, estudié para hablar de libros, analizarlos, no para no arruinarles el final a quienes no lo han terminado).

Comienza a clarearse: entre las páginas del libro, entre las cubiertas ya amarillentas por tantas veces que lo he cargado entre sudor, café, polvo y lluvia, se encuentra un solenoide. Su campo de atracción es terriblemente absorbente, y no me refiero necesariamente a la bella prosa o estilo que el autor utiliza. Su mecanismo es como el de todos, pues necesita de energía eléctrica, y qué mejor fuente de ésta que los pulsos eléctricos que emana nuestra espina dorsal cuando descubrimos una oración, una sentencia, que nos hace sentirnos plenos; más aún, nos hace sentir la vida que se nos va en esa chispa de iluminación y placer. En una página me he encontrado a mi bisabuela, que tantos hijos perdió y le generó un apego y sobrecuidado casi despótico hacia el resto de su descendencia. En otra, a mis abuelos, con tan generoso esfuerzo en trabajos y cuidados que ambos, muy a sus estilos, prodigaban a mis tíxs y a mi madre en un país que está en ruinas porque nació así: polvoso, desgarrado, al borde del olvido. En una columna pasada hablaba sobre el apego que me generó la lectura de esta novela respecto a mi persona; ahora creo que ha ido más allá, pues me trasciende y encuentra cavidad en cada una de las historias de mi familia. Estoy seguro de que tú, lectorx, ya habrás visualizado una arruga, una mano, un rostro mientras vas leyendo esto. Ésa es la magia del solenoide, nos termina atando cada vez con mayor fuerza hacia adentro. 

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Continúo leyendo la novela en una mañana fresca. Hemos dejado San Luis, sólo pasamos ahí un día y fue suficiente para llenarme de chocolates y enchiladas potosinas. Ahora, tras siete horas de viaje, estamos en Xilitla. Llegamos casi a la media noche, el camino fue imposible. Imagínense: tuvimos que lidiar con cerca de noventa adolescentes a quienes les habíamos asegurado que llegaríamos en máximo cinco horas, pero el tiempo y los pormenores nos retrasaron dos, casi tres. Los “¿ya vamos a llegar?” y “¿cuánto falta?” nos llovían a lxs otrxs profesorxs y a mí, pues no les he dicho que este viaje fue laboral, y en más de una ocasión le mandé disculpas a mi madre que tuvo que soportarme en viajes nimios, de la Ciudad de México a Puebla. Si he cometido una falta, creo que ahora he pagado todas las pasadas y las del porvenir. El libro de Cartarescu continúa revelándose ante mí, pero hay un tema que no me deja en paz, que incluso me obliga a suspender la lectura. 

Ya me he confesado con ustedes, aunque no creo que sea un secreto, pues me vivo pregonando mi fobia a la muerte. No se alteren, lo he trabajado en terapia y mi psicólogo me tranquiliza con alegorías, con uno que otro chiste y a veces con imágenes de Snoopy. Pero ahí está, siempre asfixiante y paralizante. La volví a sentir mientras con un grupo de mis alumnxs recorríamos las salas del museo de Leonora Carrington, que de hecho está situado en la antigua penitenciaría. Sentí ese miedo cuando observaba sus exuberantes creaciones y sentí que, aunque era yo quien  las observaba, no ellas a mí,  en un punto me sentí tan de bronce como ellas, encerradas en una antigua cárcel que, aunque rehabilitada, sigue encerrando memorias muertas. Las esculturas, los grabados, los dibujos están aquí, pero Leonora, la querida Leonora, ya no, y ahora sus obras se encuentran en celdas criminales donde son observadas por un grupo de foráneos. Recuerdo unas líneas de Cartarescu, las parafraseo, ¡qué injusto es que nuestra memoria, envuelta de carne, esté condenada a dejar de existir, de ver, de oír, de sentir!

Dejo el libro en el cuarto del hotel, hacia las diez de la mañana organizamos al grupo y caminamos un tramo de carretera para llegar al jardín del mecenas Edward James. Es la primera vez que vengo a este lugar, aunque reconozco muchas de las surrealistas construcciones, pues abundan en Instagram. El clima es caliente, húmedo, una combinación abrumadora si no vienes preparado. Entre la maleza busco a Cathy, otro de los personajes de Solenoide con la que comparto mi miedo. El guía nos dice “la administración del jardín se encuentra en una clara disyuntiva que va entre la restauración, para preservar la obra de José Aguilar —el escultor de James— o dejarlo a la intemperie, como era el deseo del mecenas, pues soñaba con que la maleza devorara a las piezas y en un futuro alguien las descubriera y pensara que pertenecen a una civilización antigua y desconocida”. Cathy parece asomarse, de nuevo, la dicotomía entre la salvación o el curso natural de las cosas. No puedo seguir con la novela y la postergo hasta el regreso. Y hablando de retornos, el mío desde Xilitla también fue arduo y cansado. Luchamos contra el clima, algunas infecciones estomacales, las náuseas y cerca de doce horas de estar en un autobús. No todo fue malo, ya que pude comprar mermelada de pera en San Luis, una cajeta de vainilla en Querétaro y unas enormes tortillas de harina para hacer con cecina en Palmilla. De los viajes procuro llenarme de cosillas, y si es comida, doblemente mejor. En el camión vuelvo a leer un poco de la novela. Los piquetistas, una organización que protesta contra la debacle del mundo, de la vida y contra la enfermedad, se manifiestan frente a la morgue de Bucarest. Recuerdo las mesas de disección que nacían de la boca de uno de mis tíos, o las protestas a las que asistió mi madre, o los temores y esfuerzos de mi abuela y sus hermanas frente a un mundo donde se quedaron solas con la muerte de su padre. Regreso a San Luis y comienzo a sentir que me queda poco tiempo en Rumania, a pesar de todo lo que me sigue atrayendo en Solenoide. Pronto habré de partir de estas costas de papel de algodón y tinta, y creo que mi camino me lleva a las estepas húngaras o, quién sabe, también hay algunos que mueren por ser reseñados. Seguimos en el viaje.