“El otro”: el miedo de dejar un libro

Una vez jugué un juego de esos que surgen en la borrachera. Consistía en lo siguiente: se debía confesar al calor del tequila en la garganta qué clásico no habías leído, te había aburrido y lo habías dejado. Si otro de los presentes igual había fallado en la lectura, debía tomar su vaso y dar un trago profuso a su bebida. La finalidad era, primeramente, terminar con una terrible cruda, y la otra, confesarnos en nuestros “fracasos” literarios. Perdonen por compartirles un juego que roza la pretensión intelectual —si no es que se inunda—, cuando realmente nuestro objetivo era beber, pero salimos muchos que no habíamos podido con Paradiso de Lezama, que habíamos dejado al Golem de Meyrink e incluso rehusado terminantemente a buscar el tiempo perdido de la mano de Proust.

Trato de hacer de esta columna un diario de mis lecturas. En la pasada les había comentado que me encaminaba hacia los Estados Unidos, y ahora les puedo decir que llegué, pero el viaje no salió como esperaba. Después de haber leído a un escritor rumano, a un checoslovaco y de haber iniciado la lectura de una fantástica autora polaca y otra moldava, consideré que quizá un cambio de los aires europeos del este, siempre fríos, siempre húmedos, siempre nostálgicos, sería bueno y puse rumbo a nuestra América Septentrional. Comencé la lectura de El otro (1971) de Thomas Tryon. Ha sido imposible terminarlo.

La editorial Impedimenta anuncia este libro como “el que inspiró a escribir a Stephen King”, y navegando por el internet me encuentro que también fue referente de otro escritor no tan famoso: Ira Levin. Aquí ya tengo un problema: no me gusta que los libros se cimienten en personalidades o en terceros para tomar un valor, pienso que el público lector llega sesgado y con altas expectativas y, queridxs amigxs, la idealización puede corromper el acto de lectura, la espera de algo grandioso puede acarrearnos problemas. No soy fan de Stephen King, me cansa mucho que abunde en sus descripciones antes de llegar al punto. Alguna vez conté las páginas que tardó en llegar de una secuencia de acción a otra: ¡casi 400! Pero entiendo que al ser un best seller las editoriales traten de usar su nombre para introducir a otro autor. Puede ser que haya llegado sesgado, pero también es cierto que Tryon no me atrapó.

Thomas Tryon fue un actor que al desilusionarse de la interpretación decidió convertirse en escritor (1926-1991). En 1971 debutó en la literatura con su libro El otro, que un año después sería adaptado a la pantalla grande por el gran Robert Mulligan, quien también dirigió Matar a un ruiseñor (1962). De su vida personal poco pude saber, salvo sus interpretaciones en series y películas, y sus relaciones sexo-afectivas con otros actores. Escribió ocho novelas de terror y suspenso, dos libros de cuentos y dos colecciones de relatos hasta su muerte, veinte años después de su debut en la literatura. Participó como guionista en las adaptaciones cinematográficas de sus libros y ahí sí veo grandes logros. También hablaré de la película basada en su novela iniciática, que me resultó bien lograda, cuidada y exquisita en su línea narrativa.

A ver, pues, comencemos. La novela El otro peca de un exceso de descripción, pero no quiero que se piense que estoy en contra del detalle minucioso, pues en otrxs autorxs suele ser una delicia; sin embargo, esta forma de escritura debe entenderse como una pausa, como frenar la película para ver todo minuciosamente. Imagínense estar frenando cuadro por cuadro una película de Tarkovski para poder contemplar cada uno de los detalles; o una de las de Nolan, que suelen ser largas, y posiblemente nos estaremos llevando todo el día. Digo que “peca” porque ciertos vicios de escritura y lectura nos pueden causar cierta satisfacción, así como algunos pecados que condenan un par de religiones. Hay que entender el pecado como el exceso, y aquí lo inunda. La descripción en El otro es excesiva, los diálogos poco creíbles y tiene una trama que se adivina desde el inicio. En este punto encontré opiniones contrarias a las que me he formulado: para algunxs críticxs es un acierto que el doppelgänger (el factor del doble literario) se presente en un inicio; para mí es un error. Al estar acostumbrado a lecturas de escritores y sobre todo escritoras latinoamericanas de lo siniestro, del terror, el golpe debe ser al final, un knock out como lo pide Cortázar y lo logra Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, o usar la desfamiliarización y el provocarnos un constante extrañamiento como lo hace Mariana Enríquez, Fernanda Melchor o Guadalupe Nettel, me deja una sensación de sentirme descubierto, de haber perdido la magia.

A lo poco de haber empezado comencé a adivinar de qué iba, y lejos de ser eso un motor en la lectura, fue convirtiéndose en un freno. Supe de la película de Mulligan, pero me resistí a verla, al menos en un primer momento, hasta haber concluido el libro. Pero cuando estuve sentado más de hora y media frente al libro, pasando páginas y páginas sin sentirme motivado, me decidí por la película y dejar de enfrentarme de una vez y por todas con una novela que no terminó de atraparme.

Al llegar a casa busqué la adaptación y me dispuse a verla. Pude notar el gran trabajo de Tryon en el guion y de Mulligan en la cinematografía. El autor eliminó esos excesos que aparecen en el libro y limó situaciones que por momentos resultaban irreales. Las actuaciones fueron buenas, en especial la de Uta Hagen en el papel de la abuela Ada. Y el final, aunque predecible, es bien llevado a lo sórdido y a lo patético. A mi parecer, la película supera el texto y logra un buen ritmo y una gran experiencia. Entiendo el giro que muchos señalan, mas el valor mayor que encuentro es el manejo del duelo en cada uno de los personajes. Para mí ahí está “el otro”, en nuestra forma de encarar las pérdidas.

Me gustaría señalar que no todas nuestras lecturas son triunfalistas, no siempre encontramos el mejor libro, o no nos encontramos ni en el mejor momento ni somos la mejor persona para ciertas lecturas. Siempre les he dicho a mis alumnxs que el valor de escoger un libro sólo se compara con el valor de dejarlo. Es un acto de decisión, de meditación y de introspección. Te puedes conocer tanto desde escoger un texto como en el momento en que te decides a dejarlo.

Muchxs tememos dejar un clásico, o un libro anunciado como la génesis de toda una corriente o de otrxs autorxs. ¿Qué pasa cuando no nos gusta? ¿Falla el libro o nosotrxs? Creo que ninguna de las dos, es sólo que no hay química y podemos vivir con eso. Hay que hablar de la vigencia de los textos, de la importancia que pueden tener para la Historia de la literatura, pero quizá no para la Literatura misma. Debemos rebelarnos contra la tiranía de los cánones y de estas ideas de “la sagrada lectura de un libro de principio a fin”. El dogma es un gran enemigo de la libertad, y el principal motivo de la creación es sentirnos libres en experimentar la aceptación o el rechazo. Si volvemos al acto de leer un acontecimiento dogmatizado, no sólo perderemos todo lo bello de la literatura, sino que nos volveremos analfabetxs funcionales que no cuestionan y se sacrifican ciegamente. Lo siento Tryon, pero creo que no somos compatibles por el momento, quizá nunca.