Ojos de búho
abren al anochecer.
Dos puertas de oro.

Creación literaria. Narrativa, poesía, minificción y otros híbridos.
Ojos de búho
abren al anochecer.
Dos puertas de oro.
La reproducción prohibida (1937), de René Magritte
Cuántas miradas
ella atrae
tan linda
tan emocionante
tan intensa
tan singular
La niña de vestido no sabe que la miro
(la miro cuando ella camina rumbo a la escuela).
Temprano camina, para agarrar desayuno gratis.
Temprano camina, para evitar la peste de mirarse en los espejos.
Me gusta hacer limpieza por la noche,
dejar todo en orden
por si mañana no estoy,
por si es la última vez,
por si en algún momento…
Había una vez, en los tiempos de la intrepidez, un Pipo marinerito, hijo de Mímir y Ran, que un barquito quería comprar porque quería salir a navegar, pero en su reino no lo podía negociar porque como aquel allí no había ninguno igual, así que lo compró en otro reino muy lejano, mucho más lejos que Fram, ese el del astillero Fujian.
Cuando la piel boga y va indecisa
al mar de caricias de las manos,
la espuma sale del mar sin prisa,
condensa de suspiros los vientos lejanos.
Ilustración de Mariana Chávez
A los poemas perdidos en los libros
Mira el pequeño ser en blanco y negro
Alfonsina Storni
que te calca, tú eres otro calco
de un modelo mayor e indefinido
Intento reconstruir las palabras de quien escribió antes que yo. Me posee ese morbo insaciable por conocer lo que fue borrado, condenado a no ser visto; lo que se conserva únicamente en los trazos de la memoria de la mano. Identifico todas las páginas de la antología de Storni en las que alguien escribió con lápiz poemas que después ya no quiso.
La primera vez que me aproximé con consciencia a la experiencia del miedo tenía alrededor de cuatro años. Claro que tuve miedo antes, pero soy incapaz de recordarlo. De ahí que escoja, un poco arbitrariamente, la primera vez que me dejaron unos instantes solo por la noche, o al menos la primera vez de la que fui consciente de mi soledad, como mi primera experiencia con el miedo. El recuerdo de aquella sensación de abandono me acompaña hasta hoy en día cuando me voy a dormir. Ya no es el miedo en sí mismo —es, más bien, la reinvención del miedo— lo que viene a mi cabeza cuando pienso en aquello que más me ha atemorizado en la vida. Y así fue hasta hace algunos años, cuando pasé de sentir miedo a la soledad a sentir miedo a habitar un cuerpo enfermo. Trataré de aclarar esta cuestión.
Se apea el sol y la luz extiende sus grandes alas sobre Central Park. Jacob se asoma a los viejos cristales de su mansión. Parece un autómata, pero lo que chirría realmente es la ventana estilo Luis XIV [nota del autor: en un congreso sobre antigüedades alguien que masticaba tabaco insistentemente me aseguró que dicho individuo chirriaba así].
Primero fue dueño de nada. Fue recogiendo entre los desechos de otros lo que necesitaba cada día. Era una época de enormes haciendas y tierras de nadie. Y una de esas tierras sin dueño era una montaña de pelados desfiladeros. Un día, él encontró allí una piedra olorosa, rasposa y amarilla. En aquel entonces se quedaba estéril la metrópoli, por allá en lo que para él y los suyos era un paraíso apenas concebible. Resultó que su piedra al ser procesada devolvía a la vida suelos cansados. Los ricos de su propio país, temiendo ser ellos quienes tendrían que hacer el trabajo de poner a producir esa montaña baldía, no rechistaron cuando él pidió del gobierno la propiedad de aquella peña árida. Con los brazos de otros que se veían como él, construyó el primer túnel del cual saldrían carretadas de piedra; pero no en carretas, sino a hombro humano.