La montaña ahuecada – Cuento de Carlos Mario Mejía Suárez

Primero fue dueño de nada. Fue recogiendo entre los desechos de otros lo que necesitaba cada día. Era una época de enormes haciendas y tierras de nadie. Y una de esas tierras sin dueño era una montaña de pelados desfiladeros. Un día, él encontró allí una piedra olorosa, rasposa y amarilla. En aquel entonces se quedaba estéril la metrópoli, por allá en lo que para él y los suyos era un paraíso apenas concebible. Resultó que su piedra al ser procesada devolvía a la vida suelos cansados. Los ricos de su propio país, temiendo ser ellos quienes tendrían que hacer el trabajo de poner a producir esa montaña baldía, no rechistaron cuando él pidió del gobierno la propiedad de aquella peña árida. Con los brazos de otros que se veían como él, construyó el primer túnel del cual saldrían carretadas de piedra; pero no en carretas, sino a hombro humano.

Él siguió a su piedra hacia el mar, y más allá. No lo hizo por curiosidad respecto al destino de su producto, sino por querer establecerse en el paraíso del que provenían las cosas lindas que había comenzado a comprar con sus ganancias. Se llevó a su esposa y en ese paraíso tuvieron un hijo y él se olvidó de la montaña. Aun así, nunca dejó de hacer números con la piedra amarilla que le escamoteaba y en cuyo pos lanzó brazos conquistadores para excavarla. La roca salía y la montaña la reemplazaba con carne humana. Brazos perdidos en explosiones, cráneos estallados por rocas desprendidas, pulmones agradecidos por la muerte temprana que les evitaba el colapso doloroso al que se dirigían los sobrevivientes de la mina. Quienes no morían en las cavernas, al cabo de pocos años sentían que vivían en un mar donde no había superficie a la cual salir para respirar. La materia dura de la montaña había sido reemplazada por la porosa y suave sustancia de lo humano.

De muertes y accidentes él sólo oía por los rubros de pólizas de seguro. Jamás se le pasó por la mente que la desgracia que se cerniría sobre su casa podía ser la venganza de una montaña furiosa. Algún listo había en los tempranos días descubierto que con el subproducto del proceso que convertía la roca amarilla en fertilizante se podía lograr un tinte dorado. A la usanza de los ricos de aquel paraíso, él pobló el cuarto de dibujo de su casa con tapices y cortinas en las que los detalles se habían tinturado justo con ese amarillo. Su mujer, que jamás se había acostumbrado por completo al frío del paraíso, pasaba el día entero tejiendo o leyendo en el cuarto de dibujo al calor de una chimenea y de radiadores siseantes. El calor y la humedad artificial del cuarto fueron arrancándole a los tapices y a las cortinas filamentos de la tintura; tan imperceptibles los filamentos que se diría que eran un éter irreal, un alma de la roca que se liberaba y buscaba en los alvéolos de la mujer el nido de una venganza inmisericorde. Su muerte fue lenta y difícil. Algunos habitantes del paraíso lo acompañaron y le dieron el pésame, pero él descubrió entonces que esas fórmulas de piedad le eran ajenas; no le daban ningún consuelo. Hasta su propio hijo repetía esa fría compasión de los habitantes del paraíso. El muchacho participó en una velada social justo la noche antes de que su madre exhalara el suspiro final. Ella le dijo esa noche a su esposo que se la llevaba al más allá una enorme masa llena de huecos, como una colmena, pero durísima. De sus huecos se regaba un gas tan denso que parecía un líquido viscoso. La masa palpitaba más como un esfinter que como un corazón. Él le vio el horror en los ojos… hasta que el médico finalmente se los cerró.

En menos de dos días aparecía en los periódicos su nombre dos veces: en el frío obituario escrito por sus amigos del paraíso y en la sección de “sociales”, donde vio a su hijo fotografiado como si fuera un turco con turbante. El muchacho se reía de cómo los paradisíacos disfrutaban de su juego de apariencias y estereotipos insultantes. El padre se distanció de su hijo y jamás le reclamó nada. Le había dado el privilegio de vivir en el paraíso pero el muchacho jamás vería a ese lugar como tal… Sólo podía ser paraíso para quien había nacido sin nada y a la sombra de una montaña donde nada más la roca es próspera. Para él, padre y viudo, su presente contrastaba con la montaña. Con sus arreboles. Con los silbidos de la brisa en abril. Con las aristas de sus paredes cortando el horizonte. Con los socavones oscuros hundiéndose en la tierra.

Él siguió acumulando dinero mientras los suelos del paraíso se revivían con los fertilizantes de su roca. Los salones de dibujo se siguieron decorando con la pintura tóxica de su subproducto. Sólo morían los que se quedaban en la montaña. Sólo morían las mujeres más tristes e insatisfechas del paraíso, cuyo único consuelo era pasar horas en ese cuarto dedicado a la nada en cada casa.

El hijo se fue del paraíso en pos de otro nuevo paraíso más allá del mar; por allá por Boston, donde seguirían incluyéndolo en prestigiosas celebraciones gracias a su dinero. Y en ellas le harían más fotos rientes de sí mismo como inca, como maya, como azteca, como tupí y como Adán sin ropa. Pero él no era ninguna de esas cosas. El padre supo de vez en cuando de estos eventos y cada uno de ellos le picó bien hondo, como si en cada nueva instancia alguien buscara dentro de su materia humana una rica veta de durísima humillación. El contacto con su hijo se limitó a la realización de meras transacciones monetarias. La montaña y la roca eran lo único que los seguía uniendo. El monte y la relación de padre e hijo eran fantasmas alimentados de dinero.

Cada vez que parecía que la montaña se secaba de sus fuentes de roca amarilla o que el precio del producto se desplomaba en las bolsas mundiales, él sentía que se liberaba de todo. Pero, algo en él y en sus capataces y empleados, acosados por la presión, siempre terminaba por hacerle un nuevo socavón hormigueante a las tripas de la montaña. Y encontraban nuevas vetas. El hombre se secó antes que la montaña y una noche murió solo. Se cayó mientras bajaba las escaleras y rodó como sacrificio humano. Al llegar al fondo, estaba en la luna y una enorme montaña palpitante y vaporosa lo llamaba. Sin voluntad, fue a ella y entró para vivir su muerte perpetua en las entrañas del espíritu de la montaña que había tan cruelmente destripado en la tierra.


Autor: Carlos Mario Mejía Suárez (Barrancabermeja, Colombia, 1978). Graduado de la Universidad de Iowa con un doctorado en literatura en el año 2010. Actualmente trabaja como profesor asociado de español en Gustavus Adolphus College en Saint Peter, Minnesota. Ha publicado artículos académicos sobre autores como el mexicano Salvador Novo y los colombianos Laura Restrepo, Alonso Sánchez Baute, Pablo Montoya, Rodrigo Burgos Cantor, Evelio Rosero y Azriel Bibliowicz. Además publicó Escrituras de lo diabólico. Retos de la alteridad en la literatura latinoamericana moderna y posmoderna, acerca del uso de la figura diabólica como mecanismo retórico de control tras el cual se pueden encontrar igualmente estrategias de resistencia. En su obra creativa, Mejía Suárez explora personajes que experimentan en sus vidas, sueños y cuerpos, la emergencia de características consideradas como “raras“ por la sociedad.