La corbata – Cuento de Aarón Carlos Andrés García

Se apea el sol y la luz extiende sus grandes alas sobre Central Park. Jacob se asoma a los viejos cristales de su mansión. Parece un autómata, pero lo que chirría realmente es la ventana estilo Luis XIV [nota del autor: en un congreso sobre antigüedades alguien que masticaba tabaco insistentemente me aseguró que dicho individuo chirriaba así].

—Hoy cenaremos con el director general.

—¿Director general de qué?

—Ahora que lo dices no lo sé. Es belga. He pedido al restaurante un par de kilos de patatas fritas, por si las moscas.

—Da lo mismo, no pienso abrir el pico para hablar de trabajo. Le hablaré de los últimos espectáculos de Broadway. Tendré para toda la noche.

—Tu corbata.

—¿Qué le pasa?

—El nudo está mal hecho. Aún no has aprendido a anudártela correctamente. Déjame probar. Ajá. Mejor. ¿Lo ves?

—Lo veo, lo veo y no lo creo. Adiós, Theresa.

Jacob ha logrado el ansiado ascenso y por ello requiere una perfección inusitada en todo, hasta en el nudo de las corbatas. De camino al trabajo, embutido en el taxi, no deja de contemplar extasiado los reflejos del Hudson serpenteando en la orilla con su lengua de fuego. Le parece de nuevo pasear junto a sus aguas, cuando todavía disponía de tiempo libre para Theresa, para él mismo, para escuchar en el viejo radio cassette portátil los bellos poemas de Leonard Cohen.

—Hemos llegado.

—Dígame, ¿le gusta su trabajo?

—Es entretenido, no para uno de conocer gente.

—A mí no. Es estresante. ¿Ve este traje? Es tan delicado que me toca colgarlo en la percha con unos movimientos de tai-chi.

—¿Y qué pasa con el nudo de su corbata? ¿Me permite?

—Adelante.

—¿Lo ve? Mucho mejor, colega.

Jacob sale del coche, esquiva infructuosamente un gato negro y entra en la sede del banco. Es un edificio alto como una montaña alpina. Allá arriba hace un frío intenso, tanto que lo más probable es que acabe uno con el corazón congelado. Nada más entrar en el vestíbulo Jacob se sirve un café en la máquina. Es un viejo ritual de empleado raso, pero nuestro amigo ha perdido la práctica y el café acaba derramándose accidentalmente sobre su bragueta. El grito de Jacob atrae al resto de la planta que ve cómo una sombra ejecuta unos extraños pasos de danza en dirección al ascensor. Jacob, el arlequín, se introduce sibilinamente en el elevador. Segundos después entra el supervisor general y ambos suben sin pronunciar palabra. Pura rutina, están acostumbrados a ascender. El ascensor se para en la penúltima planta.

—Bonita mañana.

—Cierto. Si no quiere llamar la atención en la reunión, le sugiero que revise el nudo de su corbata. La imagen, Jacob, la imagen.

Que revise el nudo de su corbata, eso es todo. ¿Y sus veinte años en la empresa?  ¿Y su idea de probar la teatralidad de los nuevos asesores con algo de Shakespeare? ¿Y la toma de decisiones bursátiles con base en la disposición de los posos de café del consejo de administración? Aquel individuo había tumbado todas sus iniciativas sin pestañear. 

Al salir al pasillo Jacob se da de narices con otro problema: los cordones sueltos de sus zapatos. Se los anuda y mientras lo hace oye un desgarro quejumbroso, crítico, algo parecido a una crisis bursátil. Los pantalones han resultado estar demasiado ceñidos. Estos últimos meses de duro trabajo pasados con su entrenador personal no han dado el resultado apetecido. En otras palabras, ése era su traje, pero no el traje de Jacob. La situación da un giro todavía más dramático cuando se oye el sonido desaforado del teléfono al fondo de su despacho. Es Theresa.

—Tengo aquí el pañuelo de seda. Lo he encontrado camino del trabajo, en el portal. ¡El pañuelo, Jacob!

—¿De qué pañuelo hablas?

—Del pañuelo de la solapa, el de color amarillo equinoccio. ¿Te vas a presentar a la reunión sin el pañuelo de la solapa? Vas a parecer un ceporro. Peor aún, imagínate que estornudas y te llevas el bisoñé del director general de fondos internacionales, ya sabes el harpa que tiene por cabeza. Por cierto, ha llamado otro director general, un holandés y pienso que quiere también cenar con nosotros hoy. No he entendido qué deseaba exactamente, pero tendremos ocasión de averiguarlo. He pensado que podríamos simultanear las dos citas en la salita y en el comedor. El único inconveniente es que tendremos que cenar dos veces, pero he comprado unas sales minerales. ¿Qué te parece? ¿Jacob? ¿Me oyes, Jacob?

Se hace el silencio. No, Jacob ya no oye, no contesta, está como ido o quizá ya no es Jacob o quizá vuelve a serlo. Piensa sólo en el nudo de su corbata. Visiblemente trastornado, atraviesa el solitario pasillo en dirección a la sala de reuniones y abre sus puertas con especial solemnidad. Allí está Jacob, despojado de aquel traje incómodo, en realidad vacío. Jacob, el nuevo Jacob, Jacob en pelota picada, acompañado de esa luz espléndida que agita ya sus alas sobre Manhattan. Un trapo mal anudado es lo único que lleva encima. 

—Buenos días, señores, venía a hablarles del nudo de mi corbata.


Autor: Aarón Carlos Andrés García (Villafranca del Cid, España, 1972). Licenciado en Derecho. Ha desarrollado su principal actividad literaria en el género de la poesía valenciana (premio Xavier Casp 2017, premio Flor natural ciutat de Castelló 2020) y castellana (finalista del premio internacional Ángel Ganivet 2017 y 2019, tercer lugar del premio internacional Letras de Iberoamérica, 2018; finalista del premio internacional Jovellanos, 2022; segundo premio del certamen Grupo Literario NUMEN, 2022; mención de honor del certamen internacional “Camino de palabras”, 2023).