Ilustración de Darío Cortizo
No, no es Van Gogh quien pinta esta noche estrellada.
Desde que te fuiste
Hay dolores que no caben completos en una taza de café.
Ni los relojes saben tanto de horas
como mis párpados hinchados.
Expresiones artísticas de distinto tipo, ya sea de tipo visual o literario, como cuento, poesía o ensayo.
Ilustración de Darío Cortizo
No, no es Van Gogh quien pinta esta noche estrellada.
Hay dolores que no caben completos en una taza de café.
Ni los relojes saben tanto de horas
como mis párpados hinchados.
Había sido una noche bastante común. Como en todas las discotecas gays hubo varios espectáculos de dragas y bailaron los gogós. Algunos hombres musculosos mostraron sus enormes penes en el escenario. Por supuesto, había sonado música de Cher, Madonna, Rosalía y mucho reguetón. Unos muchachos se besaban, otros miraban con ojos de rapiña a su alrededor, varias parejas discutían por celos. Una luz fucsia caía sobre todos como un caricia de satín.
“Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, reza el viejo adagio. Así lo establecieron los dioses de los shoshones, antiguos habitantes de esas tierras, que delimitaron un cerco sagrado para que todo lo malo quedara encerrado dentro y no pudiera lastimar al pueblo. Funcionó, por muchos años. Los nativos acudían al cerco sagrado una vez al año para dejar ir todo mal pensamiento y toda mala intención, vaciándose de pecados y malas energías para poder continuar con sus vidas tranquilos y felices. Cuando el hombre blanco arribó y tomó posesión de las tierras ancestrales, también se vio beneficiado del cerco. Todo lo que hacían quedaba encerrado en las tierras shoshones y sus más oscuros secretos permanecían ahí, ocultos para siempre.
Por alguna razón, que aún desconozco, el instinto me llevaba al mismo lugar y a la misma hora en donde dos viejos conocidos, aún sin haber sido nunca presentados, se daban cita sin fijar en un bohemio café de tabiques rojos y apliques horteras. Yo solía pasar las tardes sin itinerario definido, azotando las calles como un vagabundo que se arrastraba por las esencias místicas de las arterias más solitarias. Andaba a gatas o en cuclillas, otras a la pata coja, según me cogiera ese día de whisky el cuerpo. Mi intención me doblegaba y tiraba de mí como de un perro, sin oponer yo la menor resistencia. Así, había acabado tirado en más de una ocasión en el banco de un parque solitario y sombrío, a la espera de un alma caritativa que me sacudiera con fuerza y me devolviera a la realidad.
Ojos de búho
abren al anochecer.
Dos puertas de oro.
La reproducción prohibida (1937), de René Magritte
Cuántas miradas
ella atrae
tan linda
tan emocionante
tan intensa
tan singular
La niña de vestido no sabe que la miro
(la miro cuando ella camina rumbo a la escuela).
Temprano camina, para agarrar desayuno gratis.
Temprano camina, para evitar la peste de mirarse en los espejos.
Me gusta hacer limpieza por la noche,
dejar todo en orden
por si mañana no estoy,
por si es la última vez,
por si en algún momento…
Astrid, veintiocho años, fan de Patti Smith, cinco fotos cuidadosamente seleccionadas. Luego, dar izquierda, dar derecha, el desfile de rostros y nombres por la pantalla. A las pocas horas algunas conexiones, a los pocos días varias conversaciones pendientes. Al cabo de dos semanas, eliminar aplicación. Perdida en el supermercado sin poder seguir comprando alegremente, sólo fui por esa oferta especial, personalidad garantizada. The Clash sonando en el fondo.
Se apea el sol y la luz extiende sus grandes alas sobre Central Park. Jacob se asoma a los viejos cristales de su mansión. Parece un autómata, pero lo que chirría realmente es la ventana estilo Luis XIV [nota del autor: en un congreso sobre antigüedades alguien que masticaba tabaco insistentemente me aseguró que dicho individuo chirriaba así].