Etiqueta: literatura y vejez

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La bandada – Cuento de Guido Schiappacasse

El despertador no cacareó a las seis de la mañana como lo hacía desde hace cuarenta y cinco años. En la noche anterior se me había olvidado conectarlo. ¿Para qué?, si ya estoy jubilado. Sin embargo, me desperté a esa hora, quizá por costumbre, luego me levanté pese a un dolor en las rodillas que no me soltaba desde hace un tiempo y fui al baño; sólo para verme al espejo mucho más arrugado y canoso de lo que mis sesenta y cinco años debiesen representar.

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El asilo – Cuento de Enrique Esparza Vásquez

Se llamaba Pedro. Murió de viejo o, al menos, eso es lo que me dijeron por ahí. El médico me pidió que llamara a su familia para avisarles de su deceso, pero Pedro era huérfano. Era el huérfano más viejo que conocí en la vida. Tenía 86 años, nunca se casó, jamás le supe de algún hijo regado. No le conocí mujeres con las que haya romantizado, ni tampoco hombres.

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Ausencia – Cuento de Erika Castillo

Abro mis ojos cada mañana, con la sensación de tu cabello reposando en mi almohada, siento que puedo oler tu perfume, ése que te regalé la tarde que fuimos a pasear sin rumbo y que no dejaste de usar un solo día desde entonces, volteo lentamente y sólo puedo ver el vacío a un lado mío; los recuerdos de tiempos pasados llegan a mi mente, cuando temprano te escuchaba andar por la casa, siempre fuiste un pajarillo madrugador que con un beso me despertaba cada mañana; ahora me despierto a falta de querer soñar, porque cada vez que cierro mis ojos mi mente quiere ir a donde tú estás.

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Los nadie – Cuento de Claudia Vázquez Delgado

Cuando era niño mi papá me contó una historia espeluznante para que aprendiera a portarme bien. La madrastra hechizaba a un niño pequeño y lo encerraba en una pintura, cada día se podía ver al pequeño en diferentes posiciones del cuadro pero siempre la misma cara de nostalgia y desesperación. Nunca pudieron rescatarlo y con los años simplemente se desvaneció de la pintura. Así es como me sentía aquel día frente al banco, estaba atrapado en mi propio limbo y poco a poco desaparecería.

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Una risa al viento – Cuento de Juan Sebastián Mina

“Decir que esa mujer es dos mujeres, es decir poquito. Debe tener unas 12,397 mujeres en su mujer”. Esa mujer es un Pueblo de mujeres. Por sus calles, como sosteniendo el tiempo en la falda de su pollera, caminan mujeres frágiles, honestas, infantiles; se ven algunas militantes y rebeldes y sacrificadas. También las hay remotas y ausentes, como si anduvieran rumiando, junto a la pena, sus ambiciones de mujer. Por las calles de ese Pueblo andan todas y anda una: Cora Alegría Mina, la tía Cora. Mi tía Cora. 

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En aras de uno mismo – Cuento de Rodolfo Ruiz Vázquez

Pasadas las seis, como cada tarde desde su internamiento, Gil volvía del ala de los permanentes, donde acababa de visitar a Prudencio, locuaz espécimen cuyas tediosas divagaciones soportaba a cambio de un cigarro. Yendo por el pasillo, rumiando aún las palabrejas rimbombantes que adornaban el discurso de su única fuente de nicotina, escuchó una bella música brotando por una puerta entornada. Asomándose, vio a un hombre dormitando en un reposet. Era alto y gordo, lampiño como foca. Su rostro imberbe, cachetón y liso recordaba al de un querubín. Si su fisonomía hablaba de alguien a lo mucho en sus cuarentas, la bolsa con orines que descansaba en su regazo, al lado de una biblia abierta en Mateo 19, le daba un aire de decrepitud. Sobre un buró contiguo a un librero copioso, un gramófono reproducía una sonata para piano.  

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Todo un pordiosero – Cuento de Rusvelt Nivia Castellanos

Es verdad, no se lo puedo ocultar a nadie: yo vivo en la puta calle, vivo en la perra miseria. Llevo más de siete años de estar sufriendo en este aquietado pueblo de Murimá. Escasamente tengo el vicio del bazuco que se me queda aplastado contra la cara. Por eso, por esto duro, me ha tocado tragar hasta gallinas podridas. Así de mal. No soy sino un pordiosero, quizá un poco culpable de las faltas que antes de chanda cometí. Ya por cierto experimento los rudos tiempos de la vejez mientras sigo sin una tumba en donde no puedo acabar de morirme. De estos restos me mantengo vestido con un traje gris. Así que me sé sucio y mártir. Pero no puedo quejarme de esta penuria mía. Me resulta clara toda la inopia íntima, que admito por esta perdición individualista. En sí, me soporto las ofensas de la gentuza callejera porque sé que he cometido muchas perversiones, desde cuando comencé con los desvaríos de mi juventud, ahora más que pérdida. Y es bueno confesarlo como es prudente aceptarlo; sin querer buscar las evasivas, estoy abatido.