Etiqueta: Literatura española contemporánea

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Ser-IA – Cuento de Sara Montero

Déjenme que les cuente cómo lo recuerdo yo, aunque para las fechas y el orden estricto de los acontecimientos quizás tenga que preguntar a SENT. Como ya saben, los primeros en caer fueron los creadores de contenido, copywriters y redactores. Ni siquiera se requería de una tecnología muy avanzada. Bastaba con volcar los datos y en segundos la máquina tenía un texto escrito en todos los idiomas indicados. Sí, es cierto que adolecían de cierta gracia, pero técnicamente eran impecables, era barato y no exigían afiliarse a un sindicato. 

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Reinicios – Prosa poética de Rosa Martínez Guarinos

I

En el refugio se respira un aire viciado de carencias. La expectación va abriendo grietas en el muro. Hay filtraciones también o flujo de fantasmas. Escuálidos principios medran entre sombras y las linternas abren boquetes de insoportable luz. Tenemos preparado el cloro, los alimentos envasados con tripa de centuria y hambre encapsulada en ampollas de vidrio. Uno de nosotros gime algo y los gemidos tienen resonancia más allá de los cuerpos. El nuestro es un refugio donde no llega el sol, una especie de cárcel sin salida; tú bajas a su fondo, saltas las horas como un atleta del peligro, del miedo que apetece, del placer que se acaba.

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El pintor y la luz – Cuento de Carlota Arráez Gómez

Ilustración: “A gig grass field”, de julykings

Son las tres de la madrugada y no consigo dormirme. Sobre mi regazo, las palabras de John Steinbeck; a mi izquierda, Lili duerme. Intento concentrarme en el libro, pero la escasa luz y el ruido constante que llevo escuchando desde hace horas me lo impiden. Este ruido es algo parecido al balanceo de una canica contra la pared mezclado con el agua de una gotera. Tras varios minutos, el ruido cesa. Cierro los ojos y el sueño me lleva.

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Hilos de la memoria – Relatos de Lucía Oliván

Huellas imborrables

Las plantas se comían todas las paredes de la casa de la tía Adela. No había un solo recoveco donde no se hubieran instalado. Es lo que suele ocurrir con los lugares abandonados. La porquería, los bichos, los hierbajos… se hacen con ellos, se apoderan de su cuerpo y alma, y poco a poco, lo destruyen.

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El sonido del corazón – Cuento de Eduardo Viladés

En mis conferencias apago el sonido de la proyección y animo a los estudiantes a que traten de comprender lo que ocurre. La mayoría lo consigue porque la comunicación va más allá que las palabras. Cuando alguien sonríe, frunce el ceño o esboza una mueca está haciéndose entender. La postura de nuestro cuerpo y los movimientos rompen las palabras, que adquieren la forma de nuestro silencio… Me llamo Montse, soy pedagoga y mi hijo Enrique es sordo de nacimiento. Desde pequeño le he enseñado que no hace falta oír ni hablar como los demás para llevar una vida normal, pensamientos que comparto plenamente con mi marido, médico de profesión y todo un padrazo. Vivimos en una sociedad ruidosa, puertas que chirrían, ventanas que se cierran de golpe, bocinas de autobuses, la vecina del quinto que increpa a su hijo porque se ha olvidado el bocadillo del colegio, frenazos de coches, chillidos, gritos. Dicen incluso que permanecer en una atmósfera sin sonido, algo similar a lo que experimentan los astronautas en el espacio exterior, haría enloquecer a cualquiera… Aproximadamente tres de cada mil niños recién nacidos tiene algún grado de hipoacusia. Pueden sufrirla en uno o ambos oídos. Enrique sufría sordera severa. Al principio no queríamos hacer caso a las evidencias. No se sobresaltaba ante un ruido muy fuerte ni se tranquilizaba cuando le susurraba cosas bonitas al oído o le cantaba una nana. Cuando mi marido llegaba del trabajo y se acercaba a la cuna para decirle alguna bobería, Enrique no dirigía la mirada a su padre ni giraba la cabeza. Una vez leí que la información auditiva permite a los seres humanos controlar el medio que les rodea, discriminando lo importante de lo trivial, incluso en los sueños. ¿Cómo eran, por lo tanto, los sueños de mi hijo? ¿Cómo asimila un niño sordo el mundo que lo circunda? Tuve muchos problemas durante el embarazo al tener ya más de 40 años y Enrique nació prematuramente. Pesó menos de un kilo y medio y tuvo que pasar una larga temporada en la incubadora. Pero estaba vivo, era lo único que me importaba. Más adelante los médicos me dijeron que su escaso peso y el hecho de ser prematuro podrían explicar su sordera… Aunque yo había estudiado pedagogía y me había especializado en discapacidades físicas como la ceguera, desconocía que el 80% de las sorderas infantiles están presentes en el momento del nacimiento y que la mayoría de los niños sordos convive con familias que escuchan con normalidad. Nos dimos perfecta cuenta de que Quique no era como los demás niños a partir de los siete meses. El bebé no imitaba ningún tipo de sonido ni reaccionaba cuando le hablábamos. Se quedaba dormidito en la cuna con la mirada perdida y tan sólo nos observaba si le tocábamos o le hacíamos alguna carantoña. Llamarle por su nombre no llevaba a ninguna parte porque se quedaba impertérrito. Con el paso de los años, en muchas ocasiones el niño tendría súbitas sensaciones de mareo, presión en el oído o experimentaría ruidos y zumbidos molestos. Lo pasé muy mal, noches enteras de insomnio, discusiones con mi marido por el modo en que debíamos tratarlo, peleas con mi madre, que quería enseñarme cómo educar a mi propio hijo. Pero lo más duro lo vivía conmigo misma. La relación del sonido con las emociones es una parte importante del lazo que une a una madre con su hijo, algo que capta el bebé desde los primeros meses de edad. ¿Cómo conseguiría que Enrique me quisiera y supiese quien era realmente si ese nexo estaba deteriorado? Su cara escondía la realidad de su alma, pura y poderosa. Era un retaco de rizos a lo Shirley Temple y ojos aguamarina, mofletes puntiagudos y labios carnosos, hasta el punto de que mis amistades bromeaban conmigo preguntándome si había puesto bótox al niño. Los compañeros de mi marido me dijeron que la hipoacusia de Enrique era severa, pero que con persistencia y empeño podría llevar una vida más o menos normal. Le hicieron varias audiometrías para establecer un diagnóstico y determinar las características de la pérdida de audición. A los tres años y medio le llevamos a una escuela de integración en la que convivía con niños sordos y oyentes. Desde el primer momento quise comunicarme con mi hijo. Me hacía gracia porque yo me caracterizaba por hablar mucho, conmigo misma y con los demás. Escudriñaba el mundo prestando mucha atención a los pequeños detalles, a los sonidos que me llegaban de cualquier parte. Después, escribía relatos que leía a mi marido de vez en cuando o que publicaba en algún periódico local. Contar historias era imprescindible para entenderme mejor a mí misma y ahora lo sería para entender a mi hijo… El aislamiento que puede sufrir una persona por la incapacidad de establecer un contacto libre con otros seres humanos es enorme. Así que opté por la incorporación temprana del lenguaje de signos. Lo aprendimos mi marido y yo en una academia y Quique no tuvo ninguna dificultad. Era un niño muy listo.

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Después de la tía Emilia || Cuento de Juanma Bahamonde

Era la primera vez que Juan visitaba el cementerio civil de Madrid. Acudía a visitar la tumba de su hermana. Junto a la lápida alguien había depositado una foto de su tía Emilia. Se acordó entonces de cuando murió la vieja dama. El año antes de su muerte la tía Emilia había luchado por no rendirse a las telarañas de la desmemoria. Nunca perdió la anciana su sonrisa ancha, cálida y familiar. Siempre arrinconó sus recuerdos de una dura posguerra: el dolor de enterrar a sus dos hijos cuando ambos no habían probado de la vida más que un ligero sabor amargo al odio y el resentimiento; la rabia de perder a su marido en la batalla de Belchite y no saber dónde llorarlo. Recordó también cuando él llegó al pueblo con su hermana y su padre. Su madre había llegado hacía dos días. “Mamá está cuidando de la tía Emilia. Necesita a alguien que le haga la comida. Se está quedando muy flaca”, le dijo su padre. Al salir del coche vio a su primo Javier salir de la casa de su tía. “¿Es que ha muerto la tía Emilia?”, preguntó con un rostro inquieto. Su mente infantil unió recuerdos y sentimientos. Su primo Javier hacía tiempo que dijo que no volvería al pueblo a visitar a la tía Emilia. “¿Por… Por qué lo dices?”, balbució su padre. 

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Parecía tan fácil || Cuento de Manuel Alcalde

Ilustración de Aimeé Cervantes

A Luis de pequeño le molestaban los días de lluvia en que salía el sol. Y era extraño, porque a Luis de pequeño le molestaban muy pocas cosas. Era lo que se dice un chico alegre, de ese tipo que no suele dar problemas, ya me entienden, ese tipo de chicos que crecen sin que haga falta regarlos a diario. Sin embargo, con el paso del tiempo la lista de cosas que molestaban a Luis había crecido monstruosamente, aunque los días de lluvia en que salía el sol, a decir verdad, ahora le traían sin cuidado.