Musa – Cuento de Tania Yareli Rocha Hernández

Voy por un sendero añoso y polvoriento que da a la catedral. Está a un par de kilómetros de mi casa. Me agrada ir a tocar por las tardes porque la acústica es buena y, como está abandonada, me siento a mis anchas. Un rato después termino en el antiguo recinto de ladrillos grisáceos. Me gustan las siluetas angelicales esculpidas en sus muros.

Me detengo bajo la pobre protección de un ahuehuete. El viento quejoso arrastra una fina capa de nieve desde sus hojas al suelo cuando salgo del auto, cargando mi chelo en su estuche.  

Camino hacia la entrada, un par de puertas de hierro erguidas como espigas. Asomo la cabeza, soy un topo saliendo de su guarida. En lo alto de las paredes se refleja el resplandor del día que filtra los vitrales con sus figuras de discípulos y santos, iluminando las baldosas plomizas y los pilares de mármol. Tengo la viva impresión de ser transportado a un castillo medieval.

Hay bancas y bancos esparcidos por doquier.

Conforme me adentro la claridad baja paulatina y tenue hasta mitigarse, dándole un aspecto misterioso al complejo. 

Siento el cobijo de la paz silenciosa por un momento hasta que vislumbro a una mujer. Está sentada en una silla de madera con un violoncello entre sus piernas y la pica del instrumento clavada en el piso. Los rizos le caen sobre los hombros escuálidos cuando alza la mano pasando el arco sobre las cuerdas.

Los rayos del sol se traslucen por los vitrales del techo abovedado y las motas de polvo quedan atrapadas, flotando en haces de luz derramados en su cara y sus manos, siguiendo el fino juego de sus movimientos, creando sombras entre sus dedos. 

Todo el solemne conjunto se impregna de música. Cada sonido se intensifica estallando en mis sentidos, como si mi mundo estuviera conectado a un amplificador gigante, como si el aire se comprimiera y mis pensamientos fueran bloqueados por una fuerza vibrante y adictiva.

La música crece y se expande a lo alto por toda la catedral, como una semilla que echa raíces a diestra y siniestra. Conozco la pieza, está en mi cabeza. La chica mira hacia el muro como si estuviera perdida en un universo mítico donde las notas: corcheas, negras, redondas y blancas, revolotearan como mariposas. Sus dedos se mueven entre las cuerdas con precisión y casi siento que puedo volar. No puedo evitar el impulso de sumarme a la melodía que crece en mi mente.

Me siento en un banco cercano y acomodo mi chelo, tiro la pica abajo, pongo los brazos en posición, tomo aliento y lo consigo, me sincronizo a la par de la mujer. Toco con facilidad siguiéndole el paso. Ella ni siquiera voltea a verme. Es como si estuviera poseída. 

La música gira y baila dentro de mí como un trompo. Froto las cuerdas, la piel se me eriza al rozar el crescendo. Hay una sensación de desesperación, de anhelo, nada me haría parar, la tierra podría partirse en dos frente a mí y yo seguiría tocando.

Observo a la mujer, su cabello es castaño, distingo sus ojos color ámbar y la elegancia en sus movimientos. No es especialmente hermosa, pero quiero que me vea, que voltee hacia mí y vea lo mismo que yo veo en ella; esa pasión que resalta enseguida y cuando te atraviesa como un trueno, te dan ganas de salir corriendo y hacer lo que amas… para algunos deben ser unas ganas inmensas de tallar o pintar. Te provoca un hambre de más. 

La emoción amenaza con romper las fibras de tu humanidad si no la dejas escapar; de pronto es como si todo aquello no encontrara cabida en tu pecho e inundara tu cuerpo, amenazando con desfigurarlo. 

Es un placer. Simplemente no lo quieres soltar.

No sé cómo describirlo, cuando estás en presencia de una persona que hace algo que ama, te impregna los sentidos, las entrañas te empujan desde dentro. Es el fulgor en su mirada, un destello en sus movimientos, hay algo inmortal en ello, como si estuviera más cerca de la divinidad. 

Cierro los ojos, siento el mástil rozándome el cuello. El sudor en la frente, el tiempo detenido ante la creación, la necesidad insaciable de dejar de existir y ser uno mismo con la pieza.

La boca se me seca, me relamo los labios. La pieza está en las últimas, lo sé y, aun así, cuando finaliza lo siento abruptamente, como un despertar exaltado…

La chelista ya no está, se ha marchado, pero no se ha llevado la magia, ésa está conmigo, atrapada en mis dedos y hormigueándome el cuerpo. Cierro los ojos despacio y por unos segundos vuelvo a mirar a la mujer.


Autora: Tania Yareli Rocha Hernández (Sonora, México, 1992). Tiene varias publicaciones en portales literarios: “A tientas” y “La noche de las rosas” en la revista literaria Mamborock, y “La gruyer” en Crónica Sonora. Fue seleccionada en el Programa Editorial de Sonora PES 2017-2018, por la novela juvenil Ámbar ¿Morir por ser perfecta?, y es coautora del libro de cuentos Nueva Narrativa Caborquense, seleccionado también por el PES 2017-2018.