¿Quién comete más crímenes violentos, los hombres o las mujeres? Las estadísticas confirman, año tras año, que los hombres (nueve de cada diez reclusos en España, por ejemplo, son hombres). Ahora bien, ¿quiénes son las víctimas más numerosas de dichos crímenes? Nuevamente, los hombres. En 2017, el 80% de las víctimas por homicidio fueron hombres, según un informe de la ONU. Sin embargo, la percepción social es muy distinta. Dana M. Britton, en su libro The Gender of Crime (2011), cuenta cómo se tiende a pensar que las mujeres sufren más delitos que los hombres. Esto repercute directamente en la sensación de seguridad de las mujeres en las ciudades; así lo confirma las encuestas de victimización como la realizada anualmente por el Ayuntamiento de Barcelona. No tenemos más que dirigir nuestra mirada a la pantalla: géneros como el slasher (películas sobre asesinos en serie) o el thriller se recrean en la muerte de las mujeres (tardan el doble en morir), a quienes humillan y reivindican simultáneamente. Esto cristaliza en la ambigua figura de la final girl. ¿Por qué percibimos la muerte femenina de una manera distinta?
Linz, Donnerstein y Penrod destacan como una de las características del género slasher sus “escenas de violencia explícita dirigidas principalmente a mujeres”. Por supuesto, los hombres también mueren en el slasher, pero sus muertes se tratan de modo distinto: son más rápidas y, normalmente, menos explícitas. Esto permite varias lecturas. Por un lado, cabe destacar la teoría de autores como Ivana Milojević de los hombres como el sexo prescindible y desechable (reivindicada por los defensores del masculinismo): según los roles de género preestablecidos, los hombres son el blanco de la violencia y las mujeres, de la sexualización. Por lo tanto, estamos inmunizados a la muerte de los hombres; mientras que nos resulta más fácil empatizar con y escandalizarnos por el sufrimiento de una mujer.
Sin embargo, esto no basta para entender el tratamiento excesivamente sexual de algunas de estas muertes. En los primeros años del cine, películas de terror como Frankenstein (James Whale, 1931) o King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933) nos presentaron a la damisela en apuros acechada por el monstruo, de sexualidad masculina. El interés de éste por ellas iba más allá de la simple curiosidad y no resulta difícil leerlo en clave sexual. En Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), ella logró derrotar al monstruo sola, pero tuvo que pagar un precio caro: su vida a cambio de la muerte del vampiro.
Poco a poco, la chica pura e inocente que se sacrificaba noblemente evolucionó, hasta convertirse en la final girl. Con el final del Código Hays, ya en los años sesenta, y la llegada de nuevas corrientes europeas, se pudieron tratar nuevos temas y explotar tramas donde violencia y sexualidad convergían de un modo nunca visto. Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) impactó porque nadie esperaba ver morir a la protagonista joven y guapa. Pero también había algo sádico en el sufrimiento de aquellas rubias de Hitchcock, de quien él mismo dijo que eran “las mejores víctimas” porque “son como nieve virgen que muestra las pisadas ensangrentadas”. El interés morboso por el sufrimiento ajeno, más concretamente de mujeres, no es nada nuevo, por supuesto; pensemos en la curiosidad de la sociedad victoriana ante el caso de Jack el Destripador.
Este sadismo llegó a límites cuestionables con la polémica Peeping Tom (Michael Powell, 1960), donde la película es contada desde el punto de vista de un asesino de mujeres. Dicha perversión, así como el auge del género slasher en los 70, llevó a algunos estudiosos a preguntarse qué efectos podía tener el consumo excesivo de películas de este género. Sus resultados mostraron que tanto los hombres como las mujeres expuestos repetidamente a películas de este género despertaban insensibilidad ante dicha violencia y que, al leer casos de violación, eran más propensos a culpabilizar a la víctima.
En efecto, tal y como apunta Hutchings, algunos críticos leyeron el género del slasher y la figura de la final girl como una reacción al feminismo. Las supervivientes en los slasher de los años 70 son aquellas que no manifiestan su sexualidad. Dicho de otra manera: las mujeres que viven libremente su sexualidad son castigadas.
¿Qué lugar ocupan los hombres en todo esto? La mayoría de los asesinos en las películas son de género ambiguo, observa Rockoff, normalmente cubiertos por una máscara. Pero, tal y como dice Brewer, presuponemos que son hombres. Ellos, según los estereotipos de género, asumen el rol de agresor. Esto se subvierte astutamente en Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980), donde el asesino, para nuestra sorpresa, resulta ser una mujer. “Las muestras de fuerza furibunda puede ser que pertenezcan al hombre, pero llorar, encogerse de miedo, gritar, desmayarse, temblar, rogar piedad pertenecen a la mujer”, dice Clover en uno de sus estudios.
Finalmente, no todas las vidas femeninas parecen tener el mismo valor. Si pensamos en las protagonistas de los slasher, todas ellas son mujeres jóvenes, blancas, guapas y pertenecientes a la clase media-alta. Su muerte, pues, tambalea un mundo que conocemos y creemos seguro e inalterable. Este fenómeno fue bautizado como “el síndrome de la mujer blanca desaparecida” por la periodista Gwen Ifill. Perdida (David Fincher, 2014) subvierte este tópico convirtiendo a la “mujer blanca desparecida” por antonomasia en la villana.
Así pues, no nos engañemos: nada en el cine es casual. El tratamiento dispar de las muertes de hombres y mujeres en el slasher evidencia unos roles de género que algunos creen cosa del pasado. Sin embargo, estos tópicos también pueden jugar a nuestro favor; en los últimos años, cineastas han sabido aprovecharlos para hacernos reflexionar sobre problemas sociales relevantes actualmente. Algunos ejemplos son Déjame salir (2017) y Nosotros (2019) de Jordan Peele, donde la trama de terror aparentemente familiar deja paso a una reflexión sobre el racismo en Estados Unidos, o El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020), interesante reactualización del clásico de Wells en clave de denuncia a las relaciones tóxicas. Todo ello parece indicar que estamos hartos de la vieja versión del cuento: reclamamos historias nuevas y originales que reflejen la compleja realidad actual.