La pandemia del COVID-19 ha obligado a muchos a hacer cuarentena en sus casas. Además de repercutir en nuestra economía y sociedad, este aislamiento nos ha dado más tiempo libre y, por lo tanto, la oportunidad de volcarnos en nosotros mismos. Entre las palabras más repetidas estos meses se encuentra glow up (juego de palabras en inglés a partir de grow up, literalmente, brillar); un cambio físico drástico a favor de los cánones de belleza convencionales. Este fenómeno nos resulta bien conocido; si bien el neologismo glow up es reciente, Hollywood lleva tiempo mostrándonos casos de personajes que, con ropa y peinado nuevos, logran cambiar quiénes son y mejorar su vida. ¿Por qué nos fascina tanto esta idea? ¿Hasta qué punto es nuestra elección embarcarnos en tal viaje?
Quizá perseguimos la promesa de transformación, tanto física como mental, que conlleva. Ya en 1912 George Bernard Shaw lo demostró con Pigmalión, donde el Profesor Higgins pretende convertir a la vendedora de flores, Eliza Doolittle, en una dama de la alta sociedad inglesa. En este caso el cambio no es solo superficial, sino que pretende crear a una nueva persona. El dramaturgo, sin embargo, era muy consciente de que no se puede imponer a alguien ser quien no es. Por eso, al final de la obra, Eliza abandona a Higgins. Curiosamente, la adaptación cinematográfica más famosa, My Fair Lady (George Cukor, 1965), pasa esta reflexión por alto y opta por un final romántico donde Eliza se queda con Higgins.
Ahora bien, si algo nos muestran tanto Pigmalión como My Fair Lady es la naturaleza lenta y costosa del cambio. Los medios, sin embargo, insisten en bombardearnos con dietas milagro y métodos transformadores rápidos e infalibles. En el cine, esto encuentra su equivalente en el toque de varita mágica de los cuentos de hadas, como en las adaptaciones de Disney La Cenicienta (1950) o La Bella Durmiente (1959). Aunque tal idealización de sus protagonistas es criticable, quizá olvidamos una importante lección que nos enseñan: no hay nada de malo en el “antes” de las heroínas. Ellas ya poseen todas las cualidades necesarias y, mediante un vestido nuevo, logran entrar en un círculo elitista; en este caso, la corte. De hecho, la necesidad de transformarse pone en evidencia los prejuicios de una sociedad que jamás podría fijarse en el valor de las protagonistas si no fuera por su ropa cara. Esta idea se tradujo al contexto actual a la perfección en la comedia romántica de 1990 Mujer bonita (Garry Marshall): “En las tiendas son amables con las tarjetas de crédito”.
Por desgracia, muchas películas optan por ridiculizar el “antes” de sus personajes, como si de algo abominable se tratara. Cuando hablamos de cambio de imagen, tenemos en mente escenas como la de La extraña pasajera (Irving Rapper, 1942), donde una mujer tímida y torpe se convierte en una heredera segura de sí misma solo cuando deja atrás el recogido recatado y las gafas. La doctora Julia Wagner alerta sobre los peligros de este tipo de trama: en realidad, los personajes “transformados” se someten a la voluntad de alguien con más poder que ellos. Por lo tanto, imponen unos ideales propios de una clase social media-alta, desterrando cualquier otro modelo de belleza. Tal y como explica Mary Poovey, el concepto de “feminidad” actual deriva de la Revolución industrial, cuando abrieron los primeros grandes almacenes (1796). Si pensamos en transformaciones del cine, como las ya mencionadas My Fair Lady, Mujer bonita o las películas de princesas, las protagonistas deben dejar atrás la estética asociada con la clase social más humilde para poder encajar y, según la película, conseguir la felicidad.
¿Es por lo tanto la cultura del glow up nociva? En el cine encontramos la respuesta: no necesariamente. Ni idea (Amy Heckerling, 1995) subvierte de manera inteligente el ya conocido argumento. Cher Horowitz, decide hacer un cambio de imagen a la chica nueva; una vez hecha la transformación, ve sus peores defectos en ella y se da cuenta de que es ella misma quien necesita cambiar, pero “por dentro”. Más recientemente, Brittany Runs a Marathon (Paul Downs Colaizzo, 2019) fue alabada por tratar el tema desde una perspectiva fresca y original, puesto que la protagonista emprende un viaje de transformación, pero no cediendo a la presión social, sino por iniciativa propia y con motivos de salud detrás.
La mejora personal, aunque empiece en un nivel superficial (cuidando nuestro cuerpo) puede repercutir positivamente en nuestro bienestar mental, decía Foucault. En momentos difíciles, tales como el confinamiento provocado por una pandemia mundial, la perspectiva de mejora nos ayuda a encarar la situación. Ahora bien, debemos estar atentos: ¿hasta qué punto este deseo de mejora viene de nosotros mismos (es el caso de las transformaciones en Ni idea o Britanny Runs A Marathon) y en cuáles nos sometemos a la presión social (como por desgracia hemos visto tantas veces en el cine)?