Durante las últimas semanas, hemos escuchado una y otra vez la consigna “quédate en casa”, como una sentencia que alude al hogar como un sitio de seguridad y resguardo; sin embargo, para algunas mujeres, la vivienda es también lugar de incomodidades, abusos y violencias de toda clase. La relación de la mujer con el hogar dista mucho de la que el hombre suele tener. Lejos de ser un espacio de descanso o protección, la casa puede convertirse en un segundo o tercer trabajo, repleto de tareas ineludibles. De esa forma nos fue enseñado desde la infancia, cuando nos regalaban bebés ficticios, casitas e instrumentos de cocina que nos preparaban para la futura vida doméstica.
El binomio mujer-casa se ha consolidado histórica y culturalmente como una certeza y un destino casi irrechazable para quienes hemos sido socializadas como pertenecientes al género femenino. Se piensa que el espacio doméstico es, por excelencia, el lugar de la mujer. Y aunque esto se vive de maneras distintas en cada contexto y desde cada subjetividad, casi todxs hemos visto delegadas las responsabilidades de cuidado, limpieza y educación a las mujeres. Esto, que no es nada nuevo, ha sido puesto en cuestión por distintas artistas. Nutridas por su propia experiencia, las obras de estas mujeres han dislocado las dinámicas de poder que, todavía hoy, nos rigen.
En 1972, las artistas feministas Judy Chicago, Miriam Schapiro y alumnas del Instituto de Artes de California transformaron una vivienda abandonada en un espacio de reflexión y crítica en torno a lo doméstico y a su relación arbitraria con “lo femenino”. La casa, ubicada en Los Ángeles, fungió durante seis semanas como instalación y museo, en donde se llevaron a cabo performances y círculos de apoyo y escucha entre mujeres. Las diecisiete habitaciones del lugar pusieron en evidencia la manera en que el género femenino había sido segregado del espacio público para desempeñar roles específicos dentro del hogar, en el marco de la institución matrimonial.
Configurada a partir de objetos y espacios cotidianos, la llamada Womanhouse encarnó la idea de que la mujer no sólo habitaba la casa, sino que era la casa misma. La cocina mostraba un montón de senos femeninos adheridos a sus paredes, mientras que las repisas del closet atravesaban el cuerpo de una maniquí, como si ésta estuviese atrapada y fundida con el hogar. En cada rincón el mensaje era reforzado: el espacio doméstico es, por excelencia, el lugar de la mujer; constituye su esencia misma y, en ese sentido, forma parte de ella como su propia piel.
Las performances fueron igualmente significativas. Scrubbing (Fregando), realizada por Chris Rush, y Ironing (Planchando), por Sandy Orgel, mostraron a las artistas tallando el piso y alistando camisas masculinas o ropa de cama, repetitiva e incansablemente. Waiting (Esperando), por su parte, exhibía a Faith Wilding sentada en una silla de la casa, mientras se mecía suavemente y mencionaba todo aquello por lo que había esperado durante su vida: ser una mujer hermosa, convertirse en madre, ser protegida por un esposo. Para ella, como para muchas otras, la vida estaba siempre por comenzar y transcurría lentamente en la espera por cumplir, una tras otra, cada una de las expectativas que le habían sido impuestas como mujer.
Las artistas que produjeron Womanhouse utilizaron la parodia y la exageración como herramientas para socavar los estereotipos esencialistas sobre las mujeres que los limitaban a los roles domésticos, convirtiéndola en una de las primeras obras de arte feministas en cuestionar los límites entre el significado esencial y el construido.
Temma Balducci, Revisiting Womanhouse (2006)
La Womanhouse constituyó un parteaguas para el arte feminista, no sólo por su propuesta deconstructiva y atrevida, sino también porque atrajo a miles de visitantes y fue reseñada en la revista Time. El impacto de la obra le permitió traspasar el manto de invisibilidad que cubre, todavía hoy, a la mayoría de las obras de artistas del género femenino.
Como el colectivo de la Womanhouse, otras artistas también han reflexionado en torno al binomio casa-mujer como parte de un régimen de encierro y disciplina normativo. La fotógrafa Laurie Simmons ha jugado con los significados que guardan las muñecas y sus casitas, como objetos con los que, desde la infancia, se ejercen violencias simbólicas[1] sobre los cuerpos de las mujeres. Dispuestas de manera aparentemente inocente, las muñecas se muestran solas en los espacios domésticos, mientras que su inanimación parece emular el estado de espera representado por Faith Wilding en la Womanhouse.
Por su parte, en Walking house, Simmons plasma nuevamente la idea de la casa como elemento inherente a la mujer. La vivienda ocupa su sexo, su corazón y su cabeza: todo lo que, simbólicamente, refiere a sus pensamientos, a sus sentimientos y a su propio placer. La mujer es, predominantemente, la casa misma, y en este hecho se desdibuja su identidad individual. Además, sus piernas funcionan como sostén del hogar, lo que resulta igualmente significativo sobre su papel como responsable de todas las actividades que en él se llevan a cabo.
A lo largo de las últimas semanas, se ha registrado un aumento significativo en las llamadas y en las denuncias por violencia de género dentro de los propios hogares. Esto nos revela que la vivienda continúa siendo un espacio de vulnerabilidad para muchas mujeres, en donde los abusos se amparan bajo el velo de lo privado. La división del trabajo por sexos, que ha devenido en la explotación de la mujer en el ámbito doméstico, se encuentra tan normalizada que ni siquiera forma parte de tales estadísticas. En ello recae el valor de estas obras, en tanto que visibilizan como violentas dinámicas de dominación socialmente aceptadas. Quizá, en medio de la adversidad que se nos presenta, sea este también un momento para repensar la manera en que nos relacionamos con nuestros hogares desde nuestro ser genérico; de romper, de una vez por todas, aquel binomio que nos ha parecido inquebrantable.
[1] Este término, propuesto por el sociólogo francés Pierre Bordieu, alude al conjunto de significados, impuestos, validados y legitimados por la cultura patriarcal, que parten de la supremacía y dominación masculina a las mujeres.