Ilustración de Aimeé Cervantes Flores Al límite de la carne Bajo la tarde nadie canta. Una metáfora atraviesa la dulzura, pero la canción nace sorda. Una visión me muestra la blancura en la otra orilla: […]

Ilustración de Aimeé Cervantes Flores Al límite de la carne Bajo la tarde nadie canta. Una metáfora atraviesa la dulzura, pero la canción nace sorda. Una visión me muestra la blancura en la otra orilla: […]
Ilustración de Aimeé Cervantes Flores no sé si cayó el día o la noche en este lugar no hay puertas ni ventanas sus espacios se interrogan uno tras otro, se suceden sus umbríos vértices estallan […]
Una reseña sobre Un instante en el paraíso de Juan Domingo Argüelles
“Hay que bajarles los humos a los poetas, y hay que bajarles los humos a la propia poesía. También a los críticos y a los falsos críticos de poesía. Hay que leer poesía para saber qué es la poesía”, dice Juan Domingo Argüelles (México, 1958) en el prólogo de Un instante en el paraíso. Antimanual para leer, comprender y apreciar poesía (Laberinto, 2016). Juan Domingo es conocido por su labor como difusor de la literatura y de la lectura. Hay que añadir que también es un buen poeta, cosa cada vez más extraña en nuestras letras. En este libro, el autor, conocedor de cómo se desarrolla la poesía en la actualidad y cuál es su recepción, nos ofrece una serie de ensayos divididos en siete capítulos (“¿Qué es poesía?”, “La iniciación”, “La crítica”, “Curiosidades poéticas”, “Instituciones y certezas”, “Realidades y mentiras en la poesía” y, por último, “Supervivencia y vanidad”).
Sabré expresarme cuando no tenga sangre. * Acaso abraces mi cadáver, pues ya no será mío. * Con aire en los huesos he llamado. Silente nombré las hornacinas apagadas, el corro de mangos, las sombras […]
En la dermis del planeta diluvios envuelven la periferia con sudor publicitario. Mis amigos se incineran en adjetivos imposibles ofrendando óseas realidades. Sus tardíos juramentos son candelabros alumbrando los pliegues del insomnio en el placard […]
Dos poemas La escalera y el ojo De esta forma, te has quedado con mi voz. Ni hormiga ni cielo, cada pensamiento interrumpido es escalera con un ojo que la mira. ¿Ve acaso ese ojo? […]
A qualunque animal alberga in terra Tengo hambre de tu lengua y de tu voz de noche que estampa su rostro invisible como un sol transparente en la superficie del agua. Así mi boca florece […]
La rosa es la síntesis de lo eterno y lo perecedero. Decir rosa es un axioma de belleza, fragancia y color. Empero, el lenguaje no son las cosas: la palabra es una metáfora de la realidad. Bástenos recordar la segunda escena del segundo acto de Romeo y Julieta, cuando la heredera de los Capuleto recuerda la nimiedad de los objetos y sus apelativos: «That which we call a rose / By any other word would smell as sweet.» La rosa no dejará de ser rosa aunque se llamase de otro modo ya que su aroma no depende de su nombre. La belleza vive despreocupada en el mundo de lo incognoscible: no necesita ser nombrada para ser hermosa. Nunca habrá un de-por-sí-para-sí tan increíblemente bello: «La rosa no tiene por qué, florece porque florece, no se presta atención a sí misma, no pregunta si la ven.»
Padre, abrazo que entierra las garras,
hielo que abrasa.
Tú que criaste cuervos,
los ojos les sacaste.
Padre, me rompiste el cuello,
desangraste la gallina,
quemaste las alas,
mientras mi madre fregaba el piso.
Padre, la mirada incestuosa mi cuerpo arropaba.
Padre, no escuchaste la profecía,
me ataste la lengua.
Yo entendía el lenguaje de las aves.
Padre, aquí sigo.
Nunca fui como mi madre.
Mis ojos de serpiente te saludan.
San Salvador, 2018
***
A Roque
Me rencontré con el dolor.
Entre el hedor de las calles
y el llanto de niños desconocidos.
Lo encontré como objeto olvidado,
bajo el polvo,
cubierto con máscara de soberbia.
Reconocí mi dolor porque era una foto de mi padre donde la soledad se le escurría por las cejas.
Reconocí el dolor en mis entrañas marchitas donde las lágrimas esperan mi último derrumbe.
Reconocí el alarido oculto en mis ojos, en mi barbilla.
Reconocí en su foto los mismos ojos, mis ojos.
Lo reconocí en estas palabras,
en la risa del verano, en las hormigas, en las chicharras.
Ahora lo sé,
lo único que me queda es el apellido.
San Salvador, 2018
A Oscar Hahn
Podrías dar nuevos nombres a las calles,
marcar con olvidados números
las fechas en que los tristes
dieron su primer beso, el único.
Pero te escondes en sabanas y toallas,
en las alcobas de bellísimas mujeres
con tobillos de íntima copa;
y de pronto, espías a la muerte
acariciando los senos de la vida.
Podrías murmurar con tus piernas
el sentido más antiguo del placer,
pero preferiste morir
antes de haber nacido.