Todo un pordiosero – Cuento de Rusvelt Nivia Castellanos

Es verdad, no se lo puedo ocultar a nadie: yo vivo en la puta calle, vivo en la perra miseria. Llevo más de siete años de estar sufriendo en este aquietado pueblo de Murimá. Escasamente tengo el vicio del bazuco que se me queda aplastado contra la cara. Por eso, por esto duro, me ha tocado tragar hasta gallinas podridas. Así de mal. No soy sino un pordiosero, quizá un poco culpable de las faltas que antes de chanda cometí. Ya por cierto experimento los rudos tiempos de la vejez mientras sigo sin una tumba en donde no puedo acabar de morirme. De estos restos me mantengo vestido con un traje gris. Así que me sé sucio y mártir. Pero no puedo quejarme de esta penuria mía. Me resulta clara toda la inopia íntima, que admito por esta perdición individualista. En sí, me soporto las ofensas de la gentuza callejera porque sé que he cometido muchas perversiones, desde cuando comencé con los desvaríos de mi juventud, ahora más que pérdida. Y es bueno confesarlo como es prudente aceptarlo; sin querer buscar las evasivas, estoy abatido.

De demente nomás, atrás de los tiempos asesiné a diferentes hombres de designios honorables. Sin dudarlo nunca, resolví exterminar a las víctimas cortándoles la garganta o acuchillándolas desgarradoramente en el corazón hasta que murieran desangradas. En serio que fui de lo más infame. Yo era antes una rata de porquería. Desde la indecencia, confieso que fui un sicario de mala calaña. Además, fui jalador de bicicletas, así como fui expendedor de drogas. Estos horrores de degenerado fueron entonces los trabajos más codiciosos que de malo realicé entre la brutalidad, sólo hasta cuando empecé a trasegar por la madurez. En ese mismo sin control, ideé mis mayores pensamientos, queriendo hacer dinero del fácil. Entre mi alma me sabía como un hombre intocable. Las tardes me parecieran una perfecta fantasía. Yo mantenía ejecutando actos bandálicos. Les hurtaba a los forasteros los carrieles finos. Siempre de efusivo, desde esta cara aún viciada, hice resufrir a los civiles indefensos. 

Por tales motivos, tampoco pensé en las personalidades que debía destrozar a punta de navaja. Con tal de que me dieran la millonada de pesos, pues el resto andaría bacano para mí. Así sin bien, entre las seguidas andanzas, hube de inventar cualquier cantidad de artimañas, procurando atraer a los chinos colegiales para tentarlos a que consumieran mandras, el alucinógeno más corrompido de los pueblos. De modo que de negro, todo lo maldito de mí, me llegó a resultar un juego de niños.

Por allá en el barrio de las lomas donde habitaba, después de algunos años, me creí como el grandísimo ricachón de las villas, según la burda mediada como obtenía dinero alocadamente, sin ser un poco equitativo. Pero el resto fue la justicia contra mí; una vez me cogió el vicio de lleno, no pude asumir mi seguida decadencia existencial. Entre lo umbrío, la conciencia se me vino al piso duramente. Cada trabada me consumió en lo abismal. Por lo pronto, pasaron los años ochenta como niebla y yo ni los sentí, ni los vi por soplar tanto perico del loco. Incluso, hasta acabé como una persona humillativa. Me ponía a gritarle a los vecinos desamparados, viéndolos a ellos desde mis ojos verdes. Pero ahora la historia es distinta, porque me cambió por completo. Ahora son los días del castigo y así yo quiera evitarlos, tengo que soportarlos a costa de tristeza. 

En esta descorrida experiencia, pienso entonces diferente sobre esta vida. Descubro que el mundo no nos perdona ninguna atrocidad. A cada hombre le corresponde lo que se merece, así la gente quiera negarlo. Sin la menor distinción, le recaen las sombras a todas las gonorreas que deciden acostarse con el diablo. En esta sensatez de razones, me identifico entretanto como un degenerado en un pueblo de degenerados. Y lo peor del delirio individualista, viene a ser que no puedo evadirme de mí. Quizá hasta cuando la muerte lo designe, sólo podré concebirme en algún paraíso de lindura poética así como de castillos futuristas. Pero hasta el momento, sigo aguantando a la suciedad interna, sin querer volver a esa oscuridad de los crímenes lamentables. 

Los tiempos actuales se conciben igualmente duros para todos los seres humanos de este inmundo, sin haber alguna distinción de razas, sin haber privilegiados. Desde mi destino, así de azarosamente lo comprendo. Miro este infierno recreado el cual parece es más un presidio del horror. Casi todo trabajo resulta ser explotador para casi toda esta muchedumbre. No parecen haber muchas salidas de esperanza. En éxtasis, la mortandad es cada vez más estrambótica en las calles. Diferentes de pelados o de peladitas deciden ellos matarse a costa de sobredosis. En este sentido, los jóvenes desde lo precipitado no dejan de chutarse con heroína para ir en busca de algún nirvana arruinado. La vaciedad acaba así por ser en verdad una depravación horrenda y lo peor es que yo hago parte de ello. Me es doloroso verme así de desechable como el resto de los jóvenes arruinados. Además, aquí los chicos malos son elogiados y los hombres buenos son detestados hasta la chifladura, hasta cuando son llevados a la muerte. Tras cada nuevo amanecer, sólo hay guerras impuras y hay bombardeos y después hay menos colombianos, dispuestos en acciones de paz. No hay tampoco nada de cultura como la que yo tanto necesito para poder salir del atraso intelectual, que nunca he alcanzado. 

Hundido en este país del desorden, soy pues, otro viejo inútil que sigo de acabado en la vagancia, sin algún empleo realmente digno. Al mismo día, ni siquiera tengo una covacha adonde pueda acabar de resistir a la recaída soledad. Nomás durante las noches nubladas resiento el frío como una congelación terrible. Pese a cubrirme con cartones rasgados, la ventisca me es arrasadora, así esté debajo de algún árbol. Desde esta azarosa intemperie, uno se pone que se muere de abandono sin uno recibir el recogimiento de nadie bondadoso. Eso sí, digo, no es que uno sea cobarde ni es que acabé llorando en ocasiones. Esto del furor mío surge por la indiferencia de los ciudadanos ignorantes que nos repudian a nosotros los cartucheros de siempre. Desde las necesidades, me falta el abrigo para protegerme de las heladas, porque hasta el techo lo perdí en menos de una trabada. Mas la horda alocada me mira con desprecio y no me auxilia. Cada transeúnte con ruana y sombrero pasa rápido con una cara de asco. Al seguido desecho, pues me cuesta protegerme de las lluvias borrascosas. La aspereza se hace recia. Me dejo hasta arrastrar por la dejadez; así es mi realidad de roñosa, pero tendré que superarla. 

Menos mal, ahora es de madrugada y ahora puedo escribir mis memorias sin sufrir tanto la desgana. De momento, rehago aquí a solas la literatura, aquí sentado contra el escaño del parque central. Es un sitio bonito con hartos pinos. Seguido riego sin nada de miedo lo poco que queda de mi existir sin tratar de esconder nada. Trazo mis metáforas con un lápiz rojo y las recreo sobre la hoja blanca. En esta medida, siento como me mira de mal esa plaga, quien va para el trabajo a ser corrupta. Ellos pasan con sus risas rotas, exhibiendo unos disfraces de riqueza absurda, haciéndome su mala jeta. Pero yo ni les respondo con groserías. De lástima, espero a que sigan por sus desrumbos mientras los recreo con el arte de la escritura. Para que vean, acaba de pasar un señor de ropas negras con su abrigo. El paseante huele mi mal olor y pronto se aleja de mí. Me evade por un lado con temor. Más esto que acaba de darse es regular a mi rutina. Son los dolores que de a poco me matan. Eso, esta sociedad me humilla sin sabiduría. Es esta la crudeza que me toca padecer a cada rato. Pero la soporto mientras sigo poetizando entre las lagañas. De seguido, llueven las ramas de los pinos entre el aire. Ellas van cayendo verdes sobre el prado a medida que me limpio las pestañas. Asimismo, el ruido de la naturaleza se hace sereno al mismo tiempo que acaricio a mi piel áspera. Por cierto, la presiento como maltratada ante los tantos trasegares de cuchillería. Desde luego, tengo tres cortadas de gamín: una en la frente y las otras restantes en las mejillas. Son aterradoras las cicatrices y me identifican como a un ratero de mala calaña. Eso sí, pese al actual parecer; nada de nervios; ahora ya ni asusto a los niños. La vejez puede más conmigo. A lo pésimo ando de encorvado, pidiendo a veces limosna, las veces cuando voy a la plaza de mercado. En tanto, me lo paso mal, sin muchos alientos. Aparte de ello, estoy un poco desmuelecado. Me falta uno que otro diente frontal. Para este seguir de mañana, debo tragarme de por cierto el pescado crudo que cogí de una caneca. Lo bueno será tragármelo con cuidado para así no lastimarme las encías. Pero no; espere, mejor me lo enguto de una sola junto con las espinas y sin pendejadas, pasándolo con un trago de chirrinchi. Listo, entonces ahí me mando lo del desayuno y la comida.

En cuanto al resto, más tardecito me emborracho con tal de vencer esta maluquera que siempre me resulta tan berraca. A esta hora en serio que no puedo hacerlo, porque desde hace tres noches que llevo oliendo boxer. El frío de anoche fue muy hijueputa y por eso, y sin mente, me tocó jalarle a la pegada. Eso como habrá sido la viajada, que luego de haberme despertado con las maricas estrellas, aún tengo dolor de cabeza. Igual tengo la melena con restos de pegante, igual, mi pelo es largo y es canoso, así es que por eso ojeo algunas de las canas pegajosas. Mas a lo más casual, me miro de vez en cuando en la fuente de agua, que hay atrás de mí y de golpe me da es pura vergüenza. Antes era de esos hombres buen mozos. Pero ahora estoy como flaco como pálido, que ni siquiera soy capaz de reconocerme. Entre estos desdías de hambruna he cambiado demasiado sinceramente. Mi cuerpo físico está diferente al pasado, ahora está todo arrugado. A mi piel la percibo como de lo más añeja. Me sé desgastado tras el paso de las épocas. De a poco, sufrí unas con otras mutaciones naturales, pero yo casi ni me di cuenta. Y ello se debe a mi constante deambular de callejero. De todos modos, hoy me sé con menos brutalidad. Aunque aclaro, no es que haya dejado de ser un vagabundo del todo. Desde lo decaído en mí, soy todavía un vago pendenciero, sólo que de ocasión voy siendo un personaje de tugurio, quien va aprendiendo a reflexionar bruscamente. A lo vientos que sí. Ya tras tantos años de indigencia, me convertí en un veterano que he aguantado los golpes del alma a las bravas. De cada desesperación interna, aprendí a ser menos quejumbroso a la vez que descubrí lo esencial de lo que es ser un hombre, lo cual es ser fuerte hasta después de la muerte.

Maldita sea, así que mejor que todo se vaya para el carajo. Bueno, que este infierno se nos venga encima a todos nosotros los depravados. Que bacano que se derrumben las ciudades con los terremotos. Que los mares inunden los edificios, qué magnífico. Sobre estos casos propios, me alegra el ver estos cambios mundiales, porque mi destino es una porquería. Me parece único que la catástrofe llegue rápido. En cadencia, la explosión de las mazmorras es una cosa extraordinaria. Y de paso, bueno, que este pueblo de escorias se acabe junto conmigo a ver si por fin vislumbro la otra vida, más allá del apocalipsis.


Autor: Rusvelt Nivia Castellanos (Colombia, 1986). Poeta, cuentista, comunicador social y periodista, egresado de la Universidad de Tolima. Segundo ganador del concurso literario Feria del libro de Moreno, organizado en Buenos Aires, Argentina, en el 2012. Fue premiado en el primer Certamen Literario Revista Demos, España, año 2014, entre otros recibimientos.