Entre el tic y el tac
Entre el tic y el tac del reloj,
hay un silencio.
En él podrían caber todos los gritos,
en él podrían caber todas las penas,
todas las suplicas y todos los reproches.
Un panorama de amplio espectro en torno al fenómeno de la palabra escrita
Entre el tic y el tac del reloj,
hay un silencio.
En él podrían caber todos los gritos,
en él podrían caber todas las penas,
todas las suplicas y todos los reproches.
Ilustración de Carlos Gaytán
Un hombre australiano fue denunciado en México por usar fotos y videos de mujeres sin su consentimiento para promocionar sus productos y servicios de seducción. Brad Hunter o Bradicus se dedica a viajar por el mundo y ligar con mujeres locales que utilizan aplicaciones de citas, registrar el contenido a través de videos y luego incluir el material en un curso que vende como la guía definitiva para la seducción online. En su canal de YouTube algunos videos muestran elaborados mecanismos que incluyen una fila de teléfonos celulares y un brazo robótico con una punta que conduce la electricidad suficiente como para que la pantalla deslice hacia la derecha y haga match automáticamente con la mayor cantidad de mujeres posibles. Otra de sus técnicas era la programación del envío de mensajes en WhatsApp a través de una cuenta de negocios y un software automático.
Por la vergüenza que sentí,
por la cara colorada que puse cuando me preguntaron por mi abuela,
por la amnesia que fingí cuando la humillaron,
porque las cosas un día se vuelven demasiado,
el silencio perfora las venas,
las incendia,
y arrastra el cuerpo a los abismos de no dejarse de mover.
Ilustración de Aimeé Cervantes
Desde que descubrí las ilusiones ópticas aprendí a desconfiar de mis ojos. La primera que vi fue el dibujo de una joven con sombrero de plumas y vestido victoriano, de quien sólo se observaba el ángulo de la mandíbula, la oreja y las pestañas de un ojo. Tenía la leyenda: “¿Y tú qué ves? ¿Una muchacha que mira hacia otro lado o una señora de nariz grande?” Mi madre veía a la anciana, pero yo no podía dejar de observar a aquella muchacha que desdeñaba mirarme. Hasta que, por la gracia del insistente, la vi. Las vi a ambas. Ese pequeño engaño me produjo una especie de vértigo, como el que buscaba al girar en las tazas locas de la feria. Aquel viejo “ver para creer” perdió su dogmatismo. Había germinado la semilla de la sospecha.
Y mi cuerpo no ha muerto es mucho más que el título con el que ha sido nombrada esta primera intención por reivindicar íntegramente el trabajo poético de Adriana Cupul Itzá. Ese verso contenido en “Adriana me diría o dolería a muerte”, uno de los poemas más memorables de la poeta bacalarense, nos habla más allá del tiempo y de las circunstancias que hicieron que la vida de la joven promesa de la lírica quintanarroense se esfumara a los veintiséis años en consecuencia de un trágico accidente automovilístico en el 2005.
Los he visto fornicando en las playas más obscuras, exhibiéndose mientras los niños posan. Los he visto orinando las ceremonias, dormidos entre plazas, acariciando nativas. Los he visto tragar su vómito, naufragar entre psicoactivos, engullir la comida local, después abandonar los restos en los matorrales, los he visto moralistas. Los he visto musitar, hablar en el dialecto de Buer. Se escaman, se prenden fuego, muerden sus escápulas, raspan su piel contra las piedras. Ellas se inclinan, alzan sus caderas y esperan ser penetradas, hacen visiones con sus sexos. Escupen en el Síndrome de Venecia. Los he visto tocar trompones hasta el amanecer cuando los trabajadores salen a sus oficios. Los he visto robar al arte, generar estruendos con sus botas llenas de lodo al danzar fandungas, balancear las mazas en fila, una encima de la otra, ancladas en su nariz, malabarear con aros y bolas sus manos de medusa. Los he visto implorar limosna al indigente. Creen que tienen una insaciable necesidad de reencuentro. Los he visto apocar los dormitorios, dejar al lugareño sin recinto. Después chocan con las expectativas, se desilusionan, se suicidan: Síndrome de París. Estamos en los tiempos del odio al turista.
Pero mi cuerpo, a decir verdad,
Michel Foucault
no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo,
él mismo tiene sus recursos de lo fantástico…
Soy un entramado complejo y difuso. Apenas reconozco el rostro que miro al espejo durante las noches, al calor de la mañana o en una tarde lluviosa mientras la paloma busca refugio y entra por la ventana. En realidad, somos un cuerpo tenebroso y frágil. Si pongo la mano sobre la lumbre, comenzaré a sentir dolor y ansiedad. ¿Qué es sentir dolor y ansiedad? Seguramente tiene que ver, en un aspecto metafísico, con una percepción singular de mi esencia. El cuerpo está en cantidades diminutas y efímeras de estructura espacio-tiempo. Soy lo que habito y vivo. O bien, somos un imaginario discreto y complejo que se realiza a sí mismo a partir de su estructura espaciotemporal navegante de la circunstancia que vive.
Las líneas de tu vientre, rojizos adoquines,
los pasos de mi sexo dibujan coordenadas
para llegar al centro, tu manto tricolor
bañado con la albura matutina.
Ilustración de Robert Bélanger
Para Fernando Palma
Vivo enamorada del astro rey desde que me lo presentaron en un atardecer. Me recuerdo de pequeña tratando de encontrarlo cuando se perdía entre las nubes, pero siempre me conformé con la evidencia de su paso cerca de mí, un rayo verde y la pintura del óleo plasmado en su inmenso pizarrón con diversas paletas de tonalidades dependiendo de su humor. A partir de aquel momento hasta que lo prohibió el ayuntamiento, me senté en la arena de la playa que está enfrente de mi casa, esperando a que terminara su turno y le diera paso a la luna.
Aprendí a cocinar caldo de res
como lo hacía mi madre,
grabé los ingredientes en el cajón
de un agosto con olor a epazote.