La idea de escribir acerca de los placeres surgió a partir de dos sucesos. El primero de ellos responde a una necesidad personal de reiniciar luego de un periodo dedicado a la lucha contra la desesperación y la tristeza. Digo necesidad porque partió de un ejercicio de contemplación que derivó en un hilo de pensamientos dedicados a momentos bellos de la vida. Y la contemplación es una necesidad. El segundo es un ejercicio de tipo literario. Con un profesor hablamos acerca del autorretrato de Hugo Hiriart, en el que traza una imagen de sí mismo a partir de las cosas que le gustan. Algo parecido intento hacer aquí. Aunque más que gustos, placeres. Más que placeres, recuerdos. Más que recuerdos, recordatorios.
Los placeres no son algo que suela colocarse como pendiente a las 5pm como tomar medicina, enviar un correo o llamar a alguien. Entiendo recordatorio como una voz que es necesario visitar y revisitar para agudizar los sentidos, para entender y atesorar. Los placeres viajan rápido, saltan de momento en momento y de cuerpo en cuerpo. Son fugaces, pero se dejan ver aún con el paso del tiempo. Vuelven de distintas maneras, como el olor que recuerda momentos, personas o temporadas. Los placeres tienen una cualidad de perdurabilidad que se adapta a infinitas formas igualmente placenteras.
Existen muchos intentos por destacar y apreciar “los pequeños placeres de la vida”. Pequeño se ha vuelto el epíteto de placer. Aunque también se usa “los pequeños grandes placeres”. Los resultados que arrojan gran cantidad de páginas de internet son cosas como caminar sin zapatos por la hierba fresca, llegar a casa y ponerse ropa cómoda después de un día de trabajo, dormir, celebrar, entre otros. Me encuentro con una trinidad fusionada de placeres, llamada por un blog como “gastrosiexta”. Tres placeres en uno: comer, sexo, dormir. Consiste, según el artículo, en combinar los tres más grandes placeres que puede experimentar el ser humano (a los cuales yo agregaría cagar). Antes de descubrir que son actividades que se hacen en orden, me quedo un buen rato imaginando cómo sería hacer las tres cosas al mismo tiempo. Creo que sólo funcionaría si en la unión de cuerpos mediante el sexo se considerara como uno mismo y uno de los cuerpos sea el encargado de dormir, mientras que el otro come. Los placeres que coloco aquí, grandes o pequeños, compenetrados o no, forman parte de un autorretrato que es a la vez un recordatorio para cuando la vida comienza a sentirse invivible.
Hay cosas obvias que me provocan placer. Obvias porque me cuesta pensar que no sean placenteras para alguien, aunque también lo placentero es subjetivo y medible dependiendo de cada persona. Los atardeceres, la música, el olor de la comida y del ser amado, acariciar a las mascotas, reír con seres queridos, los abrazos largos, los viajes, la ciudad después de la lluvia, perderse en una actividad de manera meditativa. También hay cosas no tan obvias —o más específicas—, como la sensación de decir la frase correcta en el momento indicado y hacer reír a alguien. Más que las caricias a mis gatos, tomarlos recién despertados y estirar sus cuerpecitos hasta sentir la vibración. La obsesión con personajes ficticios, los brotes de inspiración, la cocina limpia, el sabor que deja un eructo de pepino o lechuga, el primer bocado después de tener mucha hambre y que éste sea pan o una galleta.
Hay placeres que son íntimos: la conexión de cuerpo y alma, las playlist en conjunto, los secretos entre dos personas. También están los íntimos, pero más íntimos. Las acciones que difícilmente harías frente a alguien más pero dan una sensación de disfrute maravillosa: sacarse los vellos enterrados, explotar un granito o encontrar una costra en la cabeza y no perderla en el pelo (véase “Morder, pellizcar, arrancar: el mundo de las manías corporales”). También hay cosas más o menos extrañas y fascinantes que no son tan fáciles de explicar: saber con certeza algo, pero no decirlo en voz alta y presenciar al mismo tiempo una conversación en la que se dan aproximaciones a esa verdad que pareciera ser un tesoro; escanear el desorden ajeno —se sabe mucho de una persona por cómo categoriza su desorden—; y los gestos de las personas cuando se concentran, como la cara de pato, fruncir el ceño o mover alguna extremidad.
Dentro del espectro de los milagros, quizás existe un espacio para los placeres fortuitos que parecen ocurrir una vez en la vida o muy de vez en cuando, y que son, además, el inicio de una historia contada por lo menos durante todo el día. Encontrar dinero en la calle o reconocer caras ocultas en objetos, hallar un trébol de cuatro hojas o ver un doppelgänger. Casi siempre tienen que ver con encontrar algo o visualizar algo, también dentro de los sueños, cuando aparecen respuestas a algo que nunca se preguntó o que son tremendamente significativos. Así como las coincidencias que asombran y emocionan como nunca. Los deseos que obligatoriamente deben pedirse o exhortar a que alguien lo haga cuando se encuentran objetos, horas específicas, colibríes, parvadas, pestañas: “11:11, ¡pide un deseo!”. Algo parecido —y que igualmente disfruto presenciar— ocurre con las acciones de una persona que resultan inesperadas porque el resto del círculo se ha acostumbrado a lo contrario. Alguien que nunca llega a tiempo y que un día por razones del destino logra llegar antes que todo el mundo muy probablemente no se podrá salvar de una expresión del tipo “¡uy, va a llover!”.
Tal como el ejemplo anterior, hay situaciones que me complace observar y tienen que ver con cómo se expresa la gente. Las salidas inesperadas —las que salen bien— son bastante placenteras, pero no tanto como cuando alguien dice “si lo hubiéramos planeado, no nos hubiera salido”. Acto seguido gobierna un pensamiento compartido en el que cada quien se imagina cómo verdaderamente no hubiera sido igual y las caras se mueven en sentido de afirmación y confirmación.
La cocina y la comida son un verdadero placer en casi todas sus vertientes. Pero cocinar para alguien y todo lo que sucede después me resulta aún más deleitoso. El placer de preparar cuidadosamente un platillo es algo que he descubierto hace muy poco. Cuando cocino para alguien, sin ser necesariamente una ocasión especial, disfruto de observar las reacciones corporales y gestuales al primer y último bocado: los ojos en blanco —un gran gesto que la mayoría de las veces concierne al placer—, la mano realizando un círculo con el pulgar y el índice junto con los tres dedos levantados con movimientos de confirmación, cuando se termina de comer y tocarse la barriga es un gesto de satisfacción. La entonación que adopta la persona cuando se refiere a tu comida: “Mmmm…”. Y las preguntas, cómo no: “¿qué le pusiste?”, “¿me pasas la receta?”, “¿cuándo lo preparas otra vez?” Mi hermana ha llegado a decirme uno de los mejores cumplidos: “como delicioso cuando vengo a tu casa”.
Recuerdo días placenteros sumamente específicos. Cuando iba en secundaria tenía un celular con teclado integrado, tipo Blackberry, era de color gris y la pila le duraba una eternidad. Con ese artefacto escribía mensajes de texto a mi novio de aquel entonces; era un par de años mayor que yo, por lo que no lo veía muy seguido. En un encuentro afuera de la secundaria me dejó su suéter. Obviamente me lo puse inmediatamente: tenía que usar el distintivo de que salía con el chico mayor. Volví a casa con uno de los tesoros más preciados que una adolescente de catorce años podía poseer. Después de comer me fui a dormir, como era costumbre. Las mejores siestas de aquella época se realizaban con el uniforme puesto y en cama de mis papás, y esa vez, con el suéter. Obviamente no me despegaba del celular en espera de recibir el siguiente mensaje. Entre mensaje y espera, me quedé profundamente dormida toda la tarde. Desperté sin saber qué día era, con la incomprensión de quien ve la oscuridad por la ventana luego de dormir por horas y con el murmullo de las siete-ocho de la noche. Aún con la modorra y la baba seca, busqué el celular para ver el último mensaje. Ve tú a saber qué decía. Fue una tarde muy placentera.
Recuerdos de circunstancias ficticias también me resultan placenteros. En general, las escenas de libros, series o películas en las que tal personaje acude a comer a cafés, bares o loncherías. Me viene a la mente Arturo Bandini, el protagonista de Pregúntale al polvo, o Mike Ehrmantraut en Better Call Saul. Me encanta observar personajes solitarios en un gabinete, con su desayuno o bebida, con un periódico al lado y toda una trama por delante. Son momentos que disfruto mucho leer y recordar, y encontrarme con ellos en alguna ficción que veo por primera vez.
Hay placeres que no están puestos aquí porque simplemente no los recordé mientras escribía, pero la lista se extiende entre más se piensa. No busco recordar para volver a vivir, quiero nombrar estos placeres para hacerlos notar. Tengo mi recopilación de placeres como una caja de fotografías guardada en una vitrina. La escritura es mi forma de enmarcar estas imágenes. Visualizar estos momentos desde el acto de escribir me permite dotar de frescura los sentidos y reencontrar, así, instantes que se disuelven entre tanta inmediatez. El placer, quizá, no debe ser pensado; definitivamente debe ser vivido, y ocasionalmente debe ser recordado.