El pequeño cajón que destinaste para mí era muy cómodo, en principio. Sin embargo, veía a diario todo el espacio en esa mansión: cada uno de los hermosos salones, con esos enormes ventanales; los corredores alfombrados y luminosos; las habitaciones con cojines y candelabros; el amplísimo vestíbulo por el que un día entré; el comedor donde probé y conocí aquellos exóticos platillos que, para mi sorpresa, terminé disfrutando. Recordaba los extensos jardines de alrededor, tan hermosos y apantallantes, en los que disfrutaba correr. Pero, en ese momento, ya sólo podía mirarlo todo a través de una rendija, ya fuera de la oscura madera que me encerraba, o la de la memoria de mis primeros tiempos en esa mansión.
Yo esperaba paciente en aquel cajón. No entendía por qué tenía que esperar ahí, si había tanto espacio fuera, y si destinabas gran parte de tu día sentado junto a mí, hablando conmigo a través de la cerradura. Con el tiempo comenzó a costarme recordar tu rostro, y cuando escuchaba tu voz en mi mente figuraba el pintoresco retrato colgado en la pared de enfrente, que alcanzaba a ver a través de la cerradura. Yo insistía en salir; me encantaba recorrer esa impresionante construcción, descubrir habitaciones extravagantes, ver la decoración de cada sala y encontrar detalles nuevos en cada muro del hogar.
—Pronto. Ahora no es buen momento —decía tu voz a la cerradura—. Hay visitas. Toda la casa está desbordada, no te imaginas. Vengo por ti más tarde y corremos en el jardín o volamos junto a las nubes.
Esperaba con calma en el cajón. En un principio, había espacio suficiente para llevar mi vida en ese lugar, y, tarde o temprano, volvías por mí, y me llevabas a recorrer esos jardines rodeados de setos cuidadosamente podados para tener formas divertidas y creativas, a volar sobre esos campos, a ver el arte que tenías colgado, a dormir sobre los delicados sillones y los sedosos cojines. Pero, nuevamente y sin excepciones, me regresabas al cajón. Por varios días te escuchaba a través de la cerradura:
—No te imaginas el caos que hay aquí de nuevo. Tantas visitas, tantos pendientes, tanto que hacer. En cuanto se vayan, vengo por ti, y corremos por ese campo de tulipanes que tanto nos encanta.
Y esperaba de nuevo a que el caos acabara. Seguías hablando conmigo por la cerradura prácticamente todo el día, aunque comenzó a haber días en que, por largos ratos, tu voz no se escuchaba. “Debe estar arreglando el caos, atendiendo las visitas”. Aparecías y explicabas:
—No creerás el papeleo que tengo. Ese escritorio está atiborrado de papeles por leer y firmar, parece que nunca voy a acabar, y los invitados no se van.
Con el tiempo, el cajón donde me resguardabas comenzó a resultar pequeño. Al principio, creí que se estaba encogiendo. Sólo después de varias noches me di cuenta: yo estaba creciendo. El estar encerrado en un lugar que me resultaba cada vez más reducido era asfixiante. Pronto, el espacio ya no era suficiente para poder hacer mi vida en el cajón. Yo pensaba y pensaba que, cuando el caos en la mansión terminara, al fin podría habitar un espacio amplio, un lugar que, en alguna ocasión, me dijiste que también sería mío y podríamos ambos habitarlo juntos. Confié en ello. El tiempo seguía transcurriendo. Cada vez el cajón me apretaba más. Primero empezó a dolerme el pie, después mi cabeza comenzó a chocar con una esquina, y al final ya no podía siquiera dormir por la dificultad que tenía al respirar ahí. No había manera de inflar el pecho ya. Necesitaba salir. Te lo dije.
—Claro que no hay problema alguno con que salgas, hay mucho espacio, sólo que ahora mismo están llenas las habitaciones. No puedes verlas, pero la gente es tanta, hay tanto papeleo que no puede ni caminarse aquí.
No bastó. En verdad, sin importar cuántas visitas hubiera, cuánto papeleo volara por la casa, todo era mejor que estar sin respirar en el diminuto cajón. Te lo repetí.
—Ya lo resolví todo. Te voy a sacar de ahí y te explicaré todo sobre este hogar.
Esperé unos días más. Esa espera, que en principio la creí eterna y aplastante, al final resultó cálida y tranquila. Volviste a sentarte todo el día junto a mi cajón, a contarme todo a través de la cerradura. Incluso abriste un poquito el cajón para que pudiera respirar.
Finalmente, un día me decidí a salir. “No importa el caos, las visitas, ni el papeleo. Puedo vivir con ello. Quiero vivir con ello”, pensé. La pequeña apertura del cajón me permitió empujarlo y salí. Sentí mis piernas de nuevo, respiré libre y tranquilo en lo que sería mi vida ahora. Después de recobrar el aliento, vi el salón vacío. Y los corredores. Y el vestíbulo. El escritorio tenía sólo dos papeles, que fechaban un mes antes y solicitaban ser respondidos sin fecha ni urgencia específica. Me asomé por el ventanal. El jardín de tulipanes por el que corríamos no estaba. Había unas rosas amarillas plantadas en su lugar. Volteé y te vi de pie, tranquilo, regresando a la habitación. Te miré con un gesto que entendiste perfectamente. No titubeaste.
—No puedes vivir aquí. Lo siento. Creí que sí, pero no. Este hogar es mío y me gusta vacío. Puedes estar en el cajón. Me encanta tenerte aquí, hablar contigo por el cerrojo, y que salgamos a correr de vez en cuando. Pero no puedes vivir aquí.
Di tres pasos atrás.
—Ven, podemos incluso buscarte un cajón más cómodo, te acompaño a que pruebes los que hay en el otro mueble. Esta vez puede ser incluso una repisa entera.
No me quedé. Me eché a correr. Salí de ahí. La huida pareció eterna.
Empecé a dejar atrás las salas, luego la construcción, después los jardines y por último el campo. Llegué al portón y contemplé, de nuevo, esa mansión. No era una mansión. Bueno, quizá sí. Ya no podía verla con claridad. Veía la forma de esa construcción barroca, y era la misma, pero ya no la reconocía. Me quedé sentado varios días a las afueras del portón. No sé si estaba esperando que pasara un taxi para volver a mi casa o que bajaras y me invitaras adentro. Quizás ambas. Quizás al mismo tiempo. Me quedé ahí. Sé que viste a través de tu enorme ventanal cómo esperaba en la banqueta mientras el sol pegaba con fuerza, mientras llovía, mientras helaba. No volteé, pero sé que me viste.
Pasó un taxi, por fin. Volteé hacia el ventanal. No te vi al principio, luego se asomó por la cortina un destello de aquel arete que solías usar. O usas. No sé. Ahí, cual fantasma, viste al taxi recogerme. Aún no me bajo de él. Aún no llegamos. Ni siquiera le he dado una dirección. No sé a dónde estamos yendo. Quizás el conductor me reconoció y me está llevando a mi casa. Eso sería increíble porque, honestamente, no recuerdo la dirección. Quizá simplemente está dando vueltas para que el taxímetro corra. Tampoco sería mala idea. Me da tiempo de pensar a dónde iré. Recuerdo tu dirección. La calle, el número, la forma de la imponente casa que habité por un tiempo. Ésa sí la recuerdo. Cuando intento decírsela al taxista, me trabo a media emisión. No puedo pronunciarla. Comienzo a creer que tampoco podría reconocer la casa. Ya no. ¿O sí? Quizá puedo y no puedo hacerlo. Lo que sé es que nunca entraría a ese cajón de nuevo. Nunca voy a entrar a otro cajón. No soy un liliputiense. No soy un reloj. Soy una persona. Las personas no cabemos en cajones. Las personas habitamos salones, recámaras y comedores.
Me da gracia cómo pude olvidar que soy una persona, y que las personas no habitamos cajones.
Autor: Alexander Sanabria Aranda (Estado de México, 2000). Estudiante de Letras Hispánicas, en una relación tóxica con la literatura y perdidamente enamorado de la lingüística y la sintaxis. Escribe para sí mismo desde que tiene memoria, y para otros quizás de ahora en adelante.