Estela, mi terapeuta, me dio sólo dos opciones para continuar con mi vida.
—Puedes volver con tu mujer y aprendan a vivir juntos o divórciense y visita a tus hijos cada quince días —dijo mientras se acomodaba los lentes—. Lo mejor para esos niños es un padre presente y estable que rehaga su vida.
Pagué la consulta y quedé con 800 pesos en la bolsa para los seis días que me quedaban antes de mi siguiente paga. De camino a casa me detuve en el puesto ambulante de tamales afuera de la farmacia del barrio. Mis pasos rápidos al son de gorgoritos estomacales me arrancaron una sonrisa. Mi nariz seguía el olor a grasita, salsa roja y masa de maíz. Afuera de la farmacia un hombre con una bolsa de Chupachups en la mano interrumpió mi camino.
—Por favor, lo que sea su voluntad —me acerco la bolsa al rostro.
Le pregunté si tenía hambre y le ofrecí comprarle dos tamales. Él se negó, necesitaba el dinero para comprar leche en fórmula para su bebé. Le pedí que me dijera la marca, fui al mostrador de la farmacia y tomé la presentación más grande. La compré junto a una lata de atún que me alcanzó con el dinero restante. Al salir le entregué ambas latas a mi nuevo amigo, pues supuse que llevaba tiempo sin comer, él me abrazó y llorando me pidió mi teléfono, prometió que algún día me pagaría. Entre llanto y gorgoritos estomacales regresé a casa. Mi amigo nunca me pagó y yo no regresé a terapia.
Durante los primeros años de la infancia de mis hijos, subí diez kilos, perdí cabello, pero logré convertirme en un padre presente. No sólo desde la distancia, compartí la custodia de mis hijos en compaternidad. Por las mañanas llevaba los niños a la escuela, trabajaba en la oficina hasta medio día, recogía a los niños de la escuela, y alternaba mis deberes como padre con teletrabajo hasta la hora de dormir; dos días por semana y fines de semana. Un día Sebastian, mi hijo mayor, me instaló Tinder.
—Para que tengas a alguien a quien llevar a las bodas y no me lleves a mí —respondió cuando le pregunté por qué me lo había instalado.
Por las noches, cuando mis hijos dormían o los días que estaban en casa de su mama, pasaba tiempo viendo los perfiles y las fotos de Tinder sin dar «me gusta». A veces encontraba a alguien de mi agrado, pero al echar un ojo mi vientre, yo acariciaba las entradas de mi frente y pasaba del tema.
Un día, en la cafetería de la oficina vi a una chica con un parecido razonable a Jessica Jones, de chaqueta negra, camisa de los Ramones y jeans rotos. Durante algunos días me acerqué, pero no fui capaz de decir un simple «hola».
Llegaron las rebajas y fui con los niños al centro comercial, buscando ropa para ellos. Al pasar por la sección juvenil, vi una chamarra de cuero negra y una camiseta de Metallica. Las tomé junto a unos jeans rotos y me probé la combinación. Sali del mostrador y no pasaron ni cinco segundos cuando mis hijos soltaron una sonora carcajada. Devolví la ropa a su lugar y salí de la tienda, junto con ellos, acariciando las entradas de mi frente.
Llegamos al estacionamiento y nos cruzamos con la Jessica Jones de mi trabajo, quien iba acompañada de un metalero de cabello largo y lacio. Fruncí el ceño y mis hijos lo notaron. Caminamos hacia el coche. Al llegar me abrazaron fuerte, antes de entrar al auto, me preguntaron:
—Papá, ¿estás bien?
Pasaron algunos años. Perdí más cabello, pero no engordé más. Gasté una fortuna a cuenta de el hada de los dientes y Santa Claus. Seguí viendo perfiles de Tinder a escondidas, y me olvidé de Jesica Jones, la del trabajo y las futuras.
Aprendí a criar niños cuando se convirtieron en adolescentes, y Sebastián, hasta ahora, no ha ido a ninguna boda conmigo. Los regalos de Santa pasaron de juguetes a dinero en efectivo.
Esta navidad cuando llevaba a mis hijos al centro comercial para gastarlo, en una luz roja, un niño de la calle se acercó para pedir dinero con una lata de leche en formula como improvisada alcancía. Yo volteé la mirada, pero escuché cómo la ventana de Sebastián bajaba. Le entregó todo su dinero al niño.
Esa noche, abrí Tinder y di mi primer «me gusta».
Autor: Fabrizio Sosa (Jalisco, México, 1978). Ha vivido en México, Alemania y España. Como escritor ha publicado los relatos «Una cajita para Marta», «Sweetcopata», y «Vigilia» en la aplicación editorial de relatos Ipstori (2021-2022), «La niña de las sábanas blancas» y «Don’t Stop the Música» en la revista chilena El Eco de tu voz (2021), «Xquenda» en SmokeLong en español (2022) y «Hola, Mariola» en el libro La verdadera forma de las cosas compilación anual de relatos de alumnos de la escuela de escritores de Madrid.