La soledad y sus arrugas || Cuento de Enrique Esparza Vázquez

Mi reloj de mano ya marcaba las diez de la mañana y Norma seguía sin tocar mi puerta. Llegué a creer que los comentarios de Clotilde la habían desanimado, pero Norma no es una mujer vulnerable y me es difícil creer que esa fuera la razón por la que no haya venido ni el jueves ni el sábado. Dejé pasar las horas hasta que todas mis amigas se fueran para salir a buscarla. Fue una mañana larga, pues mis ojos no dejaban de mirar la hora, me sentía desesperada, pues a cualquiera de nosotras, por nuestra edad, ya nos puede pasar de todo. Un día te duelen los pies, al otro día la cabeza, por la noche se te sube la presión, por el día se te baja… en fin, ya eran las dos de la tarde cuando pensé si primero recogía la terraza o me dirigía directo a casa de Norma, pero pensé que era ilógico quedarme a limpiar cuando toda la mañana esperé el momento para salir a buscarla. Tomé mi gabardina por si el viento era fuerte o por si en el transcurso del camino se soltaba la ventisca, salí de mi casa sin avisarle a mi marido y cerré con seguro la puerta.

Mientras caminaba hacía la parada del autobús recordaba los últimos días que vimos a Norma, pero nada —a excepción de los comentarios de Clotilde— se me hacía sospechoso para que dejara de venir. Por otra parte, pensar en que le haya pasado algo grave, era la razón por la que iba a buscarla, me dio preocupación, sentía que me trasudaban las manos a pesar del intenso frío que había en la ciudad. Si toda esta situación hubiera pasado en cualquier otra estación del año que no fuera invierno, todo mi torso se encontraría transpirando.

Conforme iba acercándome a la parada del autobús, más nerviosa me sentía y lo único que quería era llegar a su casa, aunque en ciertos segundos tenía la tentación de regresarme. No quería saber que a mi amiga de toda la vida había sufrido un accidente o, peor aún, que haya muerto, porque Norma toda la vida ha vivido sola, aunque ella dice que sus gatos siempre han sido sus compañeros en la vida, pero para mí solo eran animales y ya, y eso es lo que siempre le discutíamos. Zoraida le criticaba la temeraria manera en que vivía Norma a su avanzada edad.

—Un gato no te va a llevar al hospital, ni tampoco te va cambiar el pañal —le decía mientras le tomaba a su té caliente de hibisco.

Por otro lado, a Norma esos comentarios no la estropeaban y ella, con su tarro de cerveza a medio vaso, se burlaba de los comentarios de Zoraida, de Clotilde y en ocasiones de Inés. Norma nunca agarraba su tarro del asidero, tomaba el cuerpo del tarro con ambas manos y se empinaba su cerveza no sin antes echar una pequeña risa burlona.

—Ya les dije que yo las voy a enterrar a ustedes —nos decía siempre.

Esto ocurría como si ya fuera una rutina cada vez que se hacía un comentario de ella. Hasta hoy puedo ver que Norma vivía una burla, aunque nunca se acongojara, pues desde que llegaba cada mañana a las diez, le abría la puerta, saludaba y se sentaba en el sillón de siempre, le criticábamos su aspecto; no es justificable decir a estas alturas que la queremos, pero a veces era inevitable no reír por los comentarios de las demás. Siempre llegaba con el mismo suéter negro, pero lo raro no era el suéter, sino que siempre venía plagado de pelos blancos. Clotilde se la había pasado diciendo desde que éramos jóvenes que a Norma le había faltado abrir las piernas, que le faltó un varón con un buen trozo de carne, que Norma era lesbiana, entre otras cosas. A comparación de Inés, Zoraida y yo, que hemos tenido un solo esposo, Clotilde, a sus 67 años, ya sumaba cuatro bodas, y aunque para Clotilde su historial era de aplaudirse, Norma tampoco se quedaba con la boca cerrada y la criticaba: “Amiga, has vivido tanto que desde los 35 envejeciste toda”, decía mientras descorchaba un vino que seguido nos traía de Nayarit.

Todos estos recuerdos me desalentaban, pero ya estaba aquí, tocando la puerta de su casa. Repliqué una serie de golpes durante cinco minutos a su puerta, pero nunca me abrió. La cortina de su ventana junto a la puerta dejaba ver por una de sus esquinas el interior de la sala: no había nadie, ni siquiera Poncho, su gato, se veía a la vista. Al mirar, entre sus muebles, me percaté de que tenía teléfono. Al principio me molesté porque nunca nos había dicho que tenía uno, pero dejé mi probable reprimenda futura a un lado y anoté en un papel mi número telefónico, junto al último dígito puse mi nombre y mi apellido (Evelia Luévanos) y lo pegué en su puerta ya que no había orificio alguno para meter mi mensaje al interior de su casa. Me marché y no volví a pensar en Norma hasta dos días después, el jueves a las diez de la mañana, a la hora en que Norma tocaba mi puerta cada martes, jueves y sábados para merendar y para copear. Inés, Zoraida y Clotilde siempre llegaban a las nueve, ya que era la hora oficial para juntarnos, pero de un tiempo para acá Norma ya no tenía la posibilidad de venir desde esa hora ya que Poncho, su último gato, ya era muy viejo y lo cuidaba hasta que llegaba Débora, la muchacha que le asistía con el aseo. En realidad, lo único que le interesaba a Norma era que le cuidara a su gato. Para alguien que no conoce a Norma le será difícil creer que un gato llegue a vivir 31 años, pero para nosotras no. Norma, desde que la conozco, siempre ha amado los gatos y aunque nos ha dicho la cifra exacta de los gatos que ha tenido, lo he olvidado, pero sé que ha tenido más de treinta, aunque ninguno ha vivido más que Poncho que tiene más años de vida que cualquiera de los matrimonios de Clotilde. Poncho ha sido siempre la razón por la que Norma llegaba llena de pelos; era su gato predilecto porque su padre se lo dio antes de morir; era un gato nayarita, nacido en su Acaponeta. Después de que su penúltimo gato muriera, optó por vivir únicamente con Poncho, pues decía que después de él ya no tendría más gatos.

Ese jueves fue el más tenso de todos.  El tema de ese día fue el paradero de Norma, aquella amiga nuestra de quien a duras penas merecíamos amistad. No entendía como siguió viniendo durante tantos años a pesar de los comentarios de todas. Fue un día muy triste, y aunque en esos días había huracán, aquel día solo estuvo nublado, pero no hubo lluvia ni ventisca. Fue un día seco. Muerto. Ya daba casi la una con treinta en mi reloj de mano cuando mi marido me llamó desde el otro lado de la puerta de la terraza.

—Evelia, te llaman por teléfono.

Miré a las demás. Todas pensábamos lo mismo, tenía que ser algo relacionado con Norma. Le abrí de inmediato a mi marido, tomé el teléfono y contesté.

—¿Si? ¿Norma? —pregunté.

—No, soy Débora, la asistente de la señora Norma —me dijo—. ¿Es usted la señora Evelia Luévanos?

Aunque no era a quien esperaba era fascinante tener a la persona más cercana a Norma del otro lado de línea.

—Es correcto —le dije mientras trataba de ser plácida—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Miré su mensaje en la puerta de la señora Norma. Ella no está aquí, fue a su pueblo unos días, el único problema es que no mencionó cuándo va a volver —me dijo.

—¿Y tienes idea de a qué fue? —le pregunte mientras me estaba tranquilizando.

Mi quietud se volvió turbia cuando me dijo la razón.

—Su gato se le murió y fue a enterrarlo.

Enseguida le di las gracias y de forma educada me despedí de ella. Mis amigas miraron mi seriedad al haber colgado, después me cuestionaron y les conté todo.  En ese momento todos los bullicios que creábamos de Norma se habían esfumado, la tempestad se convirtió en una nube negra que nos llovía sin calma. Al poco rato, de manera incomoda y silenciosa, cada una de ellas tomó sus pertenecías y todas se marcharon tristes, incluso pude ver a una trémula Clotilde con una lagrima que le corría el maquillaje.

Pasaron tres semanas, cuando mi reloj de mano marcaba las diez de la mañana. Tocaron la puerta, y ya sin la esperanza de que fuera Norma porque creí que se quedaría a vivir en Acaponeta, me dirigí a la puerta y la abrí. Era Norma.

La abrazamos, la besamos, pero no había alguna gesticulación o ademán de normalidad en ninguna parte de ella. Se veía devastada, atiborrada de tristeza. Pasaron dos horas cuando un “perdón” salió de su boca. Todas la comenzamos a alentar, le dijimos que procurara no pedir perdón. Al contrario, nos disculpamos por cómo habíamos sido con ella durante todos estos años. Al paso de las horas ella comenzó a sentirse mejor. Ese día convivimos hasta las ocho de la noche, y fue a las seis de la tarde cuando Norma por fin había sonreído, y a las siete sacó una carcajada. Un poco más tarde, me di cuenta que aquel suéter negro que siempre traía pelos de gato estaba limpio, la tela negra aterciopelada de su suéter no tenía evidencia alguna de su amor felino. A últimos minutos de que todas se fueran, Norma nos dijo que se iría a vivir a Acaponeta. Es indescriptible aquella última media hora de llantos y de deseos melindrosos y sabía que nunca sería un momento adecuado para exigirle que no se fuera nada más porque su gato había muerto. Pero para alguien que ha vivido sola durante mucho tiempo, sin saber qué es el amor conyugal, apreciar mucho a una mascota estaba muy bien. Eso ninguna de nosotras podríamos entenderlo.

Ya todas se habían marchado a excepción de Norma. Ya no traía valijas, pues todas sus cosas habían sido cambiadas a su nuevo domicilio; a decir verdad, Norma sólo vino a visitarnos. El ultimo abrazo que nos dimos fue cuando cruzó la puerta de mi terraza que daba a la calle. Me hizo llorar, me secó una lagrima y me dijo que no había más remedio que estar sola, que era su destino. Le pregunté si volvería a tener otro gato y me dijo que no. Seguiría viviendo sola y cuando muriera no quería que un gato suyo se quedara solo. Ese día fue el último que vi a Norma. Me dijo adiós y se marchó y miraba cómo se alejaba. Han pasado dos años desde que se marchó, pero aquí seguiré esperando los martes, jueves y sábados a que mi reloj de mano marque las diez para abrirle la puerta.

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Autor: Enrique Esparza Vázquez (Jalisco, 1996). Comerciante de libros y estudiante de la carrera de Ciencias de la Comunicación en UNE (Universidad de Especialidades). Se ha desempañado en la creación de contenidos audiovisuales, he participado en concursos académicos de reportaje ecológico y de periodismo turístico.